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03jul05


Contrareforma agraria.


Por lo general, las contrarreformas son reacciones sociales o políticas que buscan un reacomodamiento de fuerzas luego de una revolución o de un cambio social o político importante. En Colombia, como cosa extraña, tenemos una contra-rreforma que no es una reacción contra nada, ni obedece a algún cambio, sino que es una especie de profundización del pasado. Me refiero a la contrarreforma agraria. Si el apelativo "contra" tiene algún sentido aquí es en referencia a un ideal que nunca existió.

Hace un par de semanas, el Vicecontralor General de la República puso el dedo en la llaga: "Mediante la compra o apropiación indebida de tierras -alrededorde un millón de hectáreas- por narcotraficantes y grupos armados ilegales en los últimos 20 años se ha realizado la más aberrante concentración de la tierra en el país. Una auténtica contrarreforma agraria".

Según estimativos del Incora -dice la Contraloría (La gestion de la reforma agraria y el proceso de incautación y extinción de bienes rurales p. 2)-, los narcotraficantes poseen el 48% de las mejores tierras del país, mientras que el 68% de los propietarios (pequeños campesinos) sólo posee el 5,2% del área. Según el PNUD y el DNE los narcotraficantes compraron tierras en 409 de los 1.039 municipios del país. Los casos más dramáticos son el del Valle, en donde este tipo de compra de tierras ascendió a 85,/%; Córdoba, 84%; Quindío, 75%; Risaralda, 71,4%, y Antioquia, 70,9%.

De otra parte, el Estado ha sido incapaz de utilizar la figura de la extinción de dominio para compensar la concentración de la propiedad de la tierra agrícola. De las 150.000 hectáreas que se propuso entregar este gobierno a los campesinos -110 de las cuales provendrían de la extinción de dominio-, sólo se han adjudicado 5.000, esto es, menos del 5% de la meta propuesta (Contraloría Extinción de Dominio, reforma agraria,democraca y paz, p 8).

Para llegar a esta penosa situación se juntaron dos males. El latifundio y el narcotráfico. El primero siempre ha hecho parte de la vida nacional y viene de la época colonial, cuando el prestigio económico, el estatus social y el poder político estaban ligados a la posesión de tierras. El uso de la tierra siempre fue menos importante que el hecho de tener la propiedad. La condición de dueño era más importante que la de empresario agrícola.

Hoy, todavía tenemos mucho de esa herencia colonial y ello se manifiesta en lo que yo llamaría la "cultura de la finca", difundida entre las clases alta y media alta del país. Además de los beneficios económicos -con frecuencia especulativos- y de recreo, las fincas son percibidas como una manifestación de estatus social. Con todos estos atractivos, el campo es y ha sido en Colombia propiedad de los médicos, de los abogados, de los militares, de los comerciantes, de los políticos -presidentes incluidos- de la Iglesia y de muchos otros miembros de las elites.

Desde los trabajos sobre sociología política y rural de los 50 (Barrington Moore, por ejemplo), hasta los últimos informes del Banco Mundial sobre el campo (uno reciente de Guillermo Perry), los investigadores insisten en que mientras más desiguales son lo patrones de distribución de la tierra, más difícil es lograr la democracia y el desarrollo. Este es uno de esos raros consensos entre los investigadores de ciencias sociales e incluso entre los ideólogos de la democracia. No hay que tener, pues, una inspiración socialista, para ver una enorme injusticia en la existencia del latifundio. ¿No es acaso Hernán Echavarría Olózaga uno de los pocos que insiste en la necesidad de una reforma agraria para Colombia?

El segundo de los males es el narcotráfico. Mediante la compra paulatina y solapada de tierras, los narcotraficantes han logrado hoy lo que no consiguieron a finales de los 80 mediante los atentados terroristas. A través de la compra ilegal de tierras, el sometimiento de las comunidades campesinas y la cooptación de las élites locales en buena parte del país, los narcos han conseguido el debilitamiento de las instituciones y la captura de sus propósitos de interés general y beneficio público; todo ello con el agravante de que, en apariencia, las cosas siguen funcionando como antes.

La contrarreforma agraria no sólo nos lleva por la vía contraria a la que indican las normas constitucionales, el sentido de justicia, e incluso la lógica capitalista, sino que nos conduce a toda marcha por el camino de la violencia y el debilitamiento institucional. En muchas regiones del país nos dirigimos hacia la consolidación de un proyecto de sociedad gansteril nunca antes visto. Un proyecto enquistado y difícil de exterminar, ideado por una combinación oscura y poderosa de hacendados, paramilitares, narcotraficantes y políticos locales, todos ellos envalentonados por un discurso presidencial anti-guerrillero. Si el lector quiere un ejemplo, pues lea el caso de la vereda California en Urabá (Revista Cambio, Junio 20 de 2005).

Se necesitarán muchos años, muchos esfuerzos y muchas muertes para reconstruir la soberanía y la dignidad del Estado. La victoria del Ejército sobre la guerrilla -si ella se logra algún día-, servirá de poco para compensar los males de la captura del Estado por parte del narcotráfico y sus derivaciones paramilitares. Y no es que valga poco esa eventual victoria. La visión y las prácticas de la guerrilla no son menos oscuras y terribles que las de los paras. Es que sería una victoria inútil, si no contraproducente. Entre la guerrilla y los paras, como dicen los campesinos, que salga el diablo y escoja.

No sólo los intentos de reforma agraria han fracasado en Colombia. También se ha perdido la idea de que la reforma agraria es una prioridad. Por eso hay que empezar por rescatar la idea. El informe de la Contraloría es un primer paso. Un segundo podría consistir en la entrega masiva de tierras -por ejemplo el millón de hectaréas del que habla la Contraloría- como una de las condiciones para el sometimiento de los paramilitares a la justicia. Así, si no tenemos justicia penal, por lo menos tenemos algo de justicia social.

[Fuente: Por Mauricio García Villegas, Revista Semana, Bogotá, 03jul05]

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