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12oct13


El republicanismo español, a la espera


"Los hombres de Estado son como los cirujanos: sus errores son letales" (François Mauriac)

La Corona va a transitar desde hoy, 12 de octubre, Fiesta Nacional de España, hasta el próximo día 19, clausura de la XXIII Cumbre Iberoamericana en Panamá, por unas jornadas muy delicadas. El Rey no está en condiciones físicas de presidir el desfile militar, lo que le corresponde por ostentar "el mando supremo de las Fuerzas Armadas" (artículo 62-h de la CE), ni tampoco de desplazarse a Panamá para allí desempeñar el papel de "asumir la más alta representación del Estado en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica" (artículo 56 de la CE).

Sin más habilitación que la prelación protocolaria respecto del presidente del Gobierno, y con el empleo de teniente coronel, el Príncipe de Asturias, sin asistencia de S.M. la Reina que tendría prelación de protocolo sobre su hijo, presidirá el desfile de las FF. AA. y comparecerá, con carácter meramente simbólico, en la Cumbre Iberoamericana pero sin posibilidad de participar en los debates con los jefes de Estado y de Gobierno que acudan al encuentro. El heredero de la Corona desempeña así un papel fáctico, y representativo pero sin magistratura que le invista con facultades propias ni delegadas porque las de su padre no lo son. De ahí que el himno nacional se interprete en su versión corta (26 segundos) y que la tropa, al paso de la presidencia, no lance las consignas que son tradición realizar ante el Rey.

Este tipo de situaciones -que se mueven en una especie de limbo jurídico-- no son convenientes en absoluto para la Jefatura del Estado y deterioran la percepción de la institución de la Corona. Esa es la razón por la que el creciente republicanismo español se ha sumido en un silencio muy oportuno para sus propósitos: si la Monarquía -al margen de la valoración de las circunstancias desafortunadísimas que han concurrido para llegar a esta situación-- se erosiona sin necesidad de una acción hostil hacia ella, ninguna palabra, ningún discurso mejorará su silencio.

El republicanismo en España -que cuando se impuso en dos periodos históricos en el siglo XIX y en el XX fracasó sin paliativos-- registra un crecimiento que podría calificarse de natural. A medida que las nuevas generaciones de españoles se distancian temporalmente de la época de la transición, sus vinculaciones afectivas y sus compromisos políticos con las instituciones constitucionales son menores y su acento más crítico hacia las disfunciones que presenta el sistema, más aún durante una crisis económica tan dura como la que padecemos. Si, además, la funcionalidad ejemplarizante y operativa de la Corona no es percibida con nitidez, se acentúa el criticismo.

De otra parte, la izquierda en general, en el actual estadio de la política y la sociedad españolas, más allá de la lealtad de los dirigentes del PSOE a la Monarquía como bien han demostrado desde Felipe González a Alfredo Pérez Rubalcaba, se mantiene embridada sobre la forma de Estado sólo por razones electorales pero no por convicciones de naturaleza histórica o ideológica. En el momento en que le resultase rentable cuestionar abiertamente a la Corona como cúspide del Estado, lo haría -y lo hará-- porque en su patrimonio y tradición está la Republica como un desiderátum político que se le resiste.

Parece el momento de que el Gobierno -específicamente a su presidente--, el Monarca y su Casa, así como el líder de la oposición y las más altas magistraturas del Estado, tomen conciencia de la interinidad indeseable que afecta al Príncipe de Asturias y valoren las expectativas sobre la eventual plenitud con la que Don Juan Carlos podría desempeñar en un futuro próximo todas sus competencias constitucionales. Y en función de esa ponderación de circunstancias aconsejen al jefe del Estado cuál ha de ser la respuesta adecuada para preservar a la institución.

La regencia requeriría de un desarrollo del artículo 59 de la Constitución, verdaderamente enrevesado y confuso en su redacción, y no sería ya la mejor solución, como el propio Don Juan Carlos podría acreditar con su interinidad en la Jefatura del Estado cuando el general Franco enfermó en 1974. Por otra parte, la abdicación del Rey no es como se ha afirmado un "acto personalísimo" del titular de la Corona, sino que se trata de un acto de Estado y bilateral porque la voluntad de renuncia real -si se produjese-- sólo tendría efectos jurídicos cuando fuese aceptada, mediante ley orgánica, por las Cortes Generales.

La reflexión anterior debe realizarse a la luz de unas previsiones muy verosímiles: en la actualidad hay una correlación de fuerzas en el Congreso y en el Senado que ofrecería un sólido respaldo para una gran operación de Estado, encabezada por el presidente del Gobierno y el líder de la oposición, ambos con acreditadas lealtades personal y política a la Corona. A este respaldo se uniría el que ofrecerían las casas reales reinantes -algunas de ellas (Holanda y Bélgica) con Reyes de la generación de Don Felipe- y una opinión pública que, en este momento y en las actuales circunstancias, entendería perfectamente las razones de salud del Rey que aconsejan la sucesión. En diciembre de 2015, con una nueva y, seguramente, muy distinta configuración de las Cámaras legislativas, que registrarán un notable crecimiento de opciones sin adhesión a la forma monárquica del Estado, no se mantendría la contención actual ni, mucho menos, se facilitaría la continuidad dinástica, esto es, la transmisión de la titularidad de la Corona de Don Juan Carlos a Don Felipe como ordena el artículo 57.1 de la Constitución.

En este delicado asunto, como en otros, el tiempo devora las oportunidades. Quizás acontecimientos de distinto orden -por ejemplo, los judiciales que instruye el juez Castro--hagan variar el escenario actual y decaer las opciones que ahora mismo se ofrecen. Don Juan Carlos ha sido un gran Rey y su eventual renuncia debería responder a su estado de salud, pero no a los empellones de otro tipo de acontecimientos. El stand by actual sólo es sostenible durante un periodo limitado -muy limitado-- de tiempo. El republicanismo -opción legítima pero que no es la constitucional-- lo sabe y conoce que a partir de un determinado hito -quizás el de hoy y el de la próxima semana en Panamá-- los deterioros institucionales se producen, no en progresión aritmética, sino geométrica. Todo debió hacerse cuando se pensó que era conveniente y que podía suceder lo que ahora está sucediendo: en febrero de este año.

[Fuente: Por José Antonio Zarzalejos, El Confidencial, Madrid, 12oct13]

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