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Plan Colombia


El Plan Colombia y sus críticos.


Por James Petras.

El Gobierno colombiano del presidente Andrés Pastrana, de acuerdo con Washington, ha puesto en marcha el Plan Colombia, un programa de ayuda de miles de millones de dólares, financiado por Estados Unidos y Europa. El Congreso norteamericano ha dado su aprobación a 1.300 millones de dólares, la mayor parte en ayuda militar y policial, mientras que Europa va a suministrar más de 2.500 millones de dólares de ayuda socioeconómica. De un diplomático de la Europa occidental se ha dicho que dijo que «con nuestra colaboración económica se va a limpiar la porquería que dejen los americanos cuando se vayan». El paquete militar propuesto, de 1.300 millones de dólares, va a incluir armamento pesado, entrenamiento (más de 300 asesores militares norteamericanos) y 80 helicópteros y equipos de comunicaciones de alta tecnología.

Hasta el momento, el Plan Colombia ha despertado una oposición generalizada de todos los sectores de la sociedad civil en los Estados Unidos y en Europa. Los motivos de esta oposición son muchos y de fundamento, basados en las experiencias anteriores de los programas estadounidenses de ayuda militar a Colombia y a América Central. En Colombia, más de un millón de campesinos se han visto expulsados de las zonas rurales a causa de la política de tierra quemada de las fuerzas militares y paramilitares colombianas bajo asesoramiento norteamericano.

La justificación de Washington de que se persigue a los narcotraficantes suena a falsa cuando los principales mandamases de la droga forman parte de las fuerzas políticas, militares y paramilitares a las que Washington presta su apoyo. El 4 de julio de este año fueron incautados más de 1.485 kilos de cocaína pura, valorados en 53 millones de dólares, al principal grupo paramilitar de extrema derecha, estrechamente asociado con el Ejército colombiano. Con la popularidad del presidente Pastrana en su punto más bajo y con su Gobierno enfrentado a las crecientes críticas de las comisiones internacionales que investigan la vulneración de los derechos humanos, Javier Solana voló a Bogotá para impartir sus bendiciones al Plan Colombia y a los designios de Washington de militarizar el país. Son evidentes las conexiones entre el apoyo de Solana a la intervención militar de Washington en Yugoslavia y su ascenso al cargo de Míster Pesc en la Unión Europea. Como subrayó un alto cargo norteamericano en Washington, «Solana es nuestro hombre en Bruselas». La historia de los anteriores programas militares norteamericanos en América Central pone de manifiesto unas pautas de intervención destructiva generalizada, seguida del abandono político. En América Central, Washington ha volcado más de 15.000 millones de dólares de ayuda militar en favor de la Contra de Nicaragua y de los ejércitos guatemalteco y salvadoreño, que han asesinado a más de 75.000 salvadoreños, 50.000 nicaragüenses y 200.000 guatemaltecos. Posteriormente, con los así denominados «Acuerdos de Paz», estos países devastados se transformaron en paraíso de especuladores, los pobres campesinos se quedaron sin tierras, los que atropellaban los derechos humanos se mantuvieron en el poder y los oligarcas volvieron a reclamar sus propiedades desde Miami. Los antiguos comandantes guerrilleros se adaptaron sin gran esfuerzo a sus nuevos cargos en el Parlamento, llegaban a acuerdos con los políticos de la derecha, se sacaban unos sueldos sustanciosos, vivían protegidos por las alambradas de espino y los altos muros de sus villas, mientras las clases populares se abstienen de participar en los procesos electorales (más del 65% en las recientes elecciones salvadoreñas). La estrategia centroamericana de guerra destructiva, organizaciones guerrilleras y acuerdos de paz que protegen el statu quo neoliberal es el objetivo estratégico de Washington detrás del acuerdo de paz para Colombia. El único problema es que el grupo guerrillero más importante, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no es un socio complaciente en una solución«centroamericana» orquestada por Washington. En primer lugar, debido a que las FARC han colocado los temas socioeconómicos, y entre ellos la reforma agraria y el Estado de bienestar, en el centro de su programa de negociación. En segundo lugar, debido a que las FARC ya tienen la experiencia de un acuerdo de paz fallido, de la etapa de 1984 a 1990, cuando más de 5.000 activistas y tres candidatos presidenciales de la Unión Patriótica, a la que las FARC respaldaban, cayeron asesinados cuando tomaban parte en la política electoral. En tercer lugar, los cabecillas de las FARC y, en particular, su secretario general, Manuel Marulanda, son campesinos (y no profesionales dispuestos a ascender en la escala social, como fue el caso de América Central) y no es probable que se avengan a un arreglo cualquiera que dé continuidad al programa neoliberal de Pastrana respaldado por Washington. En respuesta al abrumador plan militar norteamericano, las FARC han convertido la región desmilitarizada en la que se celebran las negociaciones de paz en un foro público que no tiene precedentes, con el fin de debatir las grandes cuestiones socioeconómicas, políticas y culturales que nunca se someten a discusión en el Parlamento colombiano o en el norteamericano. En este mes de julio, las FARC han abierto un debate a gran escala sobre «alternativas a los cultivos ilícitos» (la coca). Másde mil participantes han participado en el debate, con una amplia serie de propuestas. La respuesta de Clinton y Pastrana ha consistido en intensificar la utilización de herbicidas mortales que destruyen los cultivos de coca y de muchas plantas alimenticias, con lo que han generado entre los indignados agricultores una nueva oleada de simpatizantes de la guerrilla. Los foros de las FARC han atraído a dirigentes sindicales y campesinos, a expertos en banca de inversiones de Wall Street, a diplomáticos de Bruselas y, asimismo, a todo un ejército de periodistas de todos los rincones del mundo.

El punto clave es que las FARC han puesto en marcha una respuesta de carácter político que suscita un amplio apoyo popular, internacional y local, mientras el Plan Colombia de Washington y Pastrana no cuenta más que con el limitado apoyo del Pentágono, el Ejército colombiano (y los paramilitares) y los narcocapitalistas que florecen en Bogotá... y en Miami, al calor de la mafia cubana del exilio. El diálogo que las FARC han abierto en la zona desmilitarizada con la sociedad civil nos proporciona un modelo para una futura Colombia democrática. En las localidades bajo influencia de las FARC, la tasa de criminalidad se ha reducido al mínimo, las autoridades no extorsionan a los pequeños empresarios y la venta de drogas está prohibida. El diálogo y el debate abierto, en los que se han involucrado diversos sectores sociales, echa por tierra la imagen demoníaca de las FARC, la de una organización estalinista, militarista y traficante de droga, lanzada desde Washington. ¿Estarían Washington y Pastrana dispuestos a permitir un debate abierto sobre las conexiones de importantes banqueros y traficantes de drogas con la financiación de campañas electorales al Senado norteamericano o al colombiano, en el que pudieran participar representantes de las FARC, activistas de Seattle y organizaciones no gubernamentales de Europa? Una de las grandes paradojas es que, a medida que las FARC se disponen a un mayor diálogo político y se debaten públicamente en el foro de las FARC nuevas alternativas al neoliberalismo y a la hegemonía de los Estados Unidos, y a medida que estas ideas se difunden más profusamente por toda Colombia, Pastrana y Washington aceleran y profundizan la militarización de la política pública.

¿Será que la política militar de Clinton y Pastrana no se dirige tanto contra el contrabando de droga o la guerrilla como a destruir la naciente democracia que está floreciendo en la zona desmilitarizada? Existe una larga y repugnante historia de intervenciones de Washington para poner fin a la participación popular cuando se le escapa el control de los principales actores... la República Dominicana en 1965, Chile en 1973, Nicaragua en 1981-90, Colombia en el 2000. La única diferencia consiste en que el Plan Colombia no pretende pasar por una operación encubierta: es un intento militar, público y flagrante, de destruir el diálogo y los movimientos que se atreven a desafiar al monolito imperial. Esperemos que la colaboración de los europeos no consista en pasar la fregona al suelo después del baño de sangre.

[Fuente: Artículo publicado en el Diario El Mundo, Madrid, España, 26jul00]


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