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17dic06


Uno de los jefes de la AAA vive en Valencia.


El juez federal Daniel Ercolini ordenó la captura nacional e internacional del ex subcomisario Rodolfo Eduardo Almirón Sena, que en los años '70 fue uno de los presuntos jefes de la banda terrorista paraestatal Triple A y lleva 31 años viviendo en España. Almirón Sena está sindicado como el jefe militar de la Triple A, o Alianza Anticomunista Argentina (AAA), que en 1973 creó y condujo el ministro de Bienestar Social del tercer gobierno peronista (1973/76) José López Rega, de quien era el jefe de Almirón.

Llega a casa ligeramente tambaleante, con una mochila escolar de color fucsia. Viene del centro de día donde hace ejercicios para recuperar la memoria que una embolia le arrebató. Admite que no es ni sombra del Eduardo Almirón que en los 80 guardaba las espaldas de Manuel Fraga. Aquellos ojos vivos, decididos, amenazantes, tienen hoy un velo. Siembra la duda. No sabes si te ve o te mira.

Nadie diría que este hombre o lo que queda de él ha sido desde 1974 el blanco de las acusaciones de las organizaciones de Derechos Humanos, los antiguos Montoneros (grupo izquierdista escindido de las juventudes peronistas) y la izquierda argentina en general. Le señalan como el jefe militar de la organización de terrorismo de Estado Alianza Anticomunista Argentina -la Triple A- creada por el hombre fuerte del Gobierno de María Estela Martínez de Perón -o Isabelita como prefería que la llamaran-, Juan José López Rega El Brujo, para acabar con la oposición interna.

Dar con él no fue fácil. Localizamos en Barcelona a un extraño argentino de quien se decía que había sido montonero. Resultó ser Mamut, el miembro del grupo izquierdista que años atrás había estado encargado de planear un atentado contra Almirón que finalmente nunca se produjo. Nos puso sobre la pista: Almirón vivía en Madrid.

Pero no era así. Largos contactos con Argentina nos permitieron localizar a su esposa, Ana María Gil, en Torrent (Valencia). Tras 30 horas de guardia y de despertar las sospechas de todo el barrio, les identificamos y les abordamos finalmente.

A la Triple A, cuyo sumario instruye el juez federal argentino Norberto Oyarbide, se le atribuyen entre 600 y 1.000 asesinatos. El proceso lleva abierto desde 1974 y el nombre de Almirón aparece constantemente en las decenas de miles de folios que componen la causa judicial.

La diplomática y colaboradora de Naciones Unidas Clara Nieto afirma que, tras la muerte del general Juan Domingo Perón en 1974 y el ascenso a la presidencia de su esposa Isabelita «la violencia oficial y paramilitar [en Argentina] está desenfrenada. En abril de 1975 el ritmo de asesinatos es de 50 por semana. La revista Time va registrando en distintas entregas el número de víctimas: 400 en abril, 500 en mayo, 600 en junio. La Triple A reivindica la mayoría de esos crímenes».

El matrimonio Almirón admite que la violencia en las calles de Buenos Aires era extrema; Rosario, la ciudad de la que procede Ana María Gil, «era como Chicago». En aquella época Almirón era miembro de la Policía Federal. «Si sabías que alguien te iba a poner una bomba, se la ponías tú antes», explica su esposa, antes de reconocer que los agentes eran implacables. Todo valía con tal de atajar la delincuencia. Salpicado por la corrupción, Almirón dejó su cargo de jefe del grupo de robos y atracos. «Hay cosas que no vale la pena recordar», concede cuando es preguntado por lo que motivó su salida de la Policía Federal.

Ana María te mira directamente a los ojos cuando inicia una frase que siempre acaba con una risa que suena a compromiso. Sin duda un tic de su pasado como azafata. «Mi marido es muy recto», confiesa antes de soltar una escueta carcajada. Sólo se relaja un instante: cuando recuerda su época dorada. Daban fiestas en su casa a las que acudía gente importante. No hay rencor en sus palabras, pero repite en más de una ocasión que el hombre de su vida «ha sido demasiado bueno». Ni estas palabras conmueven a Almirón. Sólo pierde otra vez su mirada. No hay reproche. Como tampoco lo hubo cuando Fraga se deshizo de sus servicios porque en 1983 trascendió su tenebroso pasado a través de Cambio 16. Eduardo, como le conocen desde hace años, no puede evitar ese sentimiento que ha marcado su vida. Eso que llaman lealtad de soldado. Lo sigue protegiendo 20 años después. «Se portó bien», recuerda.

Alianza Popular, afirma su esposa, le pidió, a través de Alberto Ruiz Gallardón que se mantuviera en un discreto segundo plano, que velarían por su futuro y su economía. Y Almirón cumplió. Fue tan discreto que se olvidaron de él. Tuvo que vivir primero del sueldo de azafata de su esposa, luego como camarero en Cuenca y, finalmente, como cajero en una cafetería de la Plaza Mayor de Madrid hasta su jubilación.

Almirón resume su situación con una frase tan lapidaria como demoledora: «Si me dicen que escribiera un libro de mi vida, sólo haría una página». Y aprieta los labios como si hubiera perdido los dientes. Llegó a España en el febrero de 1975, casi un año antes del golpe militar liderado por el general Jorge Rafael Videla de marzo de 1976, acompañando a su patrón López Rega, que fue de los primeros en ver la que se avecinaba, dimitió y logró que le enviaran a Madrid en calidad de embajador plenipotenciario en Europa. El Brujo se instaló en la Quinta 17 de Octubre, en Puerta de Hierro, con sus escoltas, Almirón y su hombre de confianza, Miguel Angel Rovira.

También se atribuye a Almirón haber participado activamente en los tiroteos que acabaron con las vidas de dos carlistas partidarios del infante Carlos Hugo en Montejurra (Navarra) el 9 de mayo de 1976, en una operación represiva organizada por los servicios de inteligencia del Estado. Y alguna colaboración con el Batallón Vasco Español, precedente de los GAL.

Los Almirón niegan que Eduardo estuviera en Montejurra. «En realidad estábamos casi presos en la Quinta, no podíamos salir, porque López Rega apenas salía».

De hecho el paralelismo lo haría la misma esposa de Almirón mientras conversábamos con ella: «En Argentina, en aquella época, los movimientos de extrema izquierda como los Montoneros [escindidos de las juventudes peronistas] o el ENR eran algo parecido a lo que aquí ha sido ETA». Así que el paralelismo entre la Triple A y los GAL no es nada desacertada.

De ninguno de esos crímenes parece ahora responsable este hombre de 70 años, completamente dependiente de su mujer, la también argentina Ana María Gil, y de la pastor alemán adiestrada que le sirve de lazarillo. Sólo de vez en cuando, si la pregunta es incómoda o hace referencia a las acciones más crueles que se le atribuyen, vuelve el carbón ígneo a su mirada, siempre antes de responder: «Eso no lo recuerdo».

Junto a las chabolas.

Encontramos a Eduardo Almirón y a Ana María Gil en una población a apenas 10 kilómetros de Valencia, Torrent, en el barrio del Xenillet, del que no se puede afirmar precisamente que acoja las principales organizaciones de lujo de la localidad como esperábamos. Cuando, en el centro de Torrent, pedimos instrucciones a los vecinos sobre cómo llegar a casa de Almirón, la joven que nos indicó el camino nos miró de arriba a abajo y, tras comprobar nuestro atuendo preguntó: «¿Y qué vais a hacer vosotros allí? Eso está en el barrio del Xenillet, que no es el más recomendable de Torrent».

Por fin llegamos. El edificio está al final de una calle que acaba en un barranco, en pleno arrabal. Lo único que se ve desde la casa de los Almirón es el Barranco de Torrent, donde la comunidad gitana ha edificado sus construcciones chabolistas. Detrás sólo queda la autopista. Es el paisaje que ve cada tarde Eduardo cuando saca a pasear su perra.

La primera inspección ocular del edificio guardaba más sorpresas. En la puerta de entrada, una placa que certifica que el inmueble fue promovido por la Generalitat Valenciana en 1995 dentro del Pla de Vivenda de la Conselleria d'Obres Públiques, Urbanisme i Transports con el expediente 461E014394244. Y al colarnos en el portal, otro impacto. Están convencidos de que nadie los busca, en la placa del buzón correspondiente a la puerta 14 figuran claramente los nombres Ana María Gil Calvo y, debajo, Eduardo Almirón Sena. Aseguran que no tienen «nada que ocultar». Pero es difícil que alguien les busque allí. Sin embargo, cuando nos dirigimos a Almirón él no puede evitar preguntar: «¿Cómo nos encontraron?». Su esposa cuenta orgullosa que Eduardo era un observador. «En eso era muy bueno», explica y recuerda una reciente anécdota. Viajaban en coche con una mujer y Almirón volvió a ser Almirón. Sometía a su compañera de viaje a un tercer grado. «En eso es muy bueno», insiste.

En el barrio no son muy conocidos. Y casi no son reconocidos. La dueña de la única tienda de ultramarinos en muchos kilómetros a la redonda explica que hace unas semanas una joven argentina que reside a tres puertas del comercio le explicó que a ella y a su pareja les dijeron que ese hombre que pasea a su perra fue «un militar muy malo». A ella se lo explicaron en un centro social de argentinos que se cerró hace un año aproximadamente.

Para algunos son un matrimonio «muy raro». Otros sólo hablan maravillas. La mayoría sólo sabe que son argentinos. «Pero es que aquí hay muchos, también polacos, negros y sudamericanos», asegura una mujer gitana que sale del Bar Javier. Su dueño, que responde al nombre del local, tiene clientela fija. Entre ellos no está Eduardo, cuenta mientras vende uno de esos calendarios que llevan a una mujer ligera de ropa que acompañan al escudo de un equipo de fútbol. En una mesa juegan al Truc. «Es parecido al mus», explica Javier sirviendo una caña. Los hombres que se sientan alrededor de las cartas son de la edad de Eduardo, pero sólo comparten eso.

Rodolfo Eduardo Almirón Sena nació en Buenos Aires el 17 de febrero de 1936. Muy joven ingresó en la Policía Federal argentina. Su relación sentimental con la hija del comisario mayor Juan Ramón Morales le permitió ascender a subcomisario de robos y atracos, cargo que desempeñó durante los años 60, una época especialmente violenta.

Expulsado y recuperado

Ana María Gil, sin embargo, aclara que, en aquella época, los ladrones que entraban en comisaría difícilmente volvían a delinquir tras probar los correctivos de la Policía Federal. El matrimonio Almirón reconoce que a mediados de la década de 1960, el subcomisario abandonó el cuerpo «porque había tenido problemas con sus superiores y porque era muy recto y muy activo» y no toleraba ni los abusos ni la confiscación personal de botines de robos que llevaban a cabo algunos de sus compañeros.

El periodista de investigación hispanoargentino Juan Salinas nos cuenta desde Buenos Aires una versión muy distinta: «Los jefes operativos de las patotas (los comandos a las órdenes de la Triple A que la dictadura habría de rebautizar como «grupo de tareas») eran el comisario mayor Juan Ramón Morales, y su yerno Almirón. Ambos habían sido expulsados de la Policía Federal a fines de los 60 por ladrones, torturadores y homicidas. Ambos, y otros sicarios a sus órdenes, se habían enriquecido robando junto a los miembros de la famosa Banda del Loco Prieto, a la que luego habían exterminado para impedir ser delatados. Pero, a pesar de ello (o, más bien, a causa de ello) fueron recuperados para el servicio activo por el esotérico secretario privado de Perón y superministro de Bienestar Social, cuya sede era el auténtico cuartel general de la Triple A, López Rega».

Ana María reconoce que su marido volvió a la Policía Federal bajo el Gobierno de Isabelita Martínez de Perón porque Morales había sido nombrado responsable de la seguridad personal de la presidenta y necesitaba a alguien de confianza para custodiar al hombre fuerte del ejecutivo, López Rega, al que la esposa de Almirón define como un «místico». De hecho era un destacado miembro de la logia masónica italiana Propaganda Due de Licio Gelli, vinculada a los hechos de Montejurra.

Salinas afirma que «la conformación de la Triple A había sido impulsada por militares retirados de ideología fascista pertenecientes al entorno de Perón como el coronel Jorge Osinde, jefe de los servicios secretos desde antes del ascenso al poder de Perón y el mayor Ciro Ahumada, pero sus mandos estaban en manos de policías y ex policías federales» que componían las patotas.

Los Montoneros tenían identificado a Almirón como uno de los principales responsables del aparato de terrorismo de Estado que, según Clara Nieto, «publica listas de amenazados de muerte en los que aparecen nombres de figuras prominentes y no sólo políticos o periodistas, actores como Héctor Alterio, o cantantes como Nacha Guevara».

Poco antes de la precipitada salida de López Rega de Buenos Aires, Montoneros encargó a uno de sus miembros, Mamut, un plan para atentar contra Almirón. Mamut nos confirmó que siguió el Peugeot blindado del subcomisario y lo vio en algunos de los asesinatos masivos en descampados de grupos de 10 personas previamente secuestradas. La huida de López Rega le salvó la vida.

[Fuente: Por Félix Martínez y Nando García, El Mundo, Madrid, 17dic06]

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