Morir es la noticia
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Cotidianidad del abuso

por Luis Arnés Montiel

Otros periodistas que no claudicaron sus ideales políticos y no estuvieron presos en campos de concentración, no salieron del país, ni tampoco fueron asesinados, tuvieron grandes dificultades para sobrellevar con sus familias una vida cotidiana truncada y difícil. Son sobrevivientes. ¿Qué pasó con ellos? El reportero gráfico Luís Arnés Montiel relata su testimonio:

Mi reloj marcaba las 14:40 de ese jueves 15 de septiembre de 1975, cuando llegué a la esquina de mi casa. Recorrí con la vista los pasos que faltaban y un sudor frío recorrió mi cuerpo cuando advertí un camión militar y uniformados entrando y saliendo de mi hogar con libros que lanzaban a una fogata. Preparé la máquina y alcancé a tomar una fotografía, cuando vi a mi hijo Claudio, de 16 años, con las piernas abiertas y las manos apoyadas contra la pared.

Ingresé a mi hogar y al pasar por la pieza de mi hijo, que estaba a oscuras, sentí llanto de mujeres. Seguí hasta el comedor, donde había mucho desorden y una decena de soldados subiendo y bajando del segundo piso.Todos vestían un «beatle» rosado que les servía de identificación.

Observé durante unos cuatro minutos a los que se habían apoderado de mi casa, hasta que un militar que no exhibía grado me preguntó «¿Quién soy vo?. Era un hombre moreno, de facciones toscas. «¡No, me gritó fuera de sí cuando le presenté mi carnet de prensa: Tu carné de identidá. ¿Dónde trabajai?. Le di mis datos profesionales, mientras procedían a registrarme hasta dejarme casi desnudo. Mientras me vestía vi a través de la puerta de calle cómo ardía el papel biblia de las obras completas de Pablo Neruda, junto a discos, afiches, y un ejemplar de "La revolución de la cibernética".

En la rápida sucesión de imágenes, observé que lanzaron a mi hijo de bruces al suelo y el mismo uniformado que me interrogó antes, el que espetaba órdenes groseras, lo increpaba: ¡Desgraciado, infeliz'...., ¿no sabes que está prohibido leer libros marxistas? ¿Tienes mierda en la cabeza o quieres que te la abra...?

Mi hijo, estudiante de cuarto medio del liceo Barros Borgoño, seguía boca abajo y con la metralleta del desquiciado apoyada en su nuca. En la otra mano esgrimía una fotografía que

Fidel Castro me autografió, causa de la ira del jefe del pelotón militar invasor de mi hogar. "¿De dónde sacaste esta fotografía... ?, ¿quién te la dio? presionando el arma contra la cabeza del joven, siguió amenazando: Contesta huevón o te vuelo la cabeza de un tiro...

En un descuido de los uniformados, salí corriendo hasta donde tenían a mi hijo, me abracé a las botas del militar, e impotente y llorando imploré: No mate a mi hijo, por favor, señor..., no lo mate... Esa fotografía se la regalé yo porque me la obsequiaron a mí.

--Párate, concha e tu madre, le dijo a mi hijo, al retirarse. Eran aproximadamente las 16:50 horas. Lo últimos que le oímos, a modo de advertencia, fue: ¿Saben lo que es la noche de los cuchillos largos. En Yakarta sucedió eso... Volveremos y pobre de ustedes que encontremos algo de marxismo.

Se fueron todos al camión. Cerré la puerta apresuradamente y fui al dormitorio donde se encontraba mi compañera, a oscuras, con mis dos hijas. Les pregunté que les había pasado y por qué lloraban las niñas. Me respondió mi compañera que las habían interrogado por separado. Dije: Menos mal que se fueron estos desgraciados.

No habían pasado tres minutos cuando irrumpieron nuevamente en mi casa los soldados, registrando y botando cuanto encontraban al paso. Desde atrás de una puerta sacaron a un conscripto a patadas y empujones, lo levantaron en vilo y lo lanzaron arriba del camión. ¡Maricón, concha e tu madre..., cobarde!, le gritaban los uniformados.

Largo rato me quedé pensando en el intento de fuga frustrado del conscripto, probablemente asqueado de tanto atropello y de cómo se enlodaba el uniforme de Bernardo O'Higgins. Ese mismo día abandonamos nuestro querido hogar y nos refugiamos en la solidaridad de un familiar.

Como mi hija continuaba llorando, le pregunté nuevamente a mi compañera qué le pasaba. Me respondió que tenía miedo, que por eso lloraba. El televisor de la casa presentaba la pantalla rota. Mi compañera me cuenta que el militar con cara de bruto, jefe del lote, preguntó ¿Qué tienes en el televisor..., a lo mejor tienes armas ahí? No esperó que mi señora le dijera cómo se le ocurre que va a haber armas en el televisor para despedazar la pantalla con la culata de su arma. Miró el interior y le dijo tiene razón señora, no hay armas...

Los colchones y los cojines fueron destripados con los yataganes. El ropero, que bastaba abrir tirando la perilla de la puerta, fue despedazado a culatazos. Fue un desastre, un estúpido allanamiento sin sentido, sin razón. Recuerdo que hice el servicio militar en el glorioso regimiento de infantería Esmeralda, de Antofagasta, el famoso Séptimo de Línea. Allí aprendí el concepto de la disciplina, exalté el amor por mi país, acrecenté el respeto por mis ideas y mis principios, aprendí a valorar la defensa de la patria frente a un invasor extranjero, pero nunca me enseñaron a atacar a nuestros propios compatriotas, con las mismas armas que el
pueblo puso en las manos del soldado.

Mis recuerdos de mi conscripción militar no se concilian con la imagen de ese uniformado de mirada de odio, que insultaba y destrozaba. Los gritos de la niña de 14 años --como me lo contó después-- hicieron reaccionar a mi compañera que estaba en la calle, con las piernas abiertas y las manos contra la pared. ¡Por favor, qué le están haciendo a mi niña..., por favor!, gritaba desesperada, vigilada por varios soldados. Uno de los guardianes, ante sus gritos y para calmarla le dijo: Espere señora, voy a ver qué pasa adentro. Salió luego con el sargento. Venían sonriendo. Después llevaron a mi compañera junto a la niña. Llegué a la esquina de mi casa dos horas después , cuando mi reloj marcó las 14:20 horas de ese jueves 15 de septiembre de 1975.

Si hubiera estado en casa al comenzar el valiente operativo, me habrían matado. Lo de mi hija me lo contó mi compañera meses después. Vendimos la casa de dos pisos que teniamos en avenida Pedro Montt 1419. Mi niña lloraba todos los días, no asistía a clases. Arrendamos una casa más chica y se cortó la infancia de mis hijos. No supieron más de vacaciones, ni cumpleaños, ni pascuas; fueron ellos los que más sufrieron.

Hoy me pregunto, ¿será posible perdonar? ¿Podríamos perdonar esos abusos, las torturas, el atropello permanente y tanto crimen atroz? ¿Podrán perdonar los parientes de los desaparecidos, de los degollados? Mi hija no sabe hasta ahora que yo conozco el drama que vivió. Ahora está casada con un buen muchacho, trabajador y comprensivo, que me ha dado dos nietecitas que me dicen Tata o Tata pelao.

Segunda parte

El primero de diciembre de 1984 fui detenido por civiles a las puertas de la Penitenciaría de Santiago, cuando intentaba visitar algunos presos políticos. Llevaba un diario Las Ultimas Noticias y en su interior algunos ejemplares de la Carta de los Periodistas, publicación de denuncia editada por el Colegio que no contenía ataques, injurias, ni llamados a subvertir el orden público.

Me condujeron a la Segunda Comisaría de Carabineros, en calle Toesca, donde un oficial ordenó llevarme al hospital de Carabineros. Conducido en un furgón policial, fui examinado acuciosamente por un médico que me preguntó si me habían golpeado. Contesté que no, porque recién me habían detenido.

De vuelta en la Segunda Comisaría me esposaron, me vendaron los ojos y desde mi ingreso comenzó el trato degradante, sexualmente vejatorio, y los golpes propinados con pies y manos. Para trasladarme, en lugar de órdenes verbales, me propinaban golpes. Con las manos atadas me costaba mantener el equilibrio ante tanto golpe. Perdí el conocimiento y desperté completamente desnudo en un calabozo húmedo y de muy mal olor.

Me entregaron la ropa que dijeron haber revisado, pero nuevamente me pusieron esposas y me dieron más golpes. Con los empujones se me corrió la venda y pude ver a tres personas de civil; recuerdo a uno de aproximadamente 50 años, de bigotes finos, que vestía un temo plomo rayado.

Presumo que no figuré como detenido en los registros de la comisaría, porque cuando mi hija Patricia preguntó por mí «no encontraron» mi nombre en los libros. El 5 de diciembre me trasladaron a la comisaría de calle Santo Domingo, donde si registraron mis datos personales. Estuve una semana junto a 70 estudiantes de ingeniería de la Universidad de Santiago que me antecedieron.

Un domingo por la noche, un teniente de apellido Inostroza, conocido con el apodo de Patas Largas, formó únicamente a los estudiantes, exceptuándome a mí y a otra persona mayor que también estaba desde antes que yo. Todos los que vaya nombrando, tienen que dar dos pasos al frente, dijo Inostroza. Mencionó a 26 de los 70 universitarios detenidos. Hoy ustedes serán relegados, desde el cuartel de Investigaciones, a diferentes puntos del país, les anunció. La inesperada noticia quebró a muchos jóvenes que rompieron en llanto. Con evidente satisfacción, Inostroza los increpó: No lloren huevones; no les gustó meterse en..., añadiendo una increíble cantidad de groserías y calificaciones soeces; todo un retrato lingüístico de un alma ruin.

Paseándose entre los jóvenes, les preguntó: ¿Cuántos de ustedes son casados? Diecisiete levantaron la mano, como esperando secretamente que la condición de esposos, y tal vez de padres, les beneficiaría. Pero la mente de Inostroza estaba para otras reflexiones: Esta noche, cuando ustedes no estén en sus casas, los 'patitas negras les culiarán a sus mujeres. Me preguntaba cómo un oficial de Carabineros podría expresarse de esa forma, pero cuando quise increpar su proceder, el otro detenido me controló.

Los 26 estudiantes universitarios me entregaron notas escritas en papel confort y envoltorios de cigarrillos para que se los entregara a sus familias. Y así lo hice al día siguiente, cuando mi hijo los llevó a la Vicaría. Pensaban relegarme a alguna zona del sur, pero intercedió en mi favor el periodista Gabriel Hernández, asesor de prensa del ministerio del Interior. En resumen, arbitrariamente fui detenido y, un vez sumergido en ese mundo del abuso irracional, arbitrariamente no fui relegado, como al parecer me correspondía, sino que me pusieron en libertad. El oficial Inostroza fue trasladado a Coyhaique por golpear a una vendedora ambulante con cinco meses de embarazo, pero falleció a los dos meses. ¿Castigo divino? A lo mejor.


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