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09oct04


¡Juicios antipáticos a priori!
Por Luis Arias Argüelles-Mieres


“No ha sido posible dar por sabidas ideas básicas antes expuestas, porque su verdad no es demostrable matemáticamente; hubo así que tener presentes -en interés de esta causa- a quienes razonan mediante «juicios antipáticos a priori»” (Américo Castro. La Realidad histórica de España. Prólogo a la edición de 1965).

Parece una incursión en lo obvio descubrir ahora que la Revolución del 34 atentó contra la legalidad republicana. Tal cosa es indiscutible. Lo que sorprende a estas alturas es que desde los más fieles defensores del reaccionarismo veamos vestiduras rasgadas, cuando, desde esa misma adscripción ideológica -es decir, desde la derecha más rancia y recia- los golpes de Estado desde el siglo XIX estuvieron, nunca mejor dicho, a la orden del día.

En 2003 se cumplieron ochenta años del pronunciamiento de Primo de Rivera. Hubiera sido sorprendente que por parte de los historiadores se pusiese el énfasis en que aquel golpe no fue democrático. Sería un intento de solemnizar la obviedad, de hacerla vociferante, sin necesidad alguna. Si tanto es el interés en circunscribirse a la II República, en agosto de 1932, la intentona de Sanjurjo no estaba encaminada precisamente a salvaguardar esencias democráticas. Ergo, como la Revolución del 34 no fue democrática, todo lo que vino después -la guerra y la dictadura franquista- no fueron más que la consecuencia de lo anterior. Nada más que pequeños nubarrones apenas perceptibles en comparación con los sucesos de 1934.

No les basta con que el invicto y glorioso caudillo ganase su cruzada. No es suficiente con que el actual Estado hiciera tabla rasa de todo. Aquí no hubo un Nüremberg por donde desfilasen gentes como Serrano Suñer, que altas responsabilidades tuvo en los primeros y más represivos años del franquismo. Aquí siguieron en sus puestos y con todos sus privilegios los que se ganaron el pesebre del Estado presentándose a oposiciones con correajes y estrellas.

A la República sólo le quedaba una batalla en la que había salido triunfante, la de los libros, como dijo muy bien Trapiello. Aquí estaba y está su -arma virumque cano-. Recordemos el espantoso episodio en que un militar tullido le gritó a don Miguel de Unamuno mueras a la inteligencia y vivas a la muerte. Pongamos que andaba por allí, dentro de las filas militares, un tal Pemán. Entre don Miguel y el recién nombrado, Virgilio hubiera tenido muy diáfano a quién poner del lado de los héroes.

Ahora va a resultar que alguien como Camus, con el coraje que siempre tuvo a favor de la libertad, en contra de tiranías, la soviética incluida, estaba equivocado en cuanto escribió sobre la guerra civil española y sobre la II República. Ahora va a resultar que quien recuerda al PSOE que hay en sus sedes fotografías de Largo Caballero olvida que el PP tiene como reina madre y patrón padre a un ministro de Franco. Que alguien se tome la molestia de comprobar quiénes formaban parte del Consejo de Ministros que se dio por «enterado» del fusilamiento de Grimau; proceso, en el que, por cierto, actuó de fiscal, según se viene publicando estos días, un sujeto que no había pasado de primero de Derecho.

Victoriosos en la guerra. Indemnes de pasar por tribunales al terminarse la dictadura. Con pactos de silencio incluidos en los que colaboró la izquierda. Y ahora, a la vuelta de tanto tiempo, vuelven a estar prietas las filas para ganar la batalla de los libros. Todo está justificado, porque la revolución del 34 fue un episodio antidemocrático. Pregunta ingenua formulo: ¿Cuántas dictaduras tendría así justificadas la izquierda por cada movimiento de sables, por cada pronunciamiento de espadones desde el tal Narizotas en adelante? Ahora resulta que los adalides de la verdad son, como recordaba en este periódico don Gabriel Santullano, gentes que pertenecieron a la prensa azul, amén de publicistas con pasado escalofriante que exculpan a Franco, amén asimismo de personajes que se refugian en supuestos escolasticismos de lo más sistemático para servir de apoyatura a tesis que en su momento propagó la historiografía oficial del franquismo, amén de grafómanos chusqueros cuyo primer tropezón es con la gramática.

A propósito de libros y de la Revolución del 34, existe un ensayo magníficamente escrito, Mi rebelión en Barcelona, cuyo autor fue Manuel Azaña, donde da cuenta de la detención que sufrió como presunto instigador de dicha revolución en Cataluña. ¿De veras es sostenible que Azaña fuera responsable de aquello? Si comparamos talento y calidad en la prosa, el libro de don Manuel está tan alto, tan alto, que se sitúa en altura inalcanzable para los que aún quieren, a la vez, cazarle y salvarle. Cazarle como el ogro que acabó con el catolicismo en España. Salvarle, porque siguen empeñados en que se confesó para ponerse en paz con el Altísimo y con su Dios Padre.

Sobre la detención de Azaña como instigador del 34, escribió Valle- Inclán: «La sombra taciturna de un agente policíaco apagaba sus pasos sobre los pasos del señor Azaña. Tenía la dual obligación de proteger y espiar al famoso político republicano. Para protegerle faltó ocasión, y el espionaje tampoco le tuvo por dónde sospechar ni atribuir culpas revolucionarias al señor Azaña. Pero no le valió la fe policíaca de aquel sabueso, puesto sobre sus pasos, y fue encarcelado (...) Se acusaba al gran político republicano de haber tenido parte en los sucesos revolucionarios de Barcelona (octubre 1934). Fue concedido el suplicatorio y procesado el diputado don Manuel Azaña. Por la calidad del reo correspondió entender a la Sala Segunda del Tribunal Supremo. La sentencia puso en libertad, con todos los pronunciamientos favorables, al austero político del primer bienio republicano. Tal es el esquema del libro que estos días admira, suspende, esclarece y consterna a los honrados y benéficos ciudadanos de esta Barataria» (diario «Ahora», 2 de octubre de 1935).

[Fuente: Por Luis Arias Argüelles-Mieres, La Nueva España, Asturias, 09oct04]

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