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19may07


El método de cohersión, exación y amenazas de la contrareforma agraria de Salvatore Mancuso es un modelo del paramilitarismo.


En 1995 Salvatore Mancuso compró por la fuerza y a inmejorable precio la finca Nueva Australia, en el Urabá antioqueño. Casi en la clandestinidad y aún con miedo al poder del ex paramilitar, los antiguos dueños piden que les devuelvan sus tierras. De los muertos que pusieron prefieren no hablar.

Don Zoilo Hoyos Guerra enterró a su hijo mayor el 10 de julio de 1995. Lo hizo un día después de que los paramilitares llegaran en medio del silencio de la calurosa mañana para cargarse el alma del muchacho que osó oponerse a sus designios. Semejante pecado, en el Urabá antioqueño, era castigado por la época con la vida propia y así terminó aprendiéndolo el viejo, quien finalmente se decidió a firmar los papeles de la venta de su finca. De haberlo entendido antes tampoco habría perdido al menor de sus muchachos.

Nueva Australia, la hacienda en cuestión, se extendía por 452 hectáreas de llanura en el municipio de Turbo. En ella vivían Hoyos, su esposa y catorce hijos. Aquellos platanales serían, según él, el sitio en donde moriría de viejo, criando nietos y labrando la tierra. La violencia paramilitar no le permitió cumplir el sueño y los Hoyos Guerra terminaron convirtiéndose en una explicación más del por qué del incumplimiento de las proyecciones demográficas en la región. De los 113.000 habitantes que se esperaban para finales de los años noventa en Turbo, en 1997 ya había menos de 100.000. Los que no huyeron o fueron asesinados terminaron malviviendo bajo una de las represiones armadas más vergonzosas que haya sufrido el país.

El mismo modelo violento se repitió por esa época en la mayoría de los municipios del Golfo de Urabá, el de Morrosquillo, el occidente cordobés y el norte de Chocó. Los campesinos estaban lejos de entender a qué se debía semejante interés paramilitar por sus casas. Más de un decenio después -y también a punta de fusiles y desplazamiento- se dieron cuenta de que sus tierras eran más atractivas de lo que parecían y de que los 'compradores' tenían perversas razones para arrebatárselas. Más de un decenio después también siguen esperando que la justicia actúe para que les devuelvan lo que por la fuerza les quitaron.

Mientras el viejo Hoyos enterraba a su hijo en Turbo y la atención del país estaba en el escándalo por la infiltración de dineros del narcotráfico en la campaña presidencial que llevó al poder a Ernesto Samper, las autodefensas extendían de manera vertiginosa su control sobre sitios estratégicos de la Costa norte del país. Su idea original de combate a la guerrilla había dado paso a un interés de control territorial para apoderarse de las rutas del narcotráfico, el comercio ilegal de armas y saquear las arcas de los municipios en los que existían proyectos de infraestructura o desarrollo agroindustrial y ganadero. Los anuncios sobre construcción de represas en Córdoba o incentivos a los ganaderos y exportadores de banano del Urabá resultaron más que atractivos para el grupo armado ilegal. En Turbo, más que combatir con el frente quinto de las Farc, lo que querían era controlar la construcción del anunciado puerto exportador que aún hoy sigue en veremos. Por razones como esas los Hoyos Guerra se quedaron sin finca y sin dos hijos.

A mediados de 1995 el ex ministro Fernando Botero Zea fue condenado en Bogotá por su participación en el escándalo de la campaña Samper Presidente. En Urabá, una comisión de apoyo a los desplazados denunciaba que los paramilitares estaban comprando por la fuerza las fincas de los campesinos y que no les pagaban más de 350 mil pesos por hectárea. El precio justo para la fecha era de un millón de pesos en promedio. Según el informe de la comisión, 69.000 de las 72.000 hectáreas de extensión del municipio de Arboletes estaban ese año en poder de cinco personas. A los Hoyos les fue peor porque tuvieron que dar la tierra a $44.000 la hectárea y pusieron además dos muertos. Lo único que la mayoría de colombianos sabía por esa época sobre el municipio de Turbo era que en ese alejado y olvidado pueblo de negros nació John Jairo Tréllez, goleador del fútbol colombiano y primer nacional que vistió la camiseta de Boca Juniors, de Argentina.

La compra de tierras por parte de Salvatore Mancuso iba tan de prisa como los goles de Tréllez. En poco tiempo se hizo a gran parte de Turbo, el más grande de los municipios antioqueños, mientras las autodefensas aumentaban sus masacres en la región. A los Hoyos les dio un cheque del Banco Ganadero por $9.000.000 como parte de pago de los $19.800.000 en que tasó el negocio. El documento, número F6854801 del Banco Ganadero, resultó de una cuenta que no tenía fondos.

Algunos expertos en temas sociales propusieron en ese entonces mayor presencia estatal en la zona y la congelación de los precios de la tierra en la región para evitar que se repitiera el ya triste ejemplo del Magdalena Medio. Pero por esa época el país estaba más pendiente de las condenas por el proceso 8.000 y de los goles de Tréllez en el fútbol internacional.

Algunos vecinos de los Hoyos les recomendaron quejarse ante las autoridades. Pronto se dieron cuenta de que era mejor obedecer al instinto de supervivencia y huir de la región. Ese año Álvaro Uribe Vélez y los generales Alfonso Manosalva y Rito Alejo del Río habían asumido como gobernador de Antioquia y comandantes de las brigadas cuarta y decimoséptima, respectivamente. Su periodo coincidió con la desaparición de la presencia guerrillera en la región, pero al mismo tiempo ocurrió la consolidación de los grupos de autodefensas, con el auspicio del narcotráfico.

Reencuentro con el fantasma

A punto de cumplir doce años de haber enterrado a sus hermanos, los hijos de Gertrudis y el viejo Hoyos sintieron que un frío les recorría el cuerpo cuando vieron frente a sus ojos la figura del ex jefe paramilitar. Un ambiente de dolor se extendió por las más de cien sillas acondicionadas en la sala de audiencias del cuarto piso del edificio del Palacio de Justicia de Medellín. Ni siquiera atinaron a mirarse para comprobar si todos sentían lo mismo. Estaba frente a ellos, pero no podían hablarle y aunque lo hicieran no serían escuchados. Lo veían posar su mirada hacia delante y creían que les iba a dar explicaciones sobre la finca y los parientes perdidos. Nada de eso ocurrió.

La diligencia, que comenzó el 19 de diciembre de 2006 y había sido suspendida hasta el 15 de junio pasado, se reanudó del 15 al 17 de mayo. Los Hoyos Guerra estuvieron en todas las jornadas sentados frente a la pantalla girante de la sala de audiencias, pendientes de lo que Mancuso declaraba en sesión privada ante el Fiscal. Aunque el terror sembrado por las autodefensas dejó miles de víctimas y el propio Mancuso había reconocido su responsabilidad en más de 300 crímenes, los hijos de Gertrudis vieron que más de la mitad de la sala de audiencias estaba vacía. Pese a la publicitada convocatoria para que las víctimas acudieran a la diligencia, la mayoría dejaron de ir por falta de dinero para el transporte, desconfianza en el proceso o por físico miedo. Aunque los Hoyos Guerra también estaban asustados sintieron la obligación de asistir para reclamar lo que era suyo.

Como Gertrudis y su esposo siguen escondidos de la violencia, varios de los catorce hijos tomaron la vocería de la familia y viajaron desde todos los puntos del país para reunirse en Medellín. Las frías instalaciones en las que revivieron su tragedia sirvieron al mismo tiempo para el reencuentro de la familia. De alguna forma se volvieron a ver gracias al hombre que una vez llegó hasta el Urabá antioqueño con ganas de comprar el pueblo y ofreciéndole bala a quienes no aceptaran su desigual forma de fijar el precio.

Tal y como lo hizo el día en que comenzó a rendir versión libre ante el fiscal octavo de la unidad de justicia y paz, Mancuso dijo que su vida delincuencial comenzó por culpa del abandono estatal a las zonas en las que la guerrilla tenía presencia armada. Se mostró menos dubitativo y temeroso para mencionar nombres de quienes, según él, ayudaron a las autodefensas desde escenarios como la política, las Fuerzas Militares y el empresariado. Dio detalles sobre las reuniones sostenidas con los congresistas presos por el escándalo de la 'parapolítica' y aseguró que nunca fueron presionados para hacerlo. Luego salpicó a la guardia pretoriana del presidente Álvaro Uribe y a destacadas empresas.

El Vicepresidente Francisco Santos; el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos; el senador Mario Uribe; Bavaria, Postobón y las bananeras del Urabá negaron haber tenido contactos con los paramilitares y lo tildaron de mentiroso. Los hijos vivos de Gertrudis y el viejo Zoilo no se atrevieron a descalificarlo. Regresaron a casa tan silenciosos como llegaron. Y rogaron para que, cuando se reanude la diligencia, Mancuso tenga mejor memoria y diga algo sobre lo que pasó en Nueva Australia.

No hay que perder la cordura

Es natural que las recientes revelaciones de Salvatore Mancuso sobre la vinculación de políticos, empresarios y militares con las autodefensas hayan desatado una verdadera tormenta nacional. Aunque mucho se sospechaba sobre algunos nombres revelados por el ex jefe de las autodefensas, la mención y lo que se dice de otros resulta hasta el momento increíble. Pero no hay que perder la cordura por una versión, que entre otras cosas es apenas una entre de las primeras que recibirá la Fiscalía en los próximos meses. Mancuso puede o no estar mintiendo, pero él sabe a lo que se expone si lo descubren engañando a la justicia: perdería la pena alternativa estaría arriesgándose a tener que pagar condenas de 40 años de cárcel.

Puede ocurrir que, por sentirse acorralados ante la celeridad del proceso contra los congresistas vinculados con las autodefensas, Mancuso y compañía -como Báez y Jorge 40 en otros momentos de la desmovilización- hayan decidido mostrar los dientes para demostrar que aún conservan mucho poder. No sería la primera vez que lo hacen y dicho comportamiento no debería extrañar máxime si procede de personas acostumbradas a violar la ley y suplantar al Estado. Tampoco se puede perder de vista que en su afán por obtener beneficios jurídicos o vengarse de quienes en alguna ocasión los persiguieron, los desmovilizados pueden verse tentados a acomodar versiones, implicar inocentes o exculpar a los verdaderos responsables. Pero sólo ellos, por su condición de protagonistas directos de los hechos, saben con certeza quiénes están implicados y quiénes no.

Los temores naturales a una eventual deformación de la realidad por parte del ex paramilitar no pueden ser razón para descalificar de tajo su confesión. Las mismas razones que invitan a tomar con serenidad y beneficio de inventario cada una de sus palabras ilustran a la vez sobre la importancia de darle continuidad al proceso en busca de la verdad de lo ocurrido durante dos decenios de arremetida paramilitar.

Es difícil que un solo testimonio sirva para condenar a una persona. No tanto porque proceda de un delincuente, sino porque el debido proceso garantiza a los sindicados el derecho a la defensa y la Fiscalía deberá oír también sus explicaciones. Pero la versión de Mancuso sí puede convertirse en pieza clave para desenterrar los secretos del paramilitarismo. Al igual que Rafael García, el ex jefe paramilitar podría convertirse en testigo estrella de la justicia para procesar a influyentes personajes de la vida nacional.

Así lo creen personas cercanas a la investigación que adelanta la Corte Suprema de Justicia contra los congresistas que se beneficiaron política o económicamente de alianzas con los paramilitares.

Esa es una de las razones principales de la versión libre: que el desmovilizado diga lo que sabe para contribuir al esclarecimiento de la verdad. El desafío lo tiene la Fiscalía, que deberá cotejar las versiones de uno y otro lado.

Mientras tanto se seguirán escuchando nombres de salpicados y el país debe asumir la situación como un paso hacia el desmantelamiento de las mafias que se consolidaron en los últimos 20 años. Es cierto que el marco jurídico de la desmovilización no es óptimo y que quedaron por fuera de la ley varias garantías para las víctimas. Pero eso es lo que hay por el momento y con esas reglas de juego -imperfectas, ya se ha dicho- la justicia debe encarar el proceso. Se trata de un esfuerzo por la reconstrucción del respeto por los lazos sociales, los principios ciudadanos y los derechos humanos que la violencia paramilitar se llevó por delante. Y en ese proceso debe estar comprometido todo el país.

[Fuente: Semana, Bogotá, Col, 19may07]

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