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08sep19


Colombia furiosa


Si existiera una especialización que se ocupara de la salud mental de los países, ese psiquiatra diagnosticaría a Colombia en estado de emergencia y le recomendaría una terapia intensiva, porque no puede ser normal esta crispación permanente que pasa del insulto a la masacre, sin conciencia de los límites.

En nuestros 'teléfonos inteligentes' presenciamos una barbarie que se aviva con la cámara: una mujer se transforma en energúmena al ver al hijo del expresidente Santos en una tienda, y le reclama que su padre "le entregó el país a la guerrilla"; un hombre vocifera al ver salir a dos reconocidos periodistas de un estadio en Miami: "Perros, socialistas, comunistas" -nótese el trío de palabras que ensarta como el peor de los insultos-, y lo más aterrador, pues ya es irremediable, es oír a Karina García, la candidata a la alcaldía de Suárez, asesinada hace una semana, señalando esa relación entre las palabras, los hostigamientos y los actos que le costó la vida y sigue cobrando vidas de líderes sociales y políticos.

¿Cuál es el nombre de este síndrome que se manifiesta con un manoteo permanente (y matoneo, en sentido literal), que culpa a los adversarios de todos los males pasados, presentes y futuros, y repite aquel viejo mantra del 'yo les advertí'? ¿Qué frustraciones, vulnerabilidades, dolores y desesperanzas han abonado esta tierra iracunda que se extiende a cualquier lugar en el que haya colombianos y no pierde oportunidad para cobrarle al otro las desgracias personales y políticas?

En 'La monarquía del miedo' (Paidós, 2019), un ensayo inspirado en la política de Estados Unidos que da pistas para reflexionar sobre Colombia, Martha C. Nussbaum alerta sobre el peligro de la ira, que suele estar alimentada por el miedo y la impotencia, y a la que considera un veneno para la democracia. Sentirse furioso y descargar la frustración en otro, que se convierte en el malvado, devolver el golpe o imponer la voluntad poniéndose más bravo y haciendo ruido son reacciones primitivas frente a situaciones que percibimos como amenazantes y, según la autora, responden a una idea subyacente: este país nos agrede y no nos da lo que exigimos. Para extrapolarlo a nuestro caso, son esas sensaciones de miedo e impotencia las que hoy compartimos en Colombia, y es entendible, frente a esta guerra que se muerde la cola y no parece tener fin. El problema, sin embargo, es que la ira colectiva nos hace perder foco y, al propinar golpes a diestra y siniestra (también en sentido literal), desvía la atención de la gran complejidad de los problemas que afronta este país, que tienen tantas causas y matices y necesitamos solucionar entre todos.

"Debemos resistirnos a la ira en nosotros mismos e inhibir su incidencia en nuestra cultura política" -propone Nussbam-, lo cual no significa eludir la protesta, ni la vigilancia ciudadana ni el debate. En el caso de Colombia, aunque suene paradójico o idealista, necesitamos fortalecer esos espacios para la expresión de ideas antagónicas, porque la 'pataleta' está en el extremo contrario a la actitud adulta de asumir nuestra agencia personal y política, y entender la responsabilidad que nos compete, especialmente cuando nos sentimos tan defraudados como ahora.

Frente al incumplimiento de algunos exintegrantes de las Farc (algunos no significa todos) y el silenciamiento de la muerte, no hay otro remedio que confiar en la institucionalidad y las formas de argumentar, cifradas en palabras. Y nunca tanto como ahora necesitamos perseverar en una educación, una justicia, una institucionalidad y una agenda de país que le hagan contrapeso a esa cultura delincuencial, enquistada en tantos años de odio, rabia y miedo.

[Fuente: Por Yolanda Reyes, El Tiempo, Bogotá, 08sep19]

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