Carlos Ossa
Morir es la noticia

Réquiem en tono de tango

por Manuel Cabieses(*)

A Carlos Ossa se le ocurrió morirse y se murió. Sospecho que la idea era antigua, probablemente cuando se convenció que el mundo es y será una porquería.

Vivir siempre ha sido --pero hoy lo es más-- luchar y resistir. Más fácil es morirse. En vez de hacerlo por la vía rápida, Carlos decidió morir de a poco. No quería que se notara. Así engañaba a los demás y a sí mismo. Se acercó a la muerte de medio lado, como al descuido. Juntó enfermedades: diabetes, insuficiencia renal y, por supuesto, cirrosis (sin cirrosis no habría tango). Se automedicaba porque los médicos, todos sabemos, son unos ignorantes.

Se embotaba con calmantes y pisco; se aisló y fumando incontables cigarrillos se sentó a esperar. La gangrena comenzó en un pie --se autodiagnosticó gota--, fue subiendo por la pierna derecha, avanzando como sólo sabe hacerlo la gangrena. En el quirófano hubo que amputar hasta la altura de la cadera. Pero ni así. "Un paro cardíaco misericordioso detuvo en seco la carrera. Gemido de bandoneón.

Donde mueren los guapos

Alrededor de la medianoche del 51 de julio, Carlos Ossa Coo, 62 años, periodista, expiró en la Asistencia Pública "Dr. Alejandro del Río ",donde mueren los guapos acribillados a balazos o zurcidos a puñaladas. Sus hijos lo vistieron, lo maquillaron para que se viera bonito, le pusieron su camisa favorita --la negra con rayitas rojas-- y los anteojos para que encontrase el camino. No olvidaron meterle en el bolsillo un paquete de cigarrillos. ¡No faltaba más!

Como era laico sin concesiones, lo velamos en el Teatro " Camilo Henríquez" del Círculo de Periodistas. Uno de sus hijos, Carlos Joaquín, periodista como él, tuvo la buena idea de poner música de los tangos que más le gustaban. Tuvo cristiana sepultura en un cementerio de Maipú. Mucha gente, discursos, flores. Allí quedó Garlitos Ossa en su silencio definitivo. El habría querido el cementerio de La Chacarita --en Buenos Aires, la ciudad amada-- cerca de la tumba del Zorzal Criollo con su eterno cigarrillo entre los dedos.

Un señor del tango

Carlos Ossa también fue un señor del tango. Se sabía autores, intérpretes, orquestas, letras, fechas y estudios donde se hicieron las grabaciones, el nombre del pianista que falló ese día y del que lo reemplazó, el membrete del papel en que Discépolo escribió su última composición, etc. Era una enciclopedia del tango. Rezumaba sabiduría tanguera. Se podía apostar sin miedo a sus manos en una discusión sobre el tema.

Lo mismo sabía de fútbol. Hasta Eduardo Galeano, que de saber sabe, lo consultó para su libro A sol y a sombra. Carlos le proporcionó el nombre del inventor de la " chilena", nuestro aporte nacional al arte futbolero.

«Cuesta abajo en la rodada...»

Sin embargo, en Punto Final Carlos Ossa no escribía de tango ni de fútbol (ni de economía, que también dominaba) sino de cine y televisión. ¡Y cómo sabía! En esta misma página se publicaban las secciones Televisión, que firmaba Polifemo, y Pantalla Grande, cuyo autor era Carlos Ossa. Dos personas distintas y un solo autor no más. El mismo estilo punzante, entretenido, frases limpias, palabras escogidas en el alfiletero del sarcasmo.

En sus artículos flotaba un vago humor al que su timidez --porque Ossa era esencialmente un tímido-- no dejaba fluir libremente. Su ironía, sin embargo, se convirtió en hiel a medida que Garlitos fue cuesta abajo en su rodada. Se hizo hiper crítico, nada le gustaba, nada perdonaba; era amargo y gruñón.

En marzo de este año comenzó a desaparecer. Sus colaboraciones se hicieron irregulares. En mayo (.PF 568) publicó su última nota, un homenaje --también amargo-- al cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea, al que el cáncer se lo llevó al otro mundo.

Ya sólo nos comunicábamos por teléfono. Carlos se recluyó en su departamento. Su voz se hizo cada vez más temblorosa, prometiendo consultar a un médico. No lo hizo nunca. Se moría lentamente, pudriéndose en vida, bebiendo y fumando, tomando calmantes y corticoides que aceleraron la gangrena.

No quise mirarlo en su ataúd ni lo fui a dejar a Maipú. Garlitos quedó en deuda con quienes lo queríamos y admirábamos. No tenía derecho a morirse sólo porque le dio la gana. Pudo optar por la vida, contribuir con su talento a recrear ilusiones y sueños perdidos. Pero ganó su egoísmo, su propio cansancio, su derrota, que no quiso compartir con nuestras angustias y desvelos.

Vida de tango

No sé cuándo empezó a derivar hacia la autodestrucción. Parece que fue hace mucho, mucho tiempo. Lo marcó una tragedia en su matrimonio de juventud. La separación--que él decidió-- de sus tres hijos. La muerte de su madre --su cuento La Señora, refleja su relación con ella--. Las esquinas rotas del amor maduro. El asesinato de uno de sus mejores amigos en Buenos Aires, las amenazas de la Triple A y la fuga bajo amparo de ACNUR hacia Holanda. La incomunicación en ese país --se negó a aprender el idioma--, el aislamiento ensimismado por largos periodos. Catorce años de silencio con sus hijos en Chile. Un reencuentro fugaz en Mendoza, al otro lado de la frontera de la dictadura. El retorno a un país cambiado, frío y metalizado. El derrumbe del socialismo falso pero real. La crisis ideológica y su carga de escepticismo. Ironía, escepticismo, desconfianza, asombro cotidiano, más escepticismo y así hasta secar el alma. En ese temporal han naufragado otros más fuertes que Garlitos. El tuvo la dignidad de morirse mientras a otros la gangrena les corre por dentro.

Infancia en Plaza Brasil

No quise mirarlo en su caja de madera para conservar los recuerdos de niño. Estudiamos juntos unos cursos de preparatorias en el Instituto Cervantes. El rector era un cura español severo pero humano, capellán de las Hijas de San José (protectoras de la infancia). El vicerrector, un cura chileno, protagonizó un escándalo mayúsculo. Vistiendo ropas de paisano --quizás desnudo en ese momento-- fue detenido en una descomunal pelotera en un burdel.

El Instituto estaba en Agustinas, entre Cueto y García Reyes. Ahora hay un liceo del mismo nombre. Pero entonces los alumnos éramos niños de familias venidas a menos y el colegio era barato.

Carlitos era hijo único. Su mamá, viuda de un magistrado de la Corte, trabajaba en la Casa de Moneda. Mi mamá era separada y trabajaba en el Instituto de Crédito Industrial. Ambos éramos niños de la Plaza Brasil donde los muchachos grandes se agarraban a puñetes con los cadetes militares los sábados por la noche. Eran fieros combates por el amor de tiernas niñas que hoy son abuelas.

La familia de Carlitos tuvo plata y un caserón en la aristocrática calle República. Un tío abuelo, pintor, dilapidó la fortuna. Hubo también un bisabuelo buscador de oro en California. Las historias eran vagas. Hasta el apellido Coo, decía Carlos, no era lo que parecía. En su origen fue Cohen.

Yo también tenía un secreto terrible: una tía loca --prima de mi madre-- internada en las Monjas de la Preciosa Sangre. El convento --en la esquina de Compañía sobre la Plaza Brasil-- tenía ventanas enrejadas para impedir la fuga del desvarío.

Carlos y su mamá, así como mi hermana Amelia, mi mamá y yo, vivíamos en pensiones. Nuestro universo privado era una pieza, un par de camas, una radio, un anafe Primus y un par de maletas con ropa. Cada cierto tiempo mi mamá contrataba una carretela y nos mudábamos en el mismo barrio. Las mudanzas eran mi fiesta triste. Como hombre de la familia iba en el pescante con el conductor de la carretela; era señor de los caballos por un rato.

No sé si Garlitos tuvo las mismas experiencias. Recuerdo su timidez: se sonrojaba fácil, no sabía defenderse de los demás niños. Yo, que nunca fui bueno para los combos, lo protegía. Agradecido, él compartía conmigo su sandwich de dulce de membrillo pero yo prefería mi marraqueta con aceite y sal. De la pobreza, no hablábamos. Pero sí de las seriales --Flash Gordon, El Arquero Verde, El Hombre Araña, El Llanero Solitario-- que seguíamos los domingos en el teatro Alcázar o en el Novedades. La avenida Portales, provinciana hasta hoy, y la querida Plaza Brasil, eran los inconmensurables territorios de nuestra fantasía. En la plaza todavía está el árbol añoso y digno, de grandes nudos y espeso follaje, nuestro bergantín de 40 cañones cuando Garlitos y yo fuimos camaradas de Sandokán en la Malasia.

Carlos siempre llegaba tarde a clases. No perdió esa costumbre. También aparecía en PF con sus críticas de cine y televisión sobre la hora del cierre. Yo cumplía mi deber de director, ponía cara de circunstancias, lo amenazaba: la próxima vez su material quedaría fuera. Garlitos abría tamaños ojos, farfullaba, enrojecía y comenzaba a hilvanar promesas. Entonces yo me echaba a reír y volvíamos a ser niños. Porque los viejos seguimos siendo niños, aunque sólo podemos reconocernos entre nosotros mismos.

Por eso no quise verlo en su ataúd. Me contaron que estaba en paz, parecía no tener ya temor alguno.


Manuel Cabieses Donoso, periodista, director de Punto Final, publicó esta nota en la edición 375 de su revista, que circuló en la segunda quincena de agosto de 1996.


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