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14dic19


Togas, barro y sumisión


Los círculos judiciales y fiscales son estos días un constante hervidero de rumores, si no de sospechas fundadas, sobre la pretensión del nuevo Gobierno que consiga formar Pedro Sánchez de relevar a María José Segarra al frente de la Fiscalía General del Estado. Su hipotético sustituto, o sustituta, es aún una incógnita, pero es un secreto indisimulado que el fiscal de Sala del Tribunal Supremo Pedro Crespo cuenta con serias opciones de sustituirla. Crespo fue un relevante referente de la Unión Progresista de Fiscales, se le atribuye una cercanía poco oculta a Cándido Conde-Pumpido, magistrado del Tribunal Constitucional y ex fiscal general en la etapa de José Luis Rodríguez Zapatero, y concita la simpatía de miembros del Gobierno que, de modo reservado, le tratan de promocionar con el ánimo de influir en Sánchez.

Hace meses que Segarra cayó en desgracia entre destacados miembros de la dirección federal del PSOE y de La Moncloa, especialmente cuando decidió mantener su propio criterio jurídico en las semanas posteriores de la investidura de Pedro Sánchez como presidente del Gobierno tras la moción de censura a Mariano Rajoy. En aquel momento, Sánchez puso en marcha su fallida operación de «apaciguamiento» del independentismo catalán, y la ministra de Justicia, María Dolores Delgado, adoptó diversas decisiones que generaron una tensa reacción en la Fiscalía.

En un primer momento, el Gobierno socialista decidió no amparar al magistrado del Supremo Pablo Llarena, instructor del intento golpista del 1-O, cuando fue denunciado por el huido Carles Puigdemont en Bruselas. Antes de rectificar forzada por duras y unánimes críticas desde la judicatura y el Ministerio Público, Delgado había sostenido que se trataba de una «cuestión privada» de Llarena, cuando de facto era un ataque institucional, y sin precedentes, contra la independencia del Tribunal Supremo. Era agosto de 2018, y Pedro Sánchez ya había optado por no «ofender» al separatismo y tratar de descafeinar el proceso judicial como señal de generosidad política hacia el secesionismo.

Después, la Abogacía del Estado, obligada por el Gobierno, modificó la calificación jurídica que había mantenido hasta entonces, y viró de una acusación de rebelión a otra más suavizada de sedición. También los cuatro fiscales del Supremo encargados de ejercer la acusación recibieron indirectas presiones orientadas desde La Moncloa para seguir los pasos de la Abogacía del Estado. Pero no cedieron. Incluso, advirtieron veladamente a la fiscal general de que se opondrían a asumir cualquier instrucción política en ese sentido. Segarra se mantuvo firme, evitó un choque con los fiscales del alto Tribunal sin desautorizarles, y marcó distancias con las pretensiones del Gobierno de Sánchez. Eso le valió un progresivo enfriamiento de sus relaciones institucionales con el Ejecutivo. Se había convertido en una suerte de fiscal general «rebelde» por no forzar un cisma en la Fiscalía del Supremo y no contribuir a la desactivación de una acusación por rebelión contra los líderes del proceso separatista catalán.

En círculos jurídicos se da por descontado que Segarra ha perdido definitivamente la confianza de Pedro Sánchez, por más que se haya interpretado como un gesto político de aparente distensión la decisión de la Fiscalía de la Audiencia Nacional de proponer la puesta en libertad bajo fianza de varios miembros de los CDR detenidos hace dos meses y acusados de terrorismo. De esa pérdida de confianza proviene su previsible sustitución por Pedro Crespo.

Las interpretaciones que hacen sectores judiciales y fiscales -tanto conservadores como progresistas- sobre las maniobras que lleva a cabo La Moncloa apuntan en una sola dirección: la pretensión de Sánchez es retomar el espíritu de control férreo del Ministerio Público que impuso el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero desde 2004 a través de la figura de Conde-Pumpido. Y recuerdan la frase que pronunció en aquella etapa el hoy magistrado del TC, cuando el Gobierno socialista inició los contactos con ETA para sentar las bases de una negociación: en ocasiones conviene «manchar la toga con el barro del camino».

La percepción es que Sánchez se propone ejercer un control político sin fisuras sobre la Fiscalía como una herramienta determinante para la consecución de sus objetivos políticos con el independentismo, sean cuales sean, y los haga públicos cuando los haga públicos. La operación consiste en designar a un fiscal general «sensible» a la coyuntura política y capaz de imponerse a cualquier resistencia que ponga en jaque decisiones políticas adoptadas desde La Moncloa. Cobra así todo el sentido el descuido de Sánchez -nunca fue interpretado solo como un lapsus radiofónico-, cuando en plena campaña electoral dijo que el Gobierno es quien «controla» a la Fiscalía. Después lamentó su error, rectificó y pidió disculpas, pero la traición del subconsciente es delatora.

Empieza a ser elocuente la simetría entre la etapa política que pretende abrir Sánchez con su defensa de la España plurinacional y su dependencia del independentismo, y la etapa de Rodríguez Zapatero. El riesgo que asumiría la Fiscalía en términos de credibilidad crecería hasta el punto de convertir en un gesto inútil la resistencia que opusieron en su momento los fiscales del Supremo a cualquier asomo de manipulación de su trabajo.

Hoy la Fiscalía aún tiene mucho que opinar sobre cuestiones de fondo político condicionantes: informar sobre la admisión a trámite de impugnaciones y recursos contra decisiones del Parlamento catalán favorecedoras del derecho a decidir; juicios anexos y todavía pendientes del 1-O en la Audiencia Nacional y el Tribunal Superior catalán; la oposición a eventuales permisos carcelarios o de clasificación de grado de los líderes del separatismo en prisión; la calificación penal de la acusación que pesa cobre los miembros de los CDR detenidos… Por eso Sánchez tiene ahora planes diferentes para gestionar un convulso panorama sometido a las exigencias de ERC.

[Fuente: Por Manuel Marín, ABC, Madrid, 14dic19]

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