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14Aug21
Cómo el Ejército afgano, moldeado por EE.UU. durante 20 años, colapsó tan rápido
En los últimos días, las fuerzas militares y de seguridad de Afganistán colapsaron en más de 15 ciudades por la presión de la contraofensiva talibana que avanza imparable desde mayo pasado. Anteayer, los funcionarios confirmaron que dos de esas ciudades eran importantes capitales provinciales del país: Kandahar y Herat.
La fulminante avanzada ya ha resultado en rendiciones masivas, captura de helicópteros y de millones de dólares en equipamiento militar suministrado por Estados Unidos que exhiben jactándose los talibanes en los videos de celular que suben a internet. En las afueras de algunas ciudades los combates duraron semanas, pero los talibanes terminaron franqueando las líneas de defensa y marcharon por las calles casi sin encontrar resistencia.
Lo cierto es que las fuerzas militares del gobierno de Kabul implosionaron a pesar de los 83.000 millones de dólares en armas, equipos y entrenamiento que Estados Unidos volcó en ellas durante dos décadas.
La construcción del aparato de seguridad afgano era una de las piezas centrales de la estrategia de Barack Obama, ya que preparaba el camino para desentenderse de la seguridad de ese país y poder abandonarlo, hace casi una década. Esa inversión resultó en un Ejército modelado a imagen de las fuerzas militares de Estados Unidos, una institución que debía sobrevivir a la guerra.
Pero es muy probable que las fuerzas afganas dejaran de existir incluso antes de que Estados Unidos se fuera.
Mientras el futuro de Afganistán se vuelve cada vez más incierto, hay algo cada vez más claro: la campaña de Estados Unidos para reconvertir a los militares de Afganistán en una fuerza de combate independiente fracasó, y ese fracaso es lo que estamos viendo ahora mismo en tiempo real, a medida que el país va cayendo kilómetro a kilómetro bajo el control del movimiento talibán.
La acelerada descomposición de las fuerzas afganas se hizo evidente no la semana pasada, sino hace meses, con una acumulación de derrotas que empezaron incluso antes de que el presidente Joe Biden anunciara el retiro final de Estados Unidos para 11 de septiembre.
Empezó con los pequeños puestos de avanzada de las zonas rurales, donde soldados y policías hambreados y escasos de municiones fueron rodeados por combatientes talibanes que les ofrecían salvoconducto si se rendían y dejaban sus equipos. Así los insurgentes fueron ganando el control de las rutas, y luego de distritos enteros. Los destacamentos iban cayendo y la queja era siempre la misma: no tenían apoyo aéreo o se habían quedado sin comida ni pertrechos.
Y todavía antes, la debilidad sistémica de las fuerzas de seguridad afganas –que en los papeles está compuesto por unos 300.000 efectivos, pero que en los últimos días no llega ni a una sexta parte de ese número, según los militares norteamericanos–, ya estaba a la vista.
Son carencias ligadas a la obcecación de Occidente por construir un ejército totalmente moderno, con todas las complejidades logísticas y de recursos que eso implica, y que como puede verse no resiste un día sin Estados Unidos y sus aliados de la OTAN.
Resentimiento
Los soldados y policías manifiestan un resentimiento cada vez más profundo hacia el liderazgo afgano. Los funcionarios conocían la realidad y miraban para otro lado, a sabiendas de que el número real de efectivos era mucho más bajo que el que figuraba en los papeles, todo teñido de corrupción y de admisiones tácitas.
Y el impulso que cobraron los talibanes tras el anuncio del retiro de tropas norteamericanas solo vino a confirmar que no valía la pena morir luchando por el gobierno del presidente Ashraf Ghani. Entrevista tras entrevista, soldados y policías describieron momentos de desesperación y sentimientos de abandono.
La semana pasada, en el frente de batalla de Kandahar, ciudad del sur de Afganistán, la aparente incapacidad de los militares afganos para frenar la arrasadora ofensiva de los talibanes se reducía a una bolsa de papas.
Tras semanas de combate, les había llegado una bolsa de papas mugrosas que supuestamente era su ración de comida para el día. Hacía días que no les mandaban otra cosa que papas en diversas formas, y el hambre y el cansancio los tenía completamente abatidos.
“¡Un frente de batalla no se sostiene con papas fritas!”, gritó un oficial de policía, indignado por la falta de apoyo que recibían en la segunda ciudad más importante del país.
El jueves pasado, ese frente ya había caído, y anteayer por la mañana los talibanes marcharon por las calles y tomaron el control de Kandahar.
Los meses de derrotas parecen haber culminado el miércoles con la caída del cuartel general del 217° cuerpo de Ejército de las fuerzas afganas en el aeropuerto de Kanduz, en el norte del país. Los insurgentes capturaron un helicóptero de guerra norteamericano en desuso. En internet circularon imágenes tomadas por los talibanes del equipo bélico norteamericano capturado en el lugar, incluidas las filas de vehículos blindados y un dron balístico.
Luego de resistir los ataques de los talibanes en el oeste de Afganistán durante semanas y sumar a muchos compatriotas a su causa para hacer retroceder la insurgencia, el viernes también se rindió ante los talibanes el líder militar y exgobernador afgano Mohammed Ismail Khan.
“Estamos enterrados en la corrupción”, dijo a principios de este mes Abdul Haleem, un oficial de policía de 38 años del frente de batalla de Kandahar. Su unidad de operaciones especiales tenía la mitad de los efectivos que debía tener –15 en vez de 30– y varios de sus camaradas que no abandonaron el frente se quedaron simplemente porque sus aldeas habían sido capturadas.
“¿Cómo se supone que derrotemos a los talibanes sin municiones?”, decía Haleem hace un par de semanas. La pesada ametralladora, para la que su unidad tenía muy pocas balas, se rompió esa misma noche. Desde entonces, no se supo más nada de Haleem, y su destino y el de sus compañeros sigue siendo incierto.
[Fuente: Por Sharif Hassan, The New York Times, La Nación, Bs As, 14ago21]
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