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24dic11


El precio denunciar a la Ndrangheta


No ver, no oír, no hablar. En eso consiste la 'omertà', el término por el que se conoce en Italia a la ley del silencio que rodea a los delitos cometidos por la mafia y que ha permitido al crimen organizado convertirse, a la chita callando, en la empresa más importante del país, en una lucrativa compañía que factura al año 130.000 millones de euros. Tan arraigada está la 'omertà' que, según datos del ministerio del Interior, en estos momentos en toda Italia sólo hay 86 personas que se han atrevido a alzar su voz contra la mafia, a denunciar ante los tribunales los sucios tejemanejes y delitos de la Camorra, de Cosa Nostra o de la 'Ndrangheta', ingresando para ello en un programa especial de protección de testigos. Mafiosos arrepentidos hay bastantes: 1.036 en total. Pero honestos ciudadanos normales capaces de plantar cara a la mafia y de desafiar el código que impone mutismo absoluto, muy pocos.

Pino Masciari es el más emblemático de ese puñado de personas que se han negado a bajar la cabeza o a mirar hacia otro lado cuando se trataba de asuntos relacionados con la mafia. Gracias a su testimonio, la Justicia italiana ha podido meter entre rejas a cerca de medio centenar de exponentes de algunos de los más peligrosos clanes de la 'Ndrangheta', la mafia originaria de la región de Calabria y que en estos momentos es la más peligrosa y potente de las varias organizaciones criminales que operan en Italia. Pero por atreverse a denunciar en voz alta y clara no sólo a varios mafiosos sino también a algunos jueces y políticos cómplices del crimen organizado, Pino Masciari ha pagado un precio muy alto: "Me han arrebatado mi vida. A mí, a mi mujer y a mis dos hijos", resume mientras los dos guardaespaldas que le escoltan día y noche asienten con la cabeza.

Pino, de 52 años, calabrés de nacimiento, era un empresario de éxito. No había cumplido aún los 30 años cuando heredó de su padre la pequeña compañía de construcción fundada por su abuelo. Se volcó con ella, se mató a trabajar, y en poco tiempo logró transformarla en una prestigiosa sociedad a la que le llovían encargos por doquier, incluso en Alemania, y que contaba con una plantilla de hasta 200 trabajadores. En Serra San Bruno, la localidad calabresa en la que vivía desde niño, llevaba una existencia más que desahogada: disponía de 15 coches, caballos, casa en la playa, en la ciudad, en la montaña...

"Pero, sobre todo, tenía muchos sueños y ambiciones, estaba decidido a transformar mi empresa en un referente de la construcción no sólo a nivel regional sino nacional. Y de hecho lo intenté, trabaje con todas mis fuerzas. Pero los mafiosos no me lo permitieron", explica en una entrevista a elmundo.es.

Los tentáculos de la mafia

Pino toma aire y decide comenzar por el principio. "Para entender esta historia antes de nada hay que saber que en Calabria hay algo de lo que por regla general no se habla jamás: la 'Ndrangheta'. No existe, nunca se la nombra a pesar de que es perfectamente visible, no sale jamás a relucir en las conversaciones. La gente común hace como si no viera nada ni escuchara nada de lo que ocurre en ese sentido a su alrededor".

El propio Pino Masciari era un poco así hasta que la mafia se cruzó en su camino. "Primero gente relacionada con ambientes del crimen organizado comenzó a sugerirme que por qué no contrataba a ésta o a aquella personas. Incluso desde algunos de los ayuntamientos para los que trabajaba empezaron a pedirme que empleara a determinados individuos".

Pero aquello era solo el primer paso. Después llegaron las presiones para que pagara el 'pizzo', el dinero que hay que soltarle a la mafia a cambio de que te dejen en paz, y que en el caso de Masciari ascendía exactamente al 3% de las contratas que conseguía. "Al principio los requerimientos para que pagara iban acompañados de amenazas, intimidaciones... Pero a medida que las contratas eran de mayor envergadura económica, aumentaba la violencia: destrozaban la maquinaria de trabajo o me la robaban, convencían a los dirigentes de los bancos con los que trabajaba para que me bloquearan los préstamos. Porque los tentáculos de la mafia llegan a todos los niveles, incluidos los directores de bancos".

Pero ninguno de esos métodos funcionó con el cabezota de Pino Masciari. "Nunca se me pasó por la cabeza aceptar las extorsiones que me pedía la mafia, nunca. Aunque tenía miedo, siempre sentí que era mi deber rebelarme con fuerza, defender los valores de la legalidad y del Estado que mi padre y mi familia me habían inculcado". Ni siquiera cuando los mafiosos prendieron fuego a uno de sus coches aparcado bajo la puerta de su casa o dispararon contra su hermano pensó en claudicar ante los capos de la 'Ndrangheta'...

Pero tampoco los mafiosos cesaron en sus presiones. "Cada mañana, cuando llegaba a la obra en la que estaba trabajando en ese momento, encontraba signos de que habían pasado por ahí. Robaban el gasoil de los vehículos y máquinas, y estoy hablando de cientos de litros al día, robaban los aparatos, dañaban los trabajos, quemaban el material... La situación comenzaba a ser insostenible, porque cada día me veía obligado a comenzar de nuevo: a comprar aparatos nuevos, llenar los depósitos, rehacer los trabajos... Los costes comenzaban a ser insostenibles".

Sus amigos, e incluso algunas autoridades y miembros de las fuerzas del orden público a las que se dirigió en busca de ayuda, le aconsejaban pagar y callar, como hacían todos. "Mis amigos me decían que me tenía que resignar, que las cosas funcionaban así y que no se podían cambiar. Pero yo no me resignaba". Desesperado, pero resuelto a no bajar la cabeza ante la mafia, a Masciari se le ocurrió que tal vez un familiar abogado que vivía en Roma le podía echar una mano. A través de él, contacto con un diputado llamado Carmelo Puja, quien le dijo que no se preocupara, que iba a ayudarle a resolver sus problemas. Eso sí: le pidió dinero...

"Yo creía que era para presentar un recurso judicial o algo así. Hasta que me di cuenta de que no, de que el dinero que me pedían era una comisión en toda regla, que además representaba un porcentaje preciso de la contrata que me había sido adjudicada: el 6%. La 'Ndrangehta' me pedía el 3%, la política el 6%". Pero tampoco aquello no hundió a Pino Masceari, que seguía decidido a no tragar y rebelarse a todas aquellas injusticia. "El problema es que cada día estaba más asfixiado, más contra las cuerdas económicamente".

Resistió hasta 1994, cuando con 35 años se vio obligado a despedir a los últimos 58 empleados de su constructora... Un par de años después, una jueza declaró a la compañía en bancarrota y le echó el cierre definitivo. Con una precisión: la jueza Patrizia Pasquin, la magistrado que puso la palabra 'fin' en la empresa Construcciones Masciari fue condenada hace cinco años por corrupción judicial, falseada y fraude al Estado. "Determinaron que tenía muchas y terribles conexiones con varios clanes de la 'Ndrangheta', especialmente el de los Mancuso", subraya Pino.

Pero también aquel año de 1994 también trajo cosas nuevas: a Serra San Bruno llegó un nuevo comisario jefe, un tipo que tenía fama de ser bueno y honesto. Pino Masciari se puso en contacto con él y, juntos, decidieron dirigirse a la Dirección Antimafia de Catanzaro. "Comencé a hablar ante los magistrados, dando nombres y apellidos, denunciando un sistema que me estaba matando. Me sentí por fin libre, aliviado, sereno. Era lo que siempre había querido". El problema esta vez era que sus revelaciones eran tan importantes que los magistrados temían por la vida de Pino, de su mujer (Marisa) y de sus dos hijos. Así que decidieron incluirlos en el programa especial de protección de testigos… Y comenzó otro infierno.

"Yo no quería nada, solamente que se hiciera justicia y poder seguir siendo un empresario de la construcción pero libre. Y en lugar de eso me encontré con que me sacaron una noche de mi casa, sin poder despedirme siquiera de mi madre, escapando como si fuera un ladrón y abandonando mi tierra".

Pino tenía 37 años, su mujer 30 y sus dos hijos, 1 y 2 cuando entraron en el programa de testigos protegidos. "Me gustaría que tratase, aunque fuera por un segundo, de imaginarse cómo ha sido nuestra vida: encerrados en una casa que no es la suya, en un lugar que no conoce, donde no conoce a nadie y donde se tiene que esconder, donde no puede decir a nadie quien es realmente, ni siquiera al vecino de casa en casa de que hiciera amistad con él. Píenselo por un momento. Pues bien: eso es lo que nos ha ocurrido a nosotros".

Pino cuenta auténticas monstruosidades de aquella época. No es sólo que cada pocas semanas les obligaran a cambiar de casa, alojándoles en ocasiones en pocilgas de 40 metros cuadrados. O que, aunque debían de ocultar quienes era, nadie se ocupara de proporcionales una nueva identidad ni documentos que la respaldaran. Cuando por ejemplo Marisa, que es odontóloga, encontró trabajo en una consulta de dentistas, le pidieron que llevara el título para poder colgarlo de la pared. No podía hacerlo, así que perdió el trabajo. Y sus problemas de bulimia, que habían comenzado al ingresar en el programa de testigos, empeoraron.

"Mi vida se convirtió en un horror. Lo que más me duele es que mis hijos han crecido privados de libertad. No han podido jugar como otros niños, han estado siempre encerrados entre cuatro paredes, siempre cambiando de localidad. No me arrepiento de lo que he hecho, al revés: me siento orgulloso. Pero he pagado un precio muy alto. Y eso no se lo perdono al Estado. No le perdono el haberme impuesto una vida que no era vida. Y sobre todo, no le perdono el habérsela impuesto a mis hijos y a mi mujer".

[Fuente: Por Irene Hernández Velasco, Roma, El Mundo, Madrid, 24dic11]

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