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09nov10


El juicio que reveló un plan nacido entre la tortura y la muerte


Fundó un partido político e intentó llegar a la presidencia de la Nación desde las mazmorras de la ESMA, con el hálito pútrido de las mesas de tortura en sus espaldas y el uso de la mano de obra esclava que integraron los pocos sobrevivientes de los más de cinco mil secuestrados que pasaron por ese centro del horror durante la dictadura. Era un plan diabólico. Pero más diabólico fue que casi lo consigue.

La ambición de Emilio Massera estuvo a la par de su personalidad; el almirante solía decir que el estilo es el hombre. Su estilo, cimentado en aquellos horrores, quedó develado durante las audiencias del Juicio a las Juntas militares de 1985.

A lo largo de las audiencias dedicadas a la represión ilegal en la ESMA, más de un centenar de testigos revelaron los entretelones de aquel centro clandestino de detención, infierno al que el almirante solía bajar una vez al año, para brindar por una Navidad en paz con los secuestrados, torturados y futuros asesinados". "No vamos a combatir hasta la muerte; vamos a combatir hasta la victoria, esté más allá o más acá de la muerte", proclamó el 2 de noviembre de 1976, ya entronizado como el personaje más audaz y desvergonzado de aquella primera junta militar que integraba con Jorge Videla y Orlando Agosti. Sus voceros civiles, que los tuvo en profusión, solían reiterar aquel elogio insolente de Juan Perón, que lo ascendió a la máxima jerarquía de la Armada, y que le reprochaba haber tomado el tren equivocado hacia Río Santiago y no el que lo hubiera llevado a El Palomar y al Colegio Militar. También repetían el halago de Perón, advertido de que iba a ascender a un antiperonista: "En la Marina son todos antiperonistas. Masserita es el más inteligente y no está loco". "Masserita". Perón humillaba con afecto.

Fue Massera, Masserita, El Negro, El Uno, Almirante Cero. En su carrera hacia el alto destino político que imaginaba para sí mismo y que había iniciado como edecán del jefe militar que apañó el bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955, Massera fue obsecuente con Perón, sibilino con Isabel, socio de López Rega hasta que lo vio tambalear y optó por convertirse en su peor enemigo, dueño de vidas y bienes de los secuestrados y sus familias.

Fue también enemigo declarado de Videla, a quien boicoteó siempre que pudo: desarmó reuniones de gabinete con propuestas que los allegados al dictador llamaban "temas camiseta" y no vaciló en secuestrar y asesinar a Héctor Hidalgo Solá, embajador civil del proceso y eventual figura de recambio del "proceso". Todo lo hizo Massera, eso sí, mientras proclamaba y declamaba una legalidad en la que no creía: "No vamos a tolerar que la muerte ande suelta en la Argentina", dijo aquel 2 de noviembre de 1976, a metros de donde agonizaban encapuchados, engrillados y torturados miles de personas, entre ellas Cecilia Cacabellos, de 16 años.

La ESMA fue calvario y sepulcro de la adolescente Dagmar Hagelin, a quien uno de los delfines de Massera, Alfredo Astiz, baleó por error al confundirla con la guerrillera María Antonia Berger; de las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, entregadas por Astiz junto a un grupo de Madres de Plaza de Mayo en la Iglesia de la Santa Cruz; de Azucena Villaflor, fundadora de Madres, secuestrada pocos días después de sus compañeras; de Floreal Avellaneda, un chico de 14 años que apareció empalado en las costas uruguayas del Río de La Plata; de Hidalgo Solá y de la diplomática Helena Holmberg, secuestrada y asesinada cuando regresó a la Argentina para denunciar los vínculos de Massera con Montoneros en París. Allí fue asesinada Norma Arrostito, la jefa montonera dada por muerta en un falso enfrentamiento armado y mantenida en cautiverio por más de un año.

En la ESMA se falsificaron documentos para Licio Gelli, jefe de la logia masónica Propaganda 2 de la que Massera era miembro, y para los oficiales que viajaban al Centro Piloto de París, un invento de Massera supuestamente destinado a cambiar la imagen que Europa tenía de la Argentina real de la tortura y los crímenes; funcionó una inmobiliaria con las propiedades saqueadas a las víctimas y se armó una mesa de dinero destinada a mantener la vigencia de ese capital amasado con sangre en el país de la "tablita" de Martínez de Hoz. Todo en medio de una despiadada carnicería en la que las víctimas eran calcinadas entre neumáticos en los clásicos "asaditos" del campo deportivo de la ESMA, o, esto se supo después del juicio, cargadas inconscientes en un avión y arrojadas a las aguas del río.

En su alegato defensivo, Massera se convirtió en acusador. No lo hizo con sus palabras, sino con las del periodista Hugo Ezequiel Lezama. Dijo que no iba a defenderse: "Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa." Pidió "no le arrebaten a la Argentina la única victoria de este siglo". Admitió: "Afortunadamente carezco de futuro. Casi diría que mi futuro es una celda". Y se hizo responsable de todo, sin declararse culpable de nada. Fue un discurso amenazante que calificó como terroristas a quienes lo enjuiciaban.

Como Massera, tampoco ese discurso tenía futuro.

[Fuente: Por Alberto Amato, Clarin, Bs As, 09nov10]

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