Morir es la noticia
Morir es la noticia

¿Qué pasó con la película?

por Eduardo Labarca(*)

El autor participó en la recuperación de la película que filmó el periodista argentino. Para relatar su relación con el episodio eligió el género epistolar, con esta "Carta póstuma a Leonardo Henrichsen ...23 años después"

Leonardo:

Por encima de los océanos, Ernesto Carmona me ha bombardeado a mensajes exigiéndome con determinación justiciera esta nota sobre tu muerte. He tardado en ponerme a escribir, porque la distancia entre Santiago y mi oficina de Viena no sólo es física. Están los años transcurridos, casi un cuarto de siglo, y he necesitado zambullirme en el pasado y entrar en comunión contigo nuevamente. Sin biblioteca ni archivos ni recortes para consultar, mirando el Danubio desde esta torre, he decidido que es mejor escribir sólo de recuerdo. Y he resuelto dirigirme a tí, pues aunque nunca nos vimos las caras, somos algo así como antiguos amigos. Mi memoria puede traicionarme, tal vez olvide o confunda algunos nombres, equivoque detalles. Trataré, sí, de ser sincero y de contarte algunas cosas que desconoces de ese 29 de junio de 1973, cuando tú y yo nos encontramos por primera vez y tú ya estabas muerto.

Yo dirigía el Noticiario Nacional de Chile Films y tú habías llegado a Santiago desde la Argentina como camarógrafo free-lance. Venías a filmar la revolución pacífica de Allende, los corcoveos de los camioneros, las tomas, las barricadas, los desfiles y contra desfiles, los cacerolazos, las bravuconadas de los militares. Esos militares acostumbrados a madrugar que el 29 de junio nos despertaron con varios tanques en la calle. Souper(*) se llamaba, creo, el oficial que levantó al Blindados N° 2 y partió a dar cañonazos a La Moneda.

Oídas las primeras noticias llamé desde mi casa al chico Silva, el productor que más tarde se iría a trabajar con Julio Iglesias, al chofer de ojos azules cuyo apellido no recuerdo y al joven camarógrafo Hernán Pacheco, parco de palabras y sutil de ironías, que volvía de un curso en el ICAIC, en La Habana. Al poco rato llegábamos a un décimo piso del edificio de la esquina nororiente de Morandé con Agustinas, creo que de Codelco, donde unas secretarias puntillosas quisieron impedirnos el paso. «La guerra es guerra», les dije, y seguimos de largo a un balcón, mirador privilegiado frente al teatro del drama. Unos tanques enanos, aparcados en medio de una Plaza de la Constitución completamente vacía, apuntaban hacia La Moneda. Con la cámara disimulada para que no la fueran a tomar por un arma de fuego, Pacheco filmaba con serenidad. En la plaza un oficial llegó a pie a parlamentar con los alzados: el comandante en jefe, general Carlos Prats, había enviado a su ayudante a exigirles rendición.

En ese momento me atreví a asomar medio cuerpo por el balcón, y allí lo vi. A pique, justo bajo nosotros, un pequeño camión militar destartalado con cinco o seis soldados cubría las espaldas a los amotinados. Media hora más tarde los motores de los tanques petardearon, los escapes soltaron volutas azules y los alzados, a quienes ningún otro regimiento había apoyado, emprendieron la retirada por Teatinos hacia la Alameda: el primer intento de golpe contra Allende había fracasado. Volví a asomarme, y cuando el camión se iba a poner en movimiento diez pisos más abajo, el oficial de boina que lo comandaba dio una orden, dos soldaditos bajaron de un salto, uno levantó en la vereda la tapa redonda de una instalación subterránea de electricidad o teléfonos, y el otro arrojó adentro -- la vi nítidamente y no dudé un solo instante de lo que era-- una cámara cinematográfica: tu cámara. Cerraron la tapa y el camión escapó tras los tanques. Ese camión, tú, Leonardo Henrichsen, lo conocías desgraciadamente demasiado bien.

La Moneda recuperaba tímidamente su dignidad después del susto. Algunas cabezas osaban asomarse, los primeros curiosos se acercaban. Las tropas fieles al gobierno avanzaban a pie por Morandé y Teatinos, desde el norte, al mando de un general "leal»: Augusto Pinochet. Mientras los soldados ocupaban la plaza, varios hombres del GAP, la guardia personal de Allende, llegaron con armas largas a compartir nuestra atalaya. De ahí vimos a otros GAP apostándose en terrazas y ventanas de los edificios que miraban a palacio. Las motos policiales y los Fíat 125 irrumpieron espectacularmente: el Presidente Allende recuperaba su puesto en La Moneda. Pero eso, tú, Leonardo, no alcanzaste a filmarlo.

Entrada la tarde decidí volver a los estudios de Chile Films con el material que habíamos filmado. Pero yo quería también la cámara que los alzados habían escondido --la tuya-- creyendo hasta ese momento que contendría una película filmada por los propios amotinados. Abajo los soldados tendían barreras y no parecía fácil recuperarla. Hablé con el jefe del GAP que controlaba nuestro edificio: decidimos dejarla donde estaba y él se comprometió a retirarla más tarde. Cuando salimos a la calle, un GAP, parado en la vereda sobre la tapa, cuidaba tu cámara de punto fijo.

Tu nombre --en Chile siempre te llamamos Leonard Henriksen, aunque ahora nos comunican desde Argentina que en realidad te llamabas Leonardo Henrichsen-- lo oí por primera vez esa tarde. Las radios decían que entre los muertos de la balacera había un corresponsal de la televisión sueca radicado en Buenos Aires. Su cámara había desaparecido. Yo sabía muy bien donde estaba esa cámara y me fui a hablar con Eduardo Paredes, el Coco, Presidente de Chile Films, médico joven muy vinculado a Allende y al GAP. La cámara del «sueco» se convirtió en nuestra obsesión. Tu película que no conocíamos era «nuestra» película, trofeo de Chile Films, de nuestro noticiario.

Decidimos guardar secreto total. Souper y los suyos estaban en poder de la justicia militar. No queríamos que el fiscal Francisco Saavedra echara mano a la cámara, que la película que te había costado la vida fuese velada en un juzgado militar. Queríamos conocerla, saber de una vez qué habías filmado. El Coco no deseaba que el GAP la entregara a Televisión .Nacional, cuyo director. Augusto Olivares, era uno de los amigos más íntimos de Allende. Por ello telefoneó a La Moneda, pero allí celebraban todavía la victoria y en esos momentos Allende hablaba desde un balcón. Probablemente tu cámara seguía bajo la vereda.

A las 8 de la mañana del día siguiente, el Coco y yo llegábamos a Tomás Moro, La Moneda Chica. Allende apareció envuelto en la capa negra de forro rojo que le había regalado el Embajador de España, nos saludó y se fue con el Coco por un pasillo. A los pocos minutos el Coco volvió con aire satisfecho y luego el propio Perro Olivares trajo tu cámara. Olivares la pasó a Eduardo Paredes y ahí mismo Paredes me la entregó a mí.

¿Qué sentí en ese momento? Los recuerdos son vagos. Mis manos no estaban habituadas a cargar una cámara. Yo dirigía el noticiario de Chile Films, es cierto, pero venía del periodismo escrito y era nuevo en el cine. En esos días iba a hacer un curso de camarógrafo. Tu cámara era una Éclair. El cordón que la unía a la batería de tu cinturón había sido cortado para arrebatártela. Pero el chasis con la película parecía intacto. En el jeep del Coco Paredes en que rodábamos hacia los estudios de Chile 'Films, situados en Américo Vespucio, yo llevaba tu cámara en las rodillas. La llevaba con respeto, con cierto temor incluso. Con solemnidad. Con excitación.

En Chile Films entregamos la cámara a Osvaldo del Campo, director del laboratorio, quien se encargaría de abrir el chasis y revelar la película. El laboratorio estaba en otro extremo de la ciudad, cerca de la Estación Central. Yo seguí trabajando en el montaje del próximo noticiario, un número triple que en vez de los diez minutos habituales duraría media hora. Mostraría la huelga de los camioneros cuyos vehículos habíamos filmado desde un avión, la cadena de acciones sediciosas que habían culminado con el Tancazo del 29 de junio, y la reacción del pueblo y la derrota de los sublevados que inocentemente imaginábamos definitiva.

A las pocas horas Osvaldo del Campo nos daba por teléfono la mala noticia: tu cámara se negaba a entregar sus secretos. Habías filmado en 16 milímetros creo que con película Agfa reversible en colores. Chile Films no tenía equipo para revelarla y ningún laboratorio de confianza lo podía hacer. Con el Coco Paredes y Douglas Hübner, que era uno de los jefes, se resolvió que al día siguiente Del Campo volaría discretamente a Buenos Aires, tu ciudad. Así, tu película regresó por un día a tu tierra, pero no para quedarse, sino para ser procesada en un laboratorio argentino y volver a Chile ya revelada. El esperado momento en que la veríamos llegó por fin.

Accionaba las perillas de la moviola uno de los compaginadores del noticiario, no recuerdo si el argentino Carlos Piaggio, Leonardo Céspedes o Rodolfo Bedeles. Creo que el Coco Paredes no estuvo presente. Tal vez Hübner y algún otro. A lo más tres o cuatro personas en la pequeña sala de montaje, en la oscuridad.

Tus primeras imágenes fueron francamente decepcionantes. ¿Dar la vida para eso? Una entrevista muda de Onofre Jarpa, unas imágenes archiconocidas de camioneros en huelga, unos manifestantes con banderas... Cuando el rollo ya se acababa, en los últimos pies de película aparecieron los tanques. Los tanques frente a La Moneda filmados por ti desde lejos. Y, entonces, el camioncito. Al parecer tú estabas en la calle Moneda, entre Bandera y Morandé, protegido por un poste. El camión no se hallaba todavía en Agustinas, sino a una media cuadra de tu posición, en Moneda con Morandé, frente al balcón de Allende. Ese fue el momento, en la oscuridad de esa sala, en que nos revelaste la verdad de tu muerte. En tu cámara nos legaste la prueba y con tu vida pagaste el haberlo hecho. No, no había sido una bala perdida. No, no fue la mala suerte de un camarógrafo temerario. No, no fuiste cogido entre dos fuegos. No. Tú, Leonardo Henrichsen --y en ese instante lo supe, lo vi, lo vimos-- habías sido asesinado a sangre fría.

El oficial de boina y uniforme de camuflaje te ve de repente. No quiere que lo filmen. Se enfurece. Saca la pistola. Dispara a tontas y a locas hacia ti. Da unos pasos de fiera. Quiere tu vida. Abre la boca. Grita una orden. Quiere tu sangre. Quiere tu cámara... Todo es vertiginoso: desde arriba del camión los soldados obedecen y apuntan sus fusiles hacia el lente de la cámara. Ellos apuntándote y disparándote una vez, otra vez, otra vez. Tú apuntándolos, filmándolos: un disparo, otro disparo... Bruscamente, barridos locos, lamparazos, gris, luz, blanco, cielo, tierra. Oscuridad.

Silencio frente a la moviola. Gargantas apretadas. Un carraspeo, una palabra en voz baja. ¡A trabajar! Hago descartar las entrevistas de la primera parte y repetir una y otra vez, hasta el agotamiento, las imágenes de tu inmolación. Estudiamos cada movimiento, detenemos, repetimos --adelante, atrás-- cada cuadro. Ya conocemos cada gesto del oficial, adivinamos sus palabras cuando grita: «¡Mátenlo!», «¡Fuego!» Máten al testigo, maten a ése que nos está filmando. Ya conocemos a cada soldado, el ademán de cada uno, cada balazo. Descubrimos el destello de cada fusil, la humareda casi invisible que alcanzaste a capturar para siempre. Tu pulso no ha temblado, no has dudado en filmar y filmar y filmar ganándole segundos a la muerte. Tienen que matarte para que pares. Ése, el último, es el disparo que te da de lleno. E incluso así, sigues filmando mientras vas cayendo. Y yo, al ver y rever lentamente en la moviola esa película que terminé por conocer de memoria, caía contigo cada vez.

La secuencia era tan breve que para mostrarla al público había que ponerla en cámara lenta. Diego Bonacina, talentoso camarógrafo argentino como tú, se encerró esa noche a trabajar con la truca. En la recomposición de Diego, la secuencia se exhibe primero escuetamente, se repite, y la tragedia se va desmenuzando con imágenes y encuadres congelados hasta la torturante progresión del desenlace. El oficial asesino queda identificado, tipificado, caracterizado para siempre en su furia homicida.

Los soldados muestran de cuerpo entero su eficiente obediencia. Cada disparo cuaja en la imagen marcando el tiempo de tu martirologio inexorable. Tú, Leonardo Henrichsen, invisible en la pantalla, cobras por contraste tierna dimensión humana. Desde detrás de tu cámara pareces presentarte, sin que veamos tu rostro nos saludas en silencio, nos cuentas sin palabras las pequeñas peripecias de tu vida corriente, y en la tenacidad con que sigues filmando muestras tu pasión de periodista, exhibes tu carácter y te extingues con modestia ante nosotros.

Seguimos trabajando en secreto, pero el rumor de que teníamos tu película se extendía rápidamente y temíamos que el fiscal militar llegara en cualquier momento a incautarla. Había que ampliar tu película de 16 a 35 milímetros, y apurarse. En el número triple del noticiario en blanco y negro incluí hacia el final, intercalada a todo color, la secuencia de tu muerte. Sería una imagen muda, sin sonidos que pudiesen atenuar el espanto o turbar el recogimiento ante tu sacrificio. Sólo pusimos a cada disparo un chasquido con eco, para que retumbara en los oídos, en la conciencia del espectador. Al cierre del noticiario, Allende en el balcón de La Moneda y la muchedumbre celebrando en la plaza la derrota del Tancazo: "¡Allende, Allende, el pueblo te defiende!".

Lo que vino después ya no es secreto. El noticiario triple de Chile Films, que más tarde se conocería como el documental Chile, junio de 1973, del que figuro como director, y que obtuvo algún premio por ahí, salió a los cines con tu secuencia póstuma y a las pocas horas la fiscalía militar incautaba en las salas todas las copias. Tu negativo y tu cámara quedaron en alguna parte que tal vez otros recuerden. Dos meses y medio más tarde La Moneda era bombardeada y el ejército ocupaba Chile Films. Allende, Eduardo Paredes, Augusto Olivares y varios más que tuvieron que ver con tu cámara morían a manos o por culpa de los mismos que habían demostrado su ferocidad al asesinarte.

Oliendo lo que venía, apenas terminamos el noticiario me preocupé personalmente de que tres o cuatro copias salieran de inmediato al extranjero. Se enviaron gratuitamente a cineastas amigos: nadie entre nosotros pensó en ganar dinero con tu muerte. Sólo nos interesaba que lo que viste por el ojo de la cámara en el instante en que te mataban pudiera verlo el mundo contigo. Así, tu última filmación pudo ser conocida y transformarse en una secuencia clásica, y tú entraste en la Historia, fuiste símbolo y finalmente te convertiste en mito.

Llegado a este punto de mi carta, siento necesario formularme a mí mismo una pregunta: ¿Fui, he sido yo leal contigo? ¿Fuimos nosotros -me refiero a la gente de Chile Films de entonces- leales? No es fácil contestar. Es innegable que teniendo tu sobrecogedora película entre las manos, nos faltó tranquilidad para preocupamos de ti como persona. Con esa película queríamos mostrar que habías sido la primera víctima de una máquina infernal en movimiento, necesitábamos dar la alerta. En todo momento --y lo declaro sin rodeos-- me sentí con derecho, y con la obligación además, de utilizarla y mostrarla sin pedir permiso a nadie. Ese sentimiento lo compartíamos todos los que hubimos de tomar las decisiones: yo, Douglas Hübner, Eduardo Paredes y evidentemente el propio Salvador Allende, quien ordenó que la cámara recogida por el GAP nos fuese entregada. Ninguno de los cineastas y técnicos involucrados en el episodio expresó tampoco la menor duda u objeción.

En mi urgencia no me di tiempo para averiguar quién habías sido tú realmente, qué inquietudes te habían movido, qué ideales habías profesado. Esas averiguaciones hubiesen dado respuesta a la pregunta que no me formulé: si lo que estábamos haciendo con tu película póstuma era algo que tú hubieras podido aprobar. Siempre, es cierto, te consideré uno de los nuestros, un muerto de nuestra causa, pero no preví, por ejemplo, la posibilidad de ir a Buenos Aires a consolar a tu familia y a tus amigos con mi relato, ni de pedir a los tuyos o a aquéllos para quienes trabajabas autorización para usar tu filmación. Nos jugábamos el todo por el todo al borde del abismo, éramos profetas, salvadores, mesías resueltos a un esfuerzo supremo en aras del futuro de Chile, pero en tu caso olvidamos ciertos detalles" humanos. A tu muerte se sumaron más tarde tantas muertes... A la distancia, admito hoy que las decisiones que me creí libre de adoptar con respecto a ti y a tu obra tenían aspectos éticos que entonces no supe o no quise percibir y que hoy día consideraría insoslayables.

En torno a tu muerte, tu cámara, tu película, nació la leyenda y ruedan hasta hoy múltiples versiones, a las que en esta carta he querido agregar la mía. En estos años yo he seguido mi camino. Pero a partir de ese 29 de junio, cuando vi fugazmente a unos soldados deshacerse de una cámara que resultaría ser tu cámara, mi vida, quiéralo yo o no, se vinculó a tu vida y especialmente a tu muerte. Y así, Leonardo Henrichsen, seguiremos hasta el día en que la muerte me alcance también.

Nota Coronel Roberto Souper Onfray


Eduardo Labarca, periodista, escritor y abogado chileno, reside en Viena, Austria. En 1968/72 fue redactor político y columnista de El Siglo; comentarista de radio Portales y panelista del programa A esta hora se improvisa, de Canal 13 TV UC. Se desempeñó como director del Noticiario Nacional de Chile Films (1972/73), periodista del programa Escucha Chile de radio Moscú (1974/79), asilado político en Colombia (1974), periodista y traductor "freelance" en París (1980/85). Desde 1986 trabaja como traductor de Naciones Unidas en Viena, Austria. Sus libros periodísticos tienen múltiples reediciones y traducciones: Chile invadido (reportaje, 1968), Chile al rojo (reportaje, 1971), Corvalán 27 horas (entrevistas, 1973), Corvalán de Chile (entrevistas, 1974). Su obra literaria comenzó en 1988 con El turco Abdala y otras historias (tres novelas cortas, Santiago), siguió en 1990 con Acullá (novela, Santiago) y Butamalón (novela, Madrid, 1994). En 1988 obtuvo en Ginebra el Premio Platero por el cuento La Ensalada.

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