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29jun04


Salamanca, ¿charanga imperial o plan democrático?

Por Jordi Font


El señor Mayor Oreja ha afirmado enfáticamente que la unidad del archivo de Salamanca es el símbolo de la unidad de España. Y Mariano Rajoy lo ha corroborado sin empacho. La reiteración parece descartar el error o el lapsus. ¿Han querido decir realmente lo que han dicho? Si fuese así, resultaría que su concepción de la unidad de España sería la que refleja ese archivo que, como sabe todo el mundo, es la acumulación desordenada que resultó del expolio franquista de los archivos públicos, sociales y privados de los vencidos, con fines estrictamente policiales y represores.

Semejante despropósito sólo es comparable al que, hace unos años, nos brindó un anciano y venerable Torrente Ballester, al que, de pronto, en una mutación licantrópica, le asomó sin remedio el falangista que de joven había sido y apeló ni más ni menos que al mismísimo derecho de conquista. Los achaques de la edad fueron entonces una explicación bien intencionada que ahora no cabe.

Es evidente que Mayor Oreja y Mariano Rajoy han optado por mostrarnos impúdicamente unas feísimas posaderas de color azul. ¿Son auténticas o fueron pintadas para la ocasión, con la intención de excitar la segregación de testosterona en su flanco derecho?

La Comissió de la Dignitat contaba el otro día a la ministra Carmen Calvo que la cuestión de los papeles de Salamanca no es ningún pleito territorial ni es, por descontado, un pleito entre Catalunya y Salamanca, sino que es un pleito entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil. Entre vencidos que lo perdonaron todo, sin exigir responsabilidad alguna en la transición democrática, a nadie. Y vencedores que, desde esa impunidad, facilitaron una transición ya inaplazable o accedieron a ella con mayor o peor agrado. Unos vencedores, claro está, que ya no podían perdonar nada, porque –ellos o sus antecesores– se lo habían cobrado todo y mucho más, durante cuarenta años terribles y eternos.

La devastación del franquismo, ciertamente, no puede compensarse con nada, debido a sus dimensiones, a su duración, a su carácter irreversible: la devastación de las instituciones democráticas, la devastación del tejido social popular y progresista, la devastación de las culturas y las lenguas que no encajaban en el Imperio, la devastación individual y familiar de vencidos y resistentes… Imposible compensarlo, imposible resarcirlo.

Pero, ¡por Dios!: si en algo la devastación se puede resarcir, por poco que sea, por insignificante que parezca, no lo duden. No deberían dudarlo. No tienen derecho a dudarlo. Nadie merece esa duda, sino todo lo contrario. Tal como han ido las cosas, la cicatería al respecto sólo puede entenderse como una alarmante miseria moral. O como una manipulación política muy grave y de muy baja estofa.

Algunos han tratado de rizar el rizo, de levantar escenografías justificadoras, técnicas o argumentativas. Están los de la unidad de archivo, aplicada al cajón de sastre del archivo de destino y negada a los archivos de origen, único lugar donde sería posible realmente recomponer la unidad de archivo, porque como unidad fueron concebidos y como unidad tomaron cuerpo a lo largo de los años, hasta que alguien reventó la puerta y los saqueó; se trata de los archivos del gobierno catalán, de los archivos de entidades civiles diversas (cuyos materiales se remontan, en algunos casos, al siglo XIX), de los archivos privados de personas concretas (incluyendo la colección de cartas de la novia)…

Están, por otro lado, esos señores distinguidos, como don Pedro Schwartz, tratando de argumentar una concepción peculiar y prêt à porter de la normalidad democrática, según la cual todo debería seguir tal como quedó en 1939: piruetas para vestir el santo o, en este caso, para vestir las desnudas posaderas de la dirección del PP.

Resulta increíble a estas alturas: la nostalgia ultra elevada a categoría por el oportunismo político de quienes se pretendieron de centro; la charanga grotesca de la España imperial en marcha de nuevo, animada por quienes están dispuestos a tirar de cualquier carburante, por peligroso que sea, sin reparar en gastos ni en costes sociales.

Pero Salamanca no se reduce a esto, por descontado. Hay, en ella, ultras y manipuladores, como en tantas partes. Pero también hay gente que está a favor de la restitución de los papeles a los archivos de los que fueron arrancados, como los quinientos jóvenes que aplaudieron de manera sostenida a la Comissió de la Dignitat, en el acto que tuvo lugar en la Universidad de Salamanca. Y, ¡ojo!: existen, sobre todo, salmantinos y salmantinas que ven en este lío un nuevo episodio, ruidoso y confuso, por el que, probablemente, van a ver esfumarse una centralidad española que el azar les había deparado y que daban por segura. Es algo que entendemos especialmente desde Catalunya y que entienden muy bien todas las periferias que han peleado por una España no centralista sino policéntrica, que no limite la diversidad de sus posibles centralidades a la capitalidad política madrileña. Tienen razón y es imprescindible distinguir este sentimiento razonable, justificadísimo, de la irracional e increíble charanga imperial.

En efecto, Salamanca tiene derecho, si lo desea, a defender su legitimidad como centro de la memoria de nuestra Guerra Civil o de la guerra y la represión. Podría, incluso, con la debida dotación económica, articular el gran catálogo digital de cuanto existe al respecto, concentrar el conjunto de materiales de que dispone el Estado en otros paraderos y sumar, a todo ello, un centro de estudios y un centro museístico especializados. Podría ser éste un proyecto en el que colaborara España entera. No un proyecto de y para los vencedores, sino un proyecto compartido por todos, vencedores y vencidos, por el conjunto de la España democrática, incluyente de sus legítimas diferencias. Un proyecto que podría ser un dinamizador local de primer orden, una meca para estudiosos y para turistas, relacionable con su ilustre Universidad. Un proyecto, en definitiva, que estaría fechado en 2004 y no en 1939. En 1939, nunca mais.

Todos podríamos y deberíamos estar al lado de esta legítima ambición de Salamanca. Hace falta que lo sepan. Hace falta que formulen y den alas al proyecto. Y hace falta que el gobierno español lo apoye.

Catalunya podría apoyarlo también. En cualquier caso, es vital esforzarse por distinguir –por separar– esta legítima y encomiable ambición de las esperpénticas manipulaciones de ultratumba.

[Fuente: La Vanguardia, Barcelona, Esp, 29jun04. Jordi Font es miembro del Consejo Nacional del PSC y director del Institut del Teatre.]

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small logoEste documento ha sido publicado el 28Jun04 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights