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23feb13


Defensa a sangre y fuego


La defensa que el estado asumió ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), con ocasión de la demanda por la hecatombe del Palacio de Justicia en 1985, es otra tragedia.

El ciudadano del común no puede entender cómo es que la estrategia de defensa del Estado en este, y en casos como el bombardeo de Santo Domingo y en la 'Operación Génesis', haya consistido en desestimar u omitir los procesos y sentencias penales proferidos por los jueces nacionales, los cuales ya han declarado la responsabilidad penal de varios militares. Menos puede comprender cómo esa defensa controvierte el reconocimiento que en la jurisdicción contenciosa se ha logrado a las víctimas y las reparaciones a su favor, no sólo indemnizatorias.

La defensa ofende la inteligencia y la memoria de los magistrados sacrificados en ese holocausto del que no hemos podido doblar la página. Lo que más hiere es el haber tejido una defensa a partir de mentiras grotescas. Por ejemplo, la de insistir en que el presidente de la Corte, el maestro Alfonso Reyes Echandía, había ordenado a la Policía quitar la seguridad del Palacio. Falso. Lo que no se ha contado en la CIDH es que esta versión fue avalada por dos policías que declararon bajo la gravedad del juramento que habían recibido órdenes de Reyes un determinado día, en el que por coincidencia el magistrado se encontraba en Bucaramanga. Los policías falsarios fueron denunciados ante la justicia ordinaria, pero de un momento a otro la investigación la asumió la justicia penal militar, la cual absolvió a los uniformados que faltaron a la verdad. Algo similar sucede con la ejecución probada del magistrado Carlos Horacio Urán, que ahora resulta ha sido presentada como un invento de la justicia local.

Pero no bastó con defender al Estado con artificios de mala factura, sino que de paso se pretende aprovechar la ocasión para lanzar una soslayada de presión frente a la justicia ordinaria, que todavía tiene sobre sus escritorios la responsabilidad de decidir los recursos de casación interpuestos ante la Sala Penal de la Corte Suprema, por los militares condenados por la retoma del Palacio de Justicia. El mensaje es claro: que no se atreva la justicia nacional a confirmar esas condenas cuando el propio Estado a través de su defensor ante CIDH alega que no pasó nada de lo que ya fue definido en procesos ordinarios.

Los militares tienen derecho a la defensa, como en efecto la han tenido. Lo que no les está permitido es que su propia defensa se confunda con la del Estado. Es allí donde se torna indignante lo que ha sucedido, pues, ni más ni menos, la milicia experta en las armas escogió al jurista de su preferencia para encargarle un caso donde los demandados no eran ellos sino alguien superior, el Estado, y como si no bastare, le impuso la línea argumentativa a sostener en el litigio, ignorando los fallos internos y ultrajando la justicia interna.

Los militares reclamaron una reforma al fuero militar, porque según ellos los civiles no entienden los operativos; pero ahora nos venimos a enterar de que también se sienten amos y señores en el ejercicio de la profesión de abogado ante tribunales internacionales. Un estado de derecho en el que quienes tienen el control de las armas, además detentan el inmenso privilegio de imponerse el derecho de su conveniencia, más que una farsa, es un privilegio para la defensa colectiva.

Adenda. Una perla más para el rosario de indelicadezas y contradicciones de la contratadora Sandra Morelli. En febrero del año pasado envió un control de advertencia a muchos funcionarios, insinuándoles que no debían nombrar a quién estuviera en vísperas de jubilarse. Predica pero no aplica. En la oficina jurídica de la Contraloría nombró como directora a Alba de la Cruz Berrío Baquero, abogada de 55 años, que debe estar en trance de jubilarse. Si lo hacen los demás, es corrupción, pero cuando es ella que nadie se atreva a opinar.

[Fuente: Por Ramiro Bejarano Guzmán, El Espectador, Bogotá, 23feb13]

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