Uso Ilegal de la Fuerza
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17jul13

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Agresión y uso ilegal de la fuerza armada desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días |*|


"Recordemos que después de que más de 50 millones de hombres, mujeres y niños fueran asesinados en la Segunda Guerra Mundial, los líderes políticos de las potencias aliadas se aferraron a la promesa de la creación de una nueva estructura de sociedad internacional para preservar la paz |NT|. A quienes iniciaron la guerra y dirigieron el asesinato en masa de millones de civiles inocentes se les advirtió de que responderían por ello en aras de la justicia y para sentar precedente jurídico. El marco de la nueva estructura de que se dotaría la sociedad internacional serían las Naciones Unidas, organización surgida de los escombros de su fracasada predecesora, la Sociedad de Naciones, otro edificio pergeñado como consecuencia de una guerra catastrófica.

El Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas, suscrita el 26 junio de 1945, comienza expresando la determinación de "preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra". El primer párrafo del artículo 1 de la Carta enuncia entre los propósitos de las Naciones Unidas el "tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz". La responsabilidad en materia de preservación de la paz se puso en manos del Consejo de Seguridad, compuesto de 15 miembros, de los cuales cinco, sacados de las potencias aliadas, son permanentes. El capítulo VII de la Carta faculta al Consejo para determinar si un acto de agresión por parte de un Estado ha tenido lugar y para decidir las medidas necesarias para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales. La Carta, sin embargo, no especifica qué actos constituyen una agresión ilegal que active el mecanismo de defensa colectiva.

Además de este marco, la cuestión de dispensar justicia tras un grave quebrantamiento de la paz y de establecer los precedentes para la prevención y castigo de futuros agresores, seguía siendo tarea pendiente de la nueva estructura de la sociedad internacional. El 8 de agosto de 1945, las cuatro Potencias Aliadas que ocuparon Alemania, firmaron el Acuerdo de Londres para la creación de un Tribunal Militar Internacional ("TMI") que enjuiciara a los líderes alemanes responsables de la guerra y de sus atrocidades. El juicio se celebraría en Nuremberg. La competencia del TMI se limitaba a crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Los crímenes contra la paz fueron definidos como "la planificación, preparación, iniciación o ejecución de una guerra de agresión, o de una guerra en violación de tratados, acuerdos o garantías internacionales, o la participación en un plan común o en una conspiración para ejecutar cualquiera de los actos precedentes." Tras un juicio justo, abierto al público, y, tras un exhaustivo análisis de los argumentos esgrimidos por los abogados designados por los acusados, los eminentes jueces del TMI concluyeron que quienes habían planificado y dirigido ataques contra sus pacíficos vecinos deben haber sabido que estaban violando el derecho internacional vigente.

La génesis del derecho penal internacional moderno tuvo lugar en el ínterin entre las dos guerras. Al término de la Gran Guerra, las potencias aliadas convocaron una comisión especial de expertos en derecho internacional que abordara la cuestión de la responsabilidad penal. Robert Lansing, Secretario de Estado de los Estados Unidos, presidió la "Commission on the Responsibility of the Authors of War and Enforcement of Penalties for Violations of the Laws and Customs of War" (Comisión sobre Responsabilidad de los Autores de la Guerra y sobre Ejecución de Penas por Violaciones a las Leyes y Usos de la Guerra), que emitió un informe que incluía a 850 criminales de guerra y enumeraba 32 actividades que constituían crímenes de guerra. Preparando el camino hacia el Tratado de Versalles, el informe aseveraba que "todas las personas pertenecientes a los países enemigos… halladas culpables de crímenes contra las leyes y usos de la guerra o las leyes de la humanidad, son susceptibles de persecución penal."

El Tratado de Versalles de 1919, sirvió a dos propósitos básicos. Incorporó el Pacto de la Sociedad de Naciones, la institución diseñada para establecer un orden mundial pacífico, y, formuló los términos de la paz prescritos por los aliados victoriosos. La proyección a largo plazo de la Liga se vio coartada por la falta de ratificación del Tratado por parte del Senado de los Estados Unidos y la negativa a unirse a la misma. El Tratado moldeaba además una paz insostenible.

Además de su informe, la Comisión Lansing redactó también el apartado de "Penas" del Tratado, que incluía la acusación pública contra el Kaiser Guillermo II por un "crimen supremo contra la moralidad internacional y la santidad de los tratados". El caso es que el Kaiser evadió el juicio huyendo a Holanda, país que denegó las solicitudes de extradición del mismo. A pesar de que el Tratado de Versalles preveía la constitución de tribunales militares administrados por las Potencias Aliadas, finalmente los prisioneros de guerra alemanes fueron devueltos a su país, aparentemente para responder ante un tribunal especial establecido en Leipzig en 1921. La Sala Penal de la Corte Imperial de Justicia celebró 12 juicios, ninguno de los cuales estuvo relacionado con figuras importantes. El proceso fue muy impopular en Alemania y decididamente no generó sentimiento alguno de remordimiento nacional. A pesar de la ausencia de consecuencias prácticas en términos de persecución penal, el precedente del Tratado de Versalles en materia de responsabilidad penal supuso un paso adelante en la prohibición de la fuerza.

Después de Versalles, Francia entabló negociaciones bilaterales con los Estados Unidos para restaurar las relaciones entre antiguos aliados, las cuales se habían visto erosionadas en gran parte debido a la negativa de Estados Unidos de perdonar a Francia su deuda de guerra, lo que, en sí mismo, estaba relacionado con las reparaciones alemanas vinculadas al Tratado. Estas negociaciones supusieron un punto de inflexión en la proscripción de la fuerza armada. El pacto multilateral Kellogg-Briand de 1928, firmado fuera del marco de la Sociedad de Naciones por Alemania, Francia, los Estados Unidos y más de 60 países adicionales, ilegalizó el uso de la fuerza como forma de arreglo de las controversias internacionales. Si bien los signatarios no se atuvieron a su letra, el Pacto Kellogg-Briand es, no obstante, un importante precedente para el derecho penal internacional.

El Pacto y el Tratado de Versalles fueron citados, junto a muchos otros tratados, por el Tribunal de Nuremberg y sus fiscales para fundamentar el hecho de que el cargo de agresión era concordante con el derecho internacional en vigor así como con los principios de un juicio justo. En su informe de 6 junio de 1945 al presidente Truman, el juez Robert Jackson, en licencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos para poder ejercer como Fiscal Jefe por los Estados Unidos ante el Tribunal, condenó "los estériles legalismos desarrollados en la era del imperialismo con el propósito de tornar la guerra respetable"... Hizo un llamamiento al sentido común y a una aplicación más firme del derecho regulador de la conducta internacional, "de forma que la guerra resulte menos atractiva a quienes tienen a gobiernos y al destino de los pueblos en su mano". Los jueces del TMI reconocieron que el derecho no es estático, sino que ha de evolucionar para responder a las necesidades de un mundo cambiante. La guerra de agresión, que hasta entonces había sido un derecho nacional, era ahora condenada jurídicamente como crimen internacional. El derecho internacional daba con ello un notable paso adelante.

En diciembre de 1946, la primera Asamblea General de las Naciones Unidas afirmó unánimemente la validez del juicio y las sentencias del TMI, que fueron seguidas de una serie de procedimientos subsiguientes en Nuremberg y de los juicios por crímenes de guerra en Tokio. En 1947, la Asamblea dispuso la creación de comisiones para la redacción de un Código de Crímenes contra la Paz y la Seguridad de la Humanidad -un código que debía basarse expresamente en los principios de Nuremberg- y para preparar el establecimiento de una Jurisdicción Penal Internacional permanente para el enjuiciamiento de quienes violaran el nuevo código penal previsto. Las idealistas aspiraciones de las Naciones Unidas en aras del imperio del derecho chocaron pronto con la realidad política. Naciones y grupos con orígenes nacionales, políticos, religiosos y étnicos diferentes tenían diferentes percepciones de lo que era justo y correcto. Además, como precio por unirse al esfuerzo colectivo de las Naciones Unidas, los miembros permanentes del Consejo de Seguridad se habían reservado un poder de veto injusto: cualquiera de los cinco podía bloquear cualquier acción en aplicación de tales principios.

Se esgrimió el argumento de que una Corte Penal Internacional no era necesaria hasta que no se llegara a un acuerdo sobre un Código de Crímenes que tal Corte aplicara. Este Código no podía dejar fuera el crimen consistente en realizar guerras de agresión que la Sentencia de Nuremberg había calificado como "el crimen supremo internacional". Se decía que hasta que la agresión no fuera definida más específicamente, no podía ser incluida en un estatuto penal concreto. De hecho, la Asamblea General determinó que la formulación de un estatuto penal debía suspenderse hasta que se llegara a una definición. Definir "agresión" era la tarea clave para desbloquear los trabajos en torno a un Código y a la Corte Penal, el pasaporte hacia el orden pergeñado en Nuremberg. Este proyecto de definición sobrevivió durante los años inmediatamente posteriores al Tribunal de Nuremberg a pesar de pronunciadas dificultades.

Además de instruir a la Comisión de Derecho Internacional en 1950 para que formulara "los principios de Derecho Internacional reconocidos por el Estatuto y por las sentencias del Tribunal de Nuremberg", la Asamblea General dispuso también la creación de sucesivas Comisiones Especiales en 1952 (compuesta de 15 miembros) y 1954 (con 19 miembros), para ocuparse del mismo problema. Sin duda, tantos abogados trabajando durante tantos años podrían haber llegado a un acuerdo sobre una definición aceptable si los estados con más poder hubieran estado preparados para refrenar su conducta agresiva. Lo cierto es que estos estados, simplemente, o no estaban preparados o carecían de la voluntad de someter a juicio de un órgano internacional imparcial sus intereses vitales o su seguridad nacional".


" A lo largo de la década siguiente al Estatuto del Tribunal de Nuremberg, el crimen de agresión permaneció indefinido y se siguieron desatando guerras ilegales, con impunidad, en muchas partes del mundo. [...]

Los delegados de las Naciones Unidas se vieron bloqueados frente a las diferencias ideológicas entre las principales potencias y sus aliados. Apenas hubo progreso alguno a la hora de definir la "agresión", de preparar un Código o establecer una Corte. Mientras las comisiones que debían resolver titubeaban, destacados académicos del mundo jurídico llenaban el vacío, esforzándose por elucidar los componentes necesarios de un sistema aceptable llamado a restringir el uso de la fuerza en los asuntos internacionales. Los profesores McDougal y Feliciano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Yale, por ejemplo, publicaron una extraordinaria obra en 1961. Law and Minimum World Public Order: The Legal Regulation of International Coercion (Derecho y orden público mundial mínimo: la regulación jurídica de la coerción internacional) contenía un profundo y exhaustivo análisis por el que se reconocía que no se puede alcanzar un orden humano mundial si la violencia de los estados y la coerción no son sometidas a una efectiva fiscalización internacional. Para alcanzar estos objetivos era necesario idear y poner en marcha nuevas estructuras dotadas de autoridad que líderes y pueblos estuvieran dispuestos a aceptar. [...]

Sin embargo, hasta que no hubiera un acuerdo sobre la definición de agresión no se podía esperar que los delegados avanzaran en la creación de una Corte Penal Internacional.

El 14 de diciembre de 1974, en medio de la distensión soviético-americana, la Asamblea General adoptó la Resolución 3314, la cual contiene una definición consensuada de agresión alcanzada meticulosamente por las Comisiones Especiales de las Naciones Unidas tras casi 30 años de trabajo. Los 138 estados miembros estaban lejos de coincidir en la interpretación de cada disposición de esta definición. La resolución no fue sometida a voto. El consenso fue producto de un compromiso al que se llegó incluyendo frases de tan hábil ambigüedad, que cada adversario podía interpretarlas en consonancia con su propia agenda política. Los ocho artículos de la definición comenzaban con una cláusula general basada en el vocabulario empleado en la Carta de las Naciones Unidas para prohibir el uso de la fuerza armada. A esto le seguían casos específicos de conducta prohibida, como la invasión o el ataque. Se añadieron también disposiciones exculpatorias para aplacar a aquellos estados especialmente celosos de la protección del derecho a la autodeterminación o la libertad frente a la dominación extranjera. El hecho de añadir la vaga frase "de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas" hacía que las cláusulas habilitantes fueran tolerables. La clara mención a que el Consejo de Seguridad tenía la palabra final sobre qué constituiría agresión, hizo que la redacción de compromiso resultara aceptable a los miembros permanentes, que seguirían pudiendo ejercer su derecho de veto.

Los estados parecen haber olvidado, o haber querido olvidar, que la pretensión original era que la definición formara parte fundamental del nuevo código penal y del sistema judicial internacional... [L]os estados soberanos más poderosos no estaban dispuestos a ceder sus prerrogativas para recurrir a la fuerza militar cuando, según su criterio unilateral, fuera necesario defender o promover sus intereses nacionales. Robert Rosenstock, el diestro delegado de los Estados Unidos que promovió la adopción de la definición por consenso, argumentó no obstante que la definición era sólo una guía para el Consejo de Seguridad y no tenía valor vinculante significativo. Sin lugar a dudas, la definición de agresión alcanzada por mutuo acuerdo tenía más cáscara que sustancia. Reflejaba las vacilaciones y los miedos que aún prevalecían en el mundo. No obstante, su mera existencia, aunque débil, y los prolongados debates en su génesis, mostraban una toma de conciencia cada vez mayor sobre el hecho de que la supervivencia humana podría depender de la capacidad del hombre para limitar el uso desenfrenado de la fuerza internacional. La definición consensuada en 1974 devino la piedra angular, por porosa que fuera, en la construcción del ausente Código de Crímenes y la Corte Penal Internacional. [...]


En una frenética conferencia en Roma en 1998, que duró cinco semanas, la Corte Penal Internacional fue aprobada por la abrumadora mayoría de 120 países a favor y 7 en contra. El Estatuto de Roma entró en vigor el 1 de julio de 2002 gracias al depósito del sexagésimo instrumento de ratificación el 11 de abril de 2002... La jurisdicción [de la Corte] está estrictamente limitada y subordinada a las jurisdicciones penales nacionales. Puede únicamente ejercer su competencia sobre los crímenes de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto. El nuevo tribunal penal sólo se ocupa pues de cargos de genocidio, crímenes contra la humanidad y graves crímenes de guerra, crímenes todos ellos que fueron cuidadosamente definidos. El problema de la definición de la agresión seguía sin resolverse. [...]

[L]a agresión, la cuestión más espinosa para los delegados de la Conferencia de Roma, fue esquivada en una maniobra de último minuto. En la enumeración de los crímenes contenida en el Estatuto se pospuso la cuestión de la definición de la agresión a una fecha futura. El artículo 5 del Estatuto dispone que la Corte tiene jurisdicción respecto de cuatro crímenes: "a) El crimen de genocidio; b) Los crímenes de lesa humanidad; c) Los crímenes de guerra; d) El crimen de agresión". Si bien en los artículos 6, 7 y 8 se procedió a la definición de los tres primeros crímenes enumerados en el artículo 5, el segundo inciso del artículo 5 dejaba en estado de latencia la jurisdicción de la Corte sobre este último crimen:

    " La Corte ejercerá competencia respecto del crimen de agresión una vez que se apruebe una disposición de conformidad con los artículos 121 y 123 en que se defina el crimen y se enuncien las condiciones en las cuales lo hará. Esa disposición será compatible con las disposiciones pertinentes de la Carta de las Naciones Unidas."

El artículo 123 dispone que siete años después de que entre en vigor el Estatuto, el Secretario General de las Naciones Unidas convocará una Conferencia de Revisión para examinar las enmiendas al mismo. El artículo 121 requiere una mayoría de dos tercios de los Estados Partes para la aprobación de una enmienda en una Conferencia de Revisión o en una reunión de la Asamblea de los Estados Partes tras ese período de siete años. [...]

Desde el punto de vista estatutario, la necesidad de definir expresamente el crimen a efectos de competencia de la Corte está clara; desde el punto de vista jurisprudencial, no existe una necesidad real de una nueva definición de agresión. La definición contenida en el Estatuto de Nuremberg reveló ser adecuada para el Tribunal de Nuremberg. Fue también validada por la Asamblea General, así como, tras años de estudio, por la experta Comisión de Derecho Internacional... La insistencia en otra definición no está motivada por el respeto hacia el imperio del derecho sino,..., por la intención de los estados poderosos de evadirlo". |1|


Las principales potencias mantenían su oposición, como siempre han hecho, a que un tribunal extranjero decidiera acerca de la legalidad de sus acciones militares. Se resistían a permitir que la CPI enjuiciara a los agresores. Los pequeños estados insistían en cambio en que si a la CPI no le era permitido castigar la agresión -"la madre de todos los crímenes"- ésta sería una farsa. [...]. Lo que se pedía era una nueva definición de agresión que fuera aceptable y garantías de que el poder del Consejo de Seguridad no se viera menoscabado. Nadie parecía advertir, o querer advertir, que en 1974, después de años de negociación, ya se había llegado por consenso a una definición de agresión, aceptada por la Asamblea General de la ONU mediante la Resolución 3314. En todo caso, en Roma, el impasse en relación con el crimen de agresión fue zanjado posponiendo su consideración hasta la celebración de una Conferencia de Revisión siete años después de la entrada en vigor del Estatuto.

La prometida Conferencia de Revisión fue finalmente celebrada en Kampala, Uganda, en junio de 2010. Los participantes parecían aceptar al comienzo que las decisiones serían tomadas sólo por consenso. "Consenso", por supuesto, equivalía a que cada participante tenía un derecho de veto sobre todo. Bajo tales cortapisas sería extremadamente difícil llegar a acuerdos claros sobre cualquier cuestión sustantiva importante. No obstante, se alcanzó finalmente una definición de agresión revisada por consenso y que estaba basada en gran medida en el consenso de 1974. La modificación más significativa estribó en que la agresión tenía que constituir una violación "manifiesta" de la Carta de las Naciones Unidas. Qué quería decir "manifiesta" seguía sin quedar claro. No obstante, ya no se podría recurrir al oportunista y espurio argumento de que a falta de definición no se podía enjuiciar la agresión.

Aun así, una vez más, tal y como había sucedido en Roma, la presión de los estados poderosos llevó a que no se aceptara la jurisdicción activa de la CPI sobre el crimen de agresión. Como compromiso, se convino en posponer la reconsideración de esta cuestión a una indeterminada fecha futura, posterior a 2017. Estábamos ante el eco de la pobre excusa histórica: "la madurez de los tiempos aún no ha llegado". Por consiguiente, los protervos líderes responsables de lo que el TMI llamó "el crimen supremo internacional" seguirían aún fuera del alcance de la CPI. Si la idea era que los artífices de guerras ilegales se vieran disuadidos ante la amenaza de castigo por un tribunal que aplicara "principios claros y vinculantes", habría que encontrar nuevas formas para terminar con la inmunidad existente.


Lo inteligente comienza con el reconocimiento de la necesidad de cambio. El principal argumento esgrimido frente a la aceptación de nuevas reglas internacionales que rijan la conducta de los estados se resume en la errónea percepción de que "¡nuestra soberanía está en peligro!. Durante miles de años la guerra ha sido el camino aceptado hacia la conquista, la fortuna y la gloria. Hace siglos Tucídides expresó la tan a menudo citada frase: "sabéis tan bien como nosotros que la cuestión de la justicia, tal como van las cosas en este mundo, se plantea sólo entre iguales en poder, mientras que, en caso contrario, los fuertes determinan lo posible y los débiles asienten". El poder era decisivo. El derecho internacional no existía.

El tratado de Westfalia de 1648 puso fin a 30 años de conflicto religioso en Europa mediante la creación de un sistema regional de estados soberanos en el que cada monarca ejercía como rey supremo sólo dentro de los confines de su reino. Las conquistas alcanzadas por medio del combate seguían siendo legítimas. Esta situación persistió incluso hasta la formación de la Liga de Naciones, que reconoció que desencadenar una guerra era lícito siempre y cuando al enemigo le fuera notificado con tres meses de antelación.

Con los principios de Nuremberg se quiso sustituir la norma de derecho humanitario que se venía aplicando para así poner en su sitio los horrores de los conflictos armados. Quienes se negaban obstinadamente a obligarse por nuevas normas internacionales no reconocían que en el mundo interdependiente actual, y cada vez más democrático, la soberanía pertenece al pueblo y no a un monarca que esté por encima de la ley. La noción de soberanía absoluta está absolutamente obsoleta.

Aquellos líderes militares inteligentes que han vivido la experiencia del combate armado han aprendido crudamente que el derecho es siempre mejor que la guerra. Cuando Dwight D. Eisenhower, quien fuera Comandante Supremo de las fuerzas aliadas victoriosas en la Segunda Guerra Mundial, devino presidente de los Estados Unidos, hizo un importante discurso en el que afirmó: "en el sentido estricto de la palabra, el mundo ya no puede elegir entre fuerza y derecho. Si la civilización quiere sobrevivir tiene que optar por la fuerza del derecho". Se estaba haciendo eco del general Douglas MacArthur, comandante del Lejano Oriente, quien en 1946 alabó la nueva constitución de Japón, por la que el pueblo japonés renunciaba para siempre a la guerra como derecho soberano. MacArthur, un gran héroe de guerra, hizo un llamamiento a la renuncia universal a la fuerza armada. Hizo énfasis en la ciencia moderna y advirtió que el no liberarnos del pasado "podría arrastrar a la humanidad a la perdición". El recientemente retirado presidente del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos, almirante Mike Mullen, ha declarado repetidamente que prefiere prevenir o impedir la guerra que combatir en ella. Hay que señalar que la prohibición del uso ilegal de la fuerza armada responde a la protección tanto de las víctimas militares como civiles.

Muchos de nuestros más visionarios académicos del derecho internacional, como los venerados profesores Hersch Lauterpacht, Myres McDougal y su discípulo Michael Reisman, reconocieron que los derechos humanos del individuo se pueden proteger mejor mediante una tipificación amplia y no restrictiva de la conducta prohibida y que deberíamos mirar hacia el futuro, y no hacia el pasado, a la hora de desarrollar normas de conducta aceptable. En lo que respecta a los crímenes contra la humanidad, el muy apreciado profesor Cherif Bassiouni ha observado que "la finalidad de su prohibición es proteger contra la victimización, independientemente de toda tipificación jurídica o del contexto en que ésta ocurre". En su reciente libro "Atrocidades inimaginables", el profesor William Schabas reconoció que "la misión de la justicia internacional..., en cuanto civilizadora no sólo de individuos sino también de naciones" es llevar adelante los principios de Nuremberg "así como los derechos humanos reconocidos internacionalmente".

Un sin número de organizaciones no gubernamentales y agencias oficiales de las Naciones Unidas han reconocido la necesidad de mejorar la protección acordada a la humanidad a través del derecho. En ausencia de tribunales competentes y de voluntad política por parte de los líderes mundiales, el derecho a la paz proclamado en una vasta variedad de resoluciones se queda en poco más que una aspiración sobre el papel, imposible de llevar al terreno práctico. Aprobar leyes es una cosa; respetarlas o hacerlas cumplir es otra. La evolución del derecho internacional todavía no ha alcanzado el punto en que se disponga de las instituciones o los medios necesarios para el efectivo y pacífico cumplimiento de la norma que consiste en que lo que ha de imperar es el derecho.

La existencia de la CPI, con su estatuto jurídicamente vinculante que requiere de todas las partes en el tratado que cumplan con sus obligaciones, conllevaba la promesa implícita de que el futuro debiera ser mejor que el pasado. La esperanza, sin embargo, no deviene realidad sin un esfuerzo continuado por persuadir a los escépticos.

Como primer paso, todos los Estados Parte en el Estatuto de Roma que estuvieron presentes en Kampala deberían ahora ratificar las enmiendas sobre agresión, incluidos los entendimientos que se negociaron y acordaron por consenso en 2010. Si no se lograran alcanzar las 30 ratificaciones necesarias se estarían socavando la utilidad y la integridad de todo el esfuerzo que se hizo en Kampala. Sobre los Estados Parte que aceptaron y ratificaron el Estatuto de Roma pesa la obligación, derivada del carácter jurídicamente vinculante de dicho tratado, de asumir la primordial responsabilidad de apoyar los objetivos y el mandato de la CPI. De no ratificar el consenso al que llegaron en Kampala estarían tirando piedras contra su propio tejado.

El profesor Otto Triffterer de la Universidad de Salzburgo, uno de los primeros promotores de un tribunal penal internacional, en su último y completo comentario llamaba la atención sobre el mandato incluido en el preámbulo del Estatuto de Roma, subrayando que "es deber de todo Estado ejercer su jurisdicción penal contra los responsables de crímenes internacionales". El preámbulo del estatuto habla igualmente de castigo "en el plano nacional e intensificar la cooperación internacional", y enfatiza la que la CPI es "complementaria de las jurisdicciones penales nacionales". Por principio de "complementariedad" se entiende que solamente cuando los tribunales nacionales no estén dispuestos o no sean capaces de ofrecer un juicio justo la intervención de la CPI será apropiada. Por supuesto, tiene sentido apoyarse en primer lugar en los tribunales locales, donde las víctimas pueden percibir que se está haciendo justicia, la prueba se puede recabar más fácilmente y los costos pueden ser menos importantes. Para no dejar lugar a dudas, el Consejo de Seguridad, tal y como se prevé en el Estatuto de Roma, puede siempre intervenir en aras de la paz mundial.

Hay que destacar especialmente que los Estados pueden sortear y evitar las facultades de la CPI mediante la promulgación de leyes a nivel local que autoricen el enjuiciamiento de cualquiera de los crímenes de la CPI por parte de sus propios tribunales. Los dirigentes que violen el derecho penal internacional tendrían que responder ante sus propios tribunales y ciudadanos. Si esto no fuera posible o viable, los responsables de asesinatos en masa no debieran pretender que el mundo haga oídos sordos a sus crímenes, sino que deben contar con que, en último término, la CPI hará justicia.


Navi Pillay, la muy respetada Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, al dirigirse a la Asamblea de Estados Parte el 12 de diciembre de 2011, hizo un llamado a las naciones para que observen sus obligaciones mediante la promulgación de legislación amplia que incorpore el Estatuto de Roma en sus respectivos códigos penales. Pidió a la Asamblea que trabajara "en aras del final de la impunidad para las violaciones flagrantes a los derechos humanos que redunden en los crímenes más graves". Acertadamente señalaba que el objetivo primordial "no es poner a disposición de la CPI al máximo número de perpetradores, sino conseguir que los estados implementen diligentemente su obligación de enjuiciar los crímenes internacionales". Al repasar el trabajo de la CPI en su 10º aniversario, el Presidente de la Corte, el juez Sang-Hyun Song, observó correctamente que "el aspecto más importante de la lucha contra la impunidad tiene lugar en cada país, sociedad y comunidad alrededor del globo. Los sistemas de justicia nacionales deben tener la suficiente fortaleza como para poder actuar como elemento disuasorio principal en todo el mundo..."

El Comité Asesor del Consejo de Derechos Humanos sobre el derecho de los pueblos a la paz ha enfatizado recientemente, de manera similar, que existe un derecho universal de todos los pueblos a vivir en libertad frente al uso de la fuerza en las relaciones internacionales, y, que los estados han de propiciar el disfrute de tales derechos. La red que permitiría que los perpetradores de crímenes internacionales sean aprehendidos y puestos a disposición de la justicia está aún bajo construcción. No obstante, si suficientes estados pusieran en práctica su reconocida y primaria responsabilidad en hacer valer el estado de derecho, a aquellos dirigentes responsables de violaciones masivas a los derechos humanos, no les quedaría finalmente lugar alguno donde esconderse.

Lo que se necesita ahora es una nueva legislación penal a nivel interno de los Estados que ponga a los perpetradores de violaciones a los derechos humanos bajo la advertencia de que sus atroces acciones no serán toleradas. Lamentablemente, en lo que se refiere al castigo del crimen de agresión el candado permanecerá en la sellada puerta de la CPI hasta una fecha indeterminada posterior, como muy pronto, a 2017. Aún así, es posible que la esencia de este crimen atroz se abra camino en las jurisdicciones penales nacionales de aquellas naciones amantes de la paz. Ha de señalarse que las leyes nacionales que protegen el derecho a la vida y otros objetivos humanitarios pacíficos no requieren la aprobación del Consejo de Seguridad.

Resulta inevitable, por supuesto, que haya diferencias de opinión sobre asuntos tan intrincados como los relativos a la guerra y la paz. Los estados poderosos que prefieran apoyarse en su desenfrenado poderío militar siguen siendo libres de seguir su propio camino. Merecen respeto en tanto en cuanto tales diferencias sean tratadas por medios pacíficos. No obstante, el uso de la fuerza armada, especialmente contra civiles inocentes, no puede tolerarse. Si el Consejo de Seguridad fracasa en su deber de mantener la paz, han de encontrarse otros medios legales para la protección de víctimas inocentes y para poner fin al ultraje de que los dirigentes responsables del crimen más atroz, la conducción de guerras ilegales, permanezcan inmunes. La experiencia reciente ha mostrado que cuando la violencia ilegal deviene insoportable, es la removida y enardecida indignación del tribunal de la opinión pública la que puede acabar derrumbando a los tiranos; sin lugar a dudas, la resolución legal y pacífica de tales conflictos sería mucho más humana y redundaría en interés de todos.

Si bien la uniformidad es deseable, diferentes países tienen diferentes ordenamientos jurídicos, con lo que puede ser necesario recurrir a diferente terminología a la hora de que los códigos nacionales restrinjan el uso ilegal de la fuerza. Si el término "agresión" levanta tanta sensibilidad política, los Estados debieran considerar tipificar este delito bajo una descripción más general. "El uso ilegal de la fuerza" ha de ser reconocido y condenado como un "crimen contra la humanidad". Por supuesto, este delito ha de ser definido y explicado de manera más explícita, pero puede inducir a los Estados o a grupos militantes extremistas a hacer una pausa, o a desistir, en la causación de gran sufrimiento a un elevado número de víctimas inocentes.

Incluso los países poderosos pueden llegar a apreciar el valor de refrenar su propia fuerza militar. Las constituciones de posguerra de Japón y Alemania, por ejemplo, contienen disposiciones reconociendo que la agresión es un crimen y limitando su propio derecho al uso de la fuerza armada salvo en el caso de defensa propia.

Otros muchos Estados contemplan diversas violaciones a los derechos humanos, tales como genocidio, apartheid, tortura y otros crímenes contra la humanidad como perseguibles ante sus tribunales nacionales porque les reconocen su carácter de derecho consuetudinario internacional que ha de ser vinculante para todos los países. Otros Estados no reconocen el derecho consuetudinario internacional salvo en los casos en que su legislación lo haya adoptado específicamente. La humanización de la actividad más inhumana del hombre ha de ser un proceso continuo en interés de toda la humanidad.

Sin lugar a dudas, muchos estados más pequeños pueden necesitar ayuda a la hora de adaptar su legislación nacional a las necesidades y amenazas contemporáneas. La CPI debiera, como forma de "complementariedad positiva", prestar asistencia a los Estados para cerrar el gap de impunidad que existe actualmente para los crímenes que fueron universalmente proscritos en Nuremberg. Ha de dejárseles saber que si las naciones fracasan en su deber de proteger a sus propios ciudadanos frente a actos de masacres, los dirigentes responsables de tales hechos pueden ser conducidos a La Haya para ser enjuiciados por sus actos inhumanos. Igualmente, las ONGs y otras instituciones pueden jugar un valioso papel a la hora de informar y obtener el apoyo de la opinión pública y de los legisladores que simpaticen con estos fines. El objetivo ha de ser que se incluyan en los códigos penales nacionales todos los crímenes que fueron castigados en Nuremberg y que se contemplan como crímenes por parte de la CPI y otros tribunales internacionales de nuevo cuño. El cumplimiento del derecho humanitario empieza en casa. [...]

El Estatuto de Roma que rige la CPI establece los parámetros aplicables a todos los crímenes bajo la actual jurisdicción de la Corte. Nunca se pretendió que la enumeración de ciertos actos como "crímenes contra la humanidad" en el estatuto de la CPI y en códigos similares fuera exhaustiva o excluyente. Ciertos crímenes que por separado se tipifican como "genocidio" y "agresión" estaban siendo objeto de tratamiento por parte de comités especializados de las Naciones Unidas, pero tales crímenes podrían muy bien recaer bajo la categoría más amplia de "crímenes contra la humanidad". El estatuto de la CPI incluye, a modo de ejemplo, una serie de actos que constituyen crímenes contra la humanidad: asesinato, esclavitud, apartheid, violación, tortura, y, media docena de atrocidades similares. La enumeración final de conductas delictivas incluyó también una categoría genérica: "otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física". Esta disposición está en sintonía con la terminología del TMI y con los estatutos y la jurisprudencia de los tribunales ad hoc que han sido establecidos por el Consejo de Seguridad.

La naturaleza precisa de "otros actos inhumanos" como crímenes contra la humanidad se dejó a la interpretación de los tribunales y jueces. Se dejó deliberadamente abierta la puerta a la posible inclusión de otras impredecibles y graves conductas inhumanas que, de no ser así, escaparían del escrutinio judicial. En Nuremberg se condenó correctamente la agresión como "el crimen internacional supremo" porque encierra en sí mismo todos los demás crímenes. Incluso si no se usa la apelación "agresión", las consecuencias del uso ilegal de la fuerza armada pueden ser también reprensibles y no debieran escapar a la criminalización por una mera cuestión de nomenclatura.

Por lo tanto, puede ser útil estudiar un borrador de modelo de código o plantilla que ayude a definir las condiciones bajo las que un uso ilegal de la fuerza puede recaer bajo la égida de los Crímenes Contra la Humanidad, posiblemente como una categoría de crimen incluida bajo "otros actos inhumanos". Básicamente, lo que se necesita es legislación nacional en el sentido siguiente:

    "Toda persona responsable del uso ilegal de la fuerza armada en violación de la Carta de las Naciones Unidas, que indefectible e inevitablemente resulte en la muerte de un gran número de civiles, es susceptible de castigo por crímenes contra la humanidad".

El limitar el crimen a las personas responsables implica una posición de liderazgo. La propia Carta de las Naciones Unidas deja claro lo que es ilegal: existe un derecho inmanente de legítima defensa, individual o colectiva, en caso de ataque armado (Art. 51), y, por supuesto, el Consejo de Seguridad puede autorizar las medidas que sean necesarias para mantener la paz (Art. 42). De no concurrir estas condiciones, el uso de la fuerza armada es ilegal.

Ha de señalarse que quienes recurren legalmente al uso autorizado de la fuerza armada recaen en una categoría totalmente diferente. El uso legítimo de la fuerza armada está permitido siempre y cuando dicha fuerza se aplique de manera proporcional al daño que se pretende enmendar y que sea acorde con las normas vigentes en caso de conflicto armado. Es la ilegalidad del uso de la fuerza lo que da lugar a un crimen contra la humanidad porque conmociona a la conciencia humana al violar normas fundamentales de lo que se tiene por conducta humana aceptable.

No cabe duda de que todas las salvaguardias del debido proceso y de un juicio justo son de aplicación a los tribunales, tanto nacionales, como internacionales. La CPI, por ejemplo, únicamente tiene competencia sobre los crímenes de "trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto". Ha de demostrarse que el crimen contra la humanidad se ha cometido como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque. El fiscal ha de probar que el acusado quería causar la consecuencia "o es consciente de que se producirá en el curso normal de los acontecimientos". (Art. 30). Los jueces y el fiscal han de tener en cuenta la gravedad del crimen y si su investigación va a redundar en interés de la justicia. (Art. 53). La ley ha de ser estrictamente interpretada y no ampliada por analogía. Más que los protagonistas, son los jueces quienes tienen que decidir si los actos específicos constituyen "otros actos inhumanos" previstos en la ley.

Con tan amplio abanico de salvaguardias, aquellos dirigentes que no planeen el uso ilegal de la fuerza armada no tienen por qué temer ni a sus tribunales nacionales ni a la CPI. Debieran saludar esta extensión del derecho internacional como un escudo protector tanto para sí mismos, como para sus ciudadanos. Es cierto que resulta improbable que los tribunales nacionales formulen cargos contra aquellos de sus dirigentes inmersos en la tiranía, pero también es cierto que los cambios de régimen no son inusuales y que un sistema judicial independiente y transparente puede brindar justicia en lugar de venganza.

La comunidad internacional, frustrada por su incapacidad política para recurrir al uso autorizado de la fuerza armada, ha pregonado una nueva justificación bajo el disfraz de "responsabilidad de proteger". Sin embargo, no hay que olvidar nunca que los objetivos legales no han de procurarse por medios ilegales. La intervención humanitaria no ha de actuar como tapadera de objetivos políticos ocultos. El uso de la fuerza armada sólo puede ser legítimo bajo las circunstancias permitidas por la Carta de las Naciones Unidas. No se puede dejar en manos de protagonistas interesados y parcializados, o de sus aliados, la determinación de si el uso de la fuerza armada es ilegal o criminal. A los fiscales y jueces de la CPI se les exige conforme a derecho la valoración de todas las circunstancias relevantes, incluidas las atenuantes, en aras del interés de la justicia. El camino más seguro hacia la paz sigue estando en decisiones judiciales justas y transparentes emanadas, en aplicación de normas jurídicas humanitarias, de jueces de ambos géneros y de distintas nacionalidades.

Las reglas de procedimiento de la CPI y las decisiones pronunciadas por los tribunales especializados creados por el Consejo de Seguridad para el enjuiciamiento de los horrores cometidos en el presente siglo están generando una valiosa jurisprudencia al amparo de la cual se puede juzgar la legalidad de la inhumanidad humana. Si un solo asesinato se puede tipificar como crimen contra la humanidad, no cabe duda de que la mutilación y el asesinato de miles de inocentes debiera ser también reconocido como crimen susceptible de castigo por un tribunal competente, ya sea a nivel nacional, regional o internacional.

Nadie puede esperar la erradicación de todos los crímenes por el simple hecho de que pasen a ser perseguibles penalmente a nivel local o internacional. Tal y como sabiamente manifestara el profesor Theodor Meron, un académico internacionalmente reconocido y actual Presidente del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, "para humanizar genuinamente el derecho humanitario, sería necesario poner término a todos los tipos de conflicto armado". Es obvio que tiene razón. Además, es necesaria también una vasta matriz de mejoras sociales. La amenaza del castigo, sin embargo, ejerce sin lugar a dudas cierto efecto disuasorio. La garantía de que el perpetrador no puede ser, o no será, juzgado, no puede sino redundar en mayor criminalidad. Si la disuasión del uso ilegal de la fuerza armada, por limitada que aquélla fuera, pudiera producirse, todo esfuerzo por salvar vidas humanas y el tesoro que éstas conllevan merecería la pena.


Sigue habiendo guerras internas y externas que brutalizan a los seres humanos y que continúan desfigurando el paisaje humano. Las nuevas tecnologías potencian la capacidad del hombre de asesinar a sus congéneres. La amenaza que para la humanidad representa el uso ilegal de la fuerza armada por parte de naciones y grupos militantes aumenta a diario. Habiendo inventado los medios para la destrucción de toda forma de vida, es difícil creer que no tengamos la inteligencia y la capacidad para evitar que esto suceda. Por supuesto, hay quienes aún creen, como Tucídides creía, que las guerras son inevitables y que las personas sólo actuarán para proteger sus propios intereses. Sin embargo, en el mundo interdependiente actual y potencialmente destructor de la vida humana, ¿no redunda en interés de todas las naciones hacer cuanto puedan para impedir la guerra?. La idea de que la guerra es una manifestación inmutable de alguna Divina Providencia simplemente no resiste un análisis inteligente e informado. La guerra no es nunca Divina; de hecho, la guerra es el infierno. La voluntad de algunos de aceptar la violencia como árbitro final de las disputas nos ha dejado un mundo de terror, genocidio, asesinatos masivos de niños y otras atrocidades similares, que ponen en duda que los humanos sean realmente humanos.

En su discurso de despedida en 1961, el presidente de los Estados Unidos Eisenhower advertía sobre el poder de un complejo industrial militar al servicio de sus propios intereses que sólo podría ser controlado por "una ciudadanía vigilante e informada". No se puede aniquilar una ideología con un rifle. Para ello se requiere otra ideología más aceptable. La lógica de la fuerza armada alimenta el crimen. Cada guerra convierte en asesinos a hombres que en ausencia de ella serían decentes. Se trate de naciones o de grupos armados, las facciones enfrentadas deben aprender a resolver sus diferencias sin tener que matar a sus adversarios y vecinos. El Estado de derecho, a nivel nacional e internacional, marca el camino hacia un mundo más humano. El fracaso a la hora de aplicar el derecho socava el propio derecho.

El escepticismo es comprensible, pero si se quiere el cambio, lo que es intolerable es la inacción. Cuando de las negociaciones en Roma emergió el Estatuto de la Corte Penal Internacional, el Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, se refirió a él como "la esperanza de las generaciones futuras". Legisladores, diplomáticos, estudiantes, profesores, líderes religiosos, organizaciones no gubernamentales y cada segmento de la sociedad han de ser advertidos de la importancia vital de desarrollar el derecho penal nacional e internacional para así proteger los derechos humanos básicos de las personas en todo lugar. No hay nada más importante que el derecho a la vida. El enjuiciamiento de los acusados en Nuremberg, como puso de manifiesto el juez Jackson en su brillante discurso de apertura en 1945, fue "uno de los tributos más importantes que el Poder haya jamás rendido a la Razón". El no reconocer que la conducción de guerras ilegales es un crimen contra la humanidad susceptible de castigo supone repudiar Nuremberg y constituiría un trágico triunfo del Poder sobre la Razón. "El derecho y no la guerra" sigue siendo mi máxima y mi esperanza. |2|

Equipo Nizkor y Radio Nizkor
Charleroi, Bélgica, 17 de julio de 2013


Notas:

NT: La Declaración del Palacio de St. James, firmada en Londres el 12 de junio de 1941, fue el primer documento de una serie que llevó a la fundación de las Naciones Unidas. En junio de 1941 nueve gobiernos en exilio tenían sus sedes en Londres. El 12 del mencionado mes se reunieron en el antiguo palacio de St. James los representantes de la Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la Unión Sudafricana, los de los gobiernos en exilio de Bélgica, Checoslovaquia, Grecia, Luxemburgo, Holanda, Noruega, Polonia, Yugoslavia y el del general De Gaulle, de Francia, y firmaron una declaración en la que manifestaban que "La única base cierta de una paz duradera radica en la cooperación voluntaria de todos los pueblos libres que, en un mundo sin la amenaza de la agresión, puedan disfrutar de seguridad económica y social".

El día de año nuevo de 1942, el presidente Franklin D. Roosevelt, por los Estados Unidos, el Primer Ministro Winston Churchill, por el Reino Unido, Maxim Litvinov, por la entonces Unión Soviética, y Tse-ven Soong, por China, firmaron un breve documento que luego se conocería como la Declaración de las Naciones Unidas. Al día siguiente se sumaron los representantes de otras 22 naciones más. En este trascendental documento, los signatarios se comprometían a no firmar una paz por separado.

La alianza completa a que se llegó concordaba con los principios enunciados en la Carta del Atlático, documento firmado por Roosevelt y Churchill que reunía un conjunto de principios para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacional. Poco después del regreso del primer ministro Churchill a Londres, se reunieron en esta ciudad diez gobiernos que apoyaron los principios de la Carta del Atlántico y prometieron coadyuvar en su cumplimiento en toda la medida de sus fuerzas. El 24 de septiembre, la Unión Soviética firmó esta declaración junto con los representantes de los países ocupados de Europa: Bélgica, Checoeslovaquia, Grecia, Luxemburgo, Holanda, Noruega, Polonia, Yugoeslavia y el del general De Gaulle, de Francia.

La primera cláusula de la declaración de las Naciones Unidas dispone que los países signatarios:

    «... han suscrito un programa común de propósitos y principios enunciados en la declaración conjunta del presidente de los Estados Unidos de América y del primer ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, fechada el 14 de agosto de 1941, y conocida como la Carta del Atlántico.».

Cuando tres años después se iniciaban los preparativos para la Conferencia de San Francisco, únicamente se invitó a participar a aquellos estados que, en marzo de 1945, habían declarado la guerra a Alemania y a Japón y que habían firmado la Declaración de las Naciones Unidas.

Los 26 signatarios originales fueron: Los Estados Unidos de América, el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, China, Australia, Bélgica, Canadá, Costa Rica, Checoeslovaquia, El Salvador, Grecia, Guatemala, Haití, Honduras, India, Luxemburgo, Nicaragua, Noruega, Nueva Zelandia, Países Bajos, Panamá, Polonia, República Dominicana, Unión Sudafricana, Yugoeslavia.

Más tarde se adhirieron a la Declaración los siguientes países (en el orden de las firmas): México, Colombia, Iraq, Irán, Liberia, Paraguay, Chile, Uruguay, Egipto, Siria, Francia, Filipinas, Brasil, Bolivia, Etiopía, Ecuador, Perú, Venezuela, Turquía, Arabia Saudita, Líbano.

En una declaración firmada en Moscú, el 30 de octubre de 1943, la Unión Soviética, el Reino Unido, los Estados Unidos y China abogaron por la creación de una organización internacional responsable del mantenimiento de la paz y la seguridad. Este objetivo se reafirmó por los líderes de los Estados Unidos, la URSS y el Reino Unido en Teherán el 1 de diciembre de 1943. Un año después, en una reunión celebrada en el otoño de 1944, los representantes de la Unión Soviética, el Reino Unido, los Estados Unidos y China se pusieron de acuerdo sobre los objetivos, estructura y funcionamiento de una organización mundial. A principios de 1945, Roosevelt, Churchill y Stalin reafirmaron su compromiso con la paz.

En 1945, la conferencia de San Francisco fue la culminación de la promoción mundial en apoyo de una organización internacional que trabajara por la paz. Concluyó con la firma de la Carta de las Naciones Unidas el 26 de junio de 1945.

Cuarenta y cinco naciones, comprendidas las que habían apadrinado la conferencia, fueron invitadas a San Francisco; todas ellas habían declarado la guerra a Alemania y al Japón y habían suscrito la Declaración de las Naciones Unidas. [Volver]

1. Benjamin B. Ferencz, preface to Aggression and World Order: A critique of United Nations Theories of Aggression, by Julius Stone (Clark, New Jersey: The Lawbook Exchange Ltd., 2006), iii-xix. [Volver]

2. Benjamin B. Ferencz, Illegal Armed Force as a Crime Against Humanity, 2012, pp. 6-24. También disponible en español y en francés. [Volver]


|*| Nota documental:

Para la elaboración de este recorrido de los casi 100 años de historia de la actividad jurídica y política en torno a la prohibición del uso ilegal de la fuerza armada, Radio Nizkor ha recurrido a dos breves trabajos de Benjamin Ferencz, antiguo fiscal de Nuremberg y decidido defensor de la paz.

El primer trabajo es un prefacio que Benjamin Ferencz escribió en 2005 para introducir la obra de Julius Stone "Aggression and World Order: A Critique of United Nations Theories of Aggression" (Agresión y orden mundial: una crítica a las teorías de agresión de las Naciones Unidas). Hemos extractado los pasajes referidos al periodo que va desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta la inclusión del crimen de agresión en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional en 1998, año en que en la Conferencia de Plenipotenciarios celebrada en Roma para aprobar dicho Estatuto, se incluyó el crimen de agresión entre los crímenes sobre los que la Corte ejercería su competencia, si bien posponiendo su definición a un momento posterior.

El segundo trabajo es un artículo que Benjamin Ferencz escribió en agosto de 2012 bajo el título: ""Illegal Armed Force as a Crime Against Humanity" (El uso ilegal de la fuerza como crimen contra la humanidad), del que hemos extractado lo que hace a esta intrincada cuestión desde que se definiera el crimen de agresión en la Conferencia de Revisión del Estatuto de Roma celebrada en Kampala, Uganda, en 2010, hasta nuestros días. Este artículo ha sido íntegramente traducido al español por el Equipo Nizkor y se encuentra disponible en: http://www.derechos.org/nizkor/aggression/doc/bferencz8.html

Las notas de pie de página han sido omitidas.

Traducción al castellano de las versiones originales en inglés realizada por el Equipo Nizkor el 9 de septiembre de 2013. [Volver]


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Crime of Aggression
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