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23ene04


La fiebre amarilla no está en las sábanas.


Otra crisis que resume el desorden nacional actual. Emergencia. El gobierno de Uribe reconoce que la epidemia de fiebre amarilla del 2004 ha matado ya a 8 personas en 25 días. El número de enfermos en un mes es igual al de todo el año pasado, cuando se registraron tantos casos como en los últimos diez años. El país ha retrocedido 60 años en el control de la fiebre amarilla. No había suficientes vacunas para detener la epidemia, Venezuela donó entonces 500 mil y de urgencia se transportaron 1 millón quinientos mil desde Brasil.

El vicepresidente Santos anunció que se trabajará por exterminar el mosquito que transmite la enfermedad. Hace 80 años y aun hace 40 se creía que esto podía hacerse, pero la experiencia demostró que esto era imposible en el trópico, en un país de bosques húmedos como Colombia. Una cosa es alejar a los mosquitos de las ciudades, otra tratar de eliminarlos en las ciénagas y las selvas. En los años 50 los mosquitos Aedes aegypti de Cúcuta y el Catatumbo se volvieron resistentes al DDT. Pero además, los científicos, ente quienes se destacó el colombiano Osorno, comprobaron que otras especies de mosquitos selváticos, Haemagogus, Aedes y Sabethes también trasmiten la fiebre desde los primates en la selva. Las comunidades percibieron que peores que las enfermedades transmitidas por los zancudos eran los efectos de la contaminación de las aguas por el DDT. Total, no se eliminó el vector que difundía el virus y se comprobó la permanencia de la enfermedad en la selva.

Las campañas de “erradicación” no lograron exterminar a los mosquitos, pero contando con la vacuna desde finales de la década del 30, alejaron la enfermedad de las ciudades y en Colombia no se registran epidemias urbanas desde 1929. Luego, lograron reducir las infecciones a un promedio anual de dos o cuatro casos, cuando en 1946 aun se registraban a 80 casos. Esta relativa victoria no podía ser total, porque las “campañas” no tenían en cuenta los factores socioeconómicos, sociopolíticos y ecológicos.

El poder del latifundio al evitar una reforma agraria e imponer periódicos desplazamientos forzados a los campesinos, ha impuesto estructuralmente la colonización de las selvas como salida social y económica. El colono pobre rasga la selva una y otra vez y recoge de nuevo las fiebres selváticas. El Servicio de Erradicación de la Malaria SEM seguía al colono y tratando de frenar la extensión de las epidemias. La vacuna estableció la diferencia entre la fiebre amarilla y la malaria. Esta última siguió registrando decenas de miles de casos. Por cada muerto por fiebre amarilla había hasta mil fallecidos por paludismo, que podría generalmente curarse; pero el presupuesto nunca alcanzó para tratar a todos los afectados ni para sustituir los medicamentos a los que el microbio generaba resistencia.

Las políticas económicas neoliberales presionaron entonces la desaparición de los servicios de erradicación, a pesar de que había probado ser los programas más aptos para el sector rural y a finales de los 60 se había reconocido que servían para desarrollar otros programas de prevención y atención primaria en el sector rural, por tener la estructura de “grupos extramurales” que no esperaban a los enfermos sino que sistemáticamente iban a buscarlos para atenderlos y para adelantar labores de prevención. En lugar de asignarle la atención primaria a estos servicios, en la mayoría de casos se les debilitó en aras de proporcionar atención primaria desde centros fijos que no llegaban a extensas zonas rurales.

Luego a finales de los 80 con el discurso de la descentralización se comenzó el desmonte de los servicios nacionales, resultando que sólo podían mantener el ritmo de lucha contra la malaria y la fiebre amarilla las entidades territoriales más fuertes (como Antioquia donde de todos modos hubo casos de fiebre).

Los neoliberales dieron el golpe de gracia al SEM y desde comienzos de los 90 impusieron la medicina privatizada de las EPS e IPS, que jamás han desarrollado en el sector rural programas de prevención lejanamente comparables a los del SEM, mientras que el Instituto Nacional de Salud INS con un limitado presupuesto, hace lo que puede y trata de seguir los brotes de malaria y fiebre amarilla. La malaria se ha extendido y un problema hoy es la falta de una estadística completa de los casos, pues en diversas zonas rurales no hay quien lleve el registro. La malaria cobra 3 mil (?) víctimas por año, que como no se ven no causan la angustia de los muertos por la fiebre amarilla. El paludismo en la mayoría de casos se puede curar al y solamente muy pobres y además rurales se mueren. La fiebre amarilla mata a cualquiera, del 30 al 60 por ciento de los infectados, a pesar de contar con atención médica.

Poco a poco en Colombia y otros países de Suramérica se crearon las condiciones para nuevas epidemias de fiebre amarilla, hasta el punto que los organismos internacionales alertaron sobre un “cerco a las ciudades” (la posibilidad de epidemias urbanas) y recomendaron desde 1998 la vacunación general de niños mayores de un año. Pocos países la comenzaron, no Colombia. En el país se adoptó la política de solamente vacunar en masa en los municipios donde se registraban casos y los colindantes.

El gobierno de Uribe ha sido el de la explosión del problema en Colombia. No atendió las alertas de los servicios de salud y del mismo INS, que al observar que en el 2000 que se duplicó el promedio anual de infectados (de 3 a 6) vio venir epidemias como las registradas en los 90 en Perú y Bolivia, y así ocurrió en el 2003, cuando los casos se multiplicaron por 5. El departamento más afectado fue el Norte de Santander. Antes la mayoría de los casos ocurrieron en Guaviare, Meta, Caquetá, Vichada y el Magdalena Medio, pero se desplazaron a Casanare antes de llegar al Catatumbo (Norte de Santander).

La actual epidemia, permitida por las estructuras del latifundio-colonización, fue preparada por el neoliberalismo que liquidó el SEM, cerró hospitales y servicios de salud públicos, arruinó a los agricultores y convirtió la coca en cultivo de subsistencia en zonas de colonización. Ha sido desencadenada por la masiva fumigación de los cultivos ilegales que ha desplazado miles de campesinos de las áreas donde se registraban casos de fiebre amarilla a otras zonas selváticas donde los zancudos se han encargado de difundir la enfermedad de portadores no registrados, y además de infectar a otros, que llegan huyendo de las fumigaciones a abrir nuevos lotes en la selva, para sembrar, y se encuentran con el virus que nunca ha dejado de vivir en los bosques.

En la Sierra Nevada de Santa Marta, en las comarcas de las propias ciudades de Valledupar y Santa Marta y el sur de la Guajira, hasta en Santander del Sur, el Aedes aegypi prolifera. El INS había advertido esto. Sin embargo cuando estalló la epidemia del 2003 solamente se vacunó en Norte de Santander. El personal de salud alertó sin embargo sobre la alta movilidad de la población, principalmente cultivadores y recolectores de coca, frecuentemente expulsados por las fumigaciones. En Tibú nunca se terminaba de vacunar porque siempre se iban los vacunados y llegaba gente nueva.

¿Por qué nadie reaccionó? Para “ahorrar” Uribe fusionó el ministerio de Salud con el de Trabajo y Seguridad Social. Pero ¿cómo puede un ministro, por bueno que sea, preocuparse al mismo tiempo por subir la edad de jubilación y la cotización de las pensiones, hacer una reforma laboral que le quitó 9 billones de pesos anuales a los trabajadores, destruir las convenciones colectivas de trabajo y negarle el registro y la personería jurídica a sindicatos nuevos y a la vez, tomar las medias para evitar una epidemia de fiebre amarilla (y detener la de paludismo)? Si el ministerio del Ambiente sucumbió regentado por una experta en promover la construcción de vivienda para personas con dinero para comprarla, el viceministerio de Salud apenas atinó a cerrar hospitales y privatizar clínicas, en manos de expertos en demoler derechos laborales.

Todo los espectros convocados por Uribe se han juntado para declarar esta epidemia. Las fumigaciones, el latifundismo, el gasto de guerra, la tacañería con la inversión social y el desprecio por el ambiente, la justicia, la salud y el trabajo que expresó la fusión de ministerios. La fiebre amarilla se ha tratado con el mismo desorden con que se trata de curar la crisis fiscal, con reformas tributaras mensuales y endeudamiento.

Diez indígenas que murieron en la Sierra no se incluyen en las estadísticas oficiales de víctimas la fiebre amarilla, porque nadie fue a ver de qué fallecieron. Tampoco algunos campesinos y jornaleros que no fueron registrados. Unos micos tuvieron el honor de sí ser diagnosticados.

La alarma la dieron los turistas, protegidos por el despliegue militar de la “seguridad democrática”, pero dejados a merced del ataque de los Aedes. Colombia tiene otros problemas más allá de la guerrilla. La malaria mata más campesinos que los paramilitares. La fiebre amarilla podría tener peores efectos si no se extiende urgentemente la vacunación. En Valledupar, Santa Marta y poblaciones vecinas de la Sierra en la Guajira en primer lugar. En Bucaramanga, en Barrancabermeja, el Magdalena Medio...

Aun más grave que esta epidemia es el estilo y el proyecto de Uribe, que provoca súbitos episodios críticos, afrontados con medidas que tapan huecos en todas las áreas, la economía, la política, el medio ambiente, los pagos de la deuda, los recursos energéticos, las tarifas de los servicios, la educación, los campesinos, la pobreza, el hambre, la salud... La fiebre no está en las sábanas, sino en las estructuras, el modelo y la política económica y de salud.

Héctor Mondragón, 23 de enero de 2004


DH en Colombia

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