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20jul06


Apareció el testigo de cargo de toda nuestra tragedia reciente.


Con expresiones como la del título solemos reconocer nuestra impotencia los amantes de la novela policíaca. Nos ganó el autor y con la verdad ante los ojos habíamos pasado centenares de páginas urdiendo tramas equivocadas, buscando culpables imposibles, suponiendo móviles inexistentes. Cuando ha saltado a la escena que creíamos ya desierta Virginia Vallejo, tenemos que reconocer que las cosas que pasan realmente superan con frecuencia los artificios de Conan Doyle, de Maurice Leblanc o de Simenon.

Virginia Vallejo es la testigo más calificada de cuantas pudieran haberse producido en la tragedia de nuestras vidas. Porque nadie pudo estar más cerca de los abismos siniestros del alma de Pablo Escobar que la mujer que lo enloqueció y que se dejó enloquecer por su dinero, y sobre todo por sus expectativas de poder.

Parecerse a Evita Perón o a Manuelita Sáenz no era corto motivo para una insensatez catastrófica. Y para el atormentado espíritu de ese bárbaro, nada podía ser más delicioso que la conquista de la mujer que todos deseaban por inteligente, influyente, bella, delicada. Amando y siendo amado de Virginia, Escobar tenía que sentirse reivindicado de todos sus complejos y sus odios.

Testigo, pues, de primera mano, si hubo alguno. Testigo envuelto en el mismo molino de ilusiones perversas y de glorias imaginarias que hicieron de Escobar el monstruo que conocimos. Testigo sagaz, penetrante, capaz para captar y para medir, y ahora para contar, interpretar, concluir. Y testigo con una condición muy especial, la que le permite estar cerca del asesino sin parecérsele en su crueldad y en sus métodos. Virginia era como la parte refinada de una historia siniestra. En pocas palabras, testigo de excepción, y de contera, sin tachas. Porque la cosa remata, felizmente, en que no está pidiendo nada, sino perdón y solo busca huir de sus propios fantasmas. Después de 20 años de lágrimas, reclama el tardío consuelo de reconciliarse con la mujer que pudo ser y que mataron sus ambiciones desenfrenadas.

Parecería suficiente que Virginia Vallejo hiciera claridad sobre la muerte de Luis Carlos Galán. Tenemos derecho a saber cómo se compuso esa desgracia sin orillas, que rompió nuestro destino y nos condenó a más de una década perdida. Pero es mucho más que eso. Porque se trata, con sus dichos, de desmontar el complejo mecanismo de las relaciones entre la política y el crimen, entre el poder y el narcotráfico.

Todavía nos quedan piezas incógnitas de ese rompecabezas infame. Todavía nos queda grande la perversidad con que sellan alianza los políticos más exitosos con los delincuentes más despreciables. Porque no solo se trata de comprender el entramado de sus intereses nefandos, sino también la depurada técnica de sus complicidades y el alcance de sus compromisos cruzados.

Nos seguimos preguntando cómo se cierran los pactos entre los matones y los políticos. Cómo se otorgan las garantías y cómo se cobran y pagan las obligaciones recíprocas. Y siguen siendo baldíos los terrenos del entorno hasta donde llegan esas conspiraciones. Cuando, por ejemplo, desaparece una maleta con miles de cheques girados por la mafia a sus protegidos y protectores y nadie pregunta por ella, es porque el círculo de ese infierno es muy grande. Queremos conocerlo, aunque nos queme.

Ya se montó el tinglado de la farsa para impedir que se levante la voz de Virginia Vallejo. Pero no será con cuatro tecnicismos que nos arrebaten el privilegio de escucharla. Ni las argucias del Procurador, que ya adivinamos el campo en que jugará la partida, ni las ingenuidades del Fiscal, ni la falta de visión de los jueces bastarán para silenciar este clamor, que sale de lo más hondo de nuestra historia sangrienta, a purificarla con el agua lustral de la verdad.

[Fuente: Por Fernando Londoño Hoyos, El Tiempo, Bogotá, Col, 20jul06]

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