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25sep05
Cómo escapó Bin Laden de los agentes de la CIA.
Ya pasada la medianoche, una madrugada de principios de diciembre de 2001, según funcionarios de inteligencia estadounidenses, Osama bin Laden se reunió con sus principales colaboradores —entre ellos miembros de su Brigada 055 de elite internacional— en el reducto montañoso de Tora Bora, en el sector oriental de Afganistán. Afuera estaba ventoso y frío. La nieve ya bloqueaba muchos de los pasos de las Montañas Blancas, de las que forma parte Tora Bora. Dentro de la gruta, sin em bargo, donde se había refugiado de la guerra estadounidense en Afganistán —una guerra con la que Washington había tomado represalias por los atentados terroristas del 11 de setiembre—, Bin Laden comía aceitunas y tomaba té de menta con azúcar.
Estaba vestido con su característica campera camuflada y tenía un Kalashnikov a su lado. Combatientes de Al Qaeda que fueron detenidos dijeron a los estadounidenses en los interrogatorios que recordaban un mensaje que Bin Laden había transmitido a sus seguidores poco antes del amanecer. Se refería al martirio. Las bombas estadounidenses, entre ellas una "cortamargaritas" de 7.000 kilos, caían y pulverizaban muchas de las grutas de Tora Bora. Sin embargo, un funcionario de inteligencia estadounidense me dijo hace poco que, si algo caracterizaba a Osama bin Laden esa fría madrugada de diciembre, era el hecho de que el multimillonario saudita de 44 años parecía sentir una confianza ilimitada.
La primera vez que Bin Laden había visto las grutas de Tora Bora era un joven combatiente muyajaidín y flamante egresado universitario con un título de ingeniero civil. Había sido veinte años antes, durante la primera guerra afgana de Washington, la jihad de una década que financió la CIA contra la ocupación soviética en los años 80.
Tora Bora, que se eleva más de 4.000 metros, 56 kilómetros al sudoeste de la capital provincial de Jalalabad, era una fortaleza de picos coronados de nieve, abruptos valles y grutas fortificadas. Sus kilómetros de túneles, búnkers y campamentos, excavados en las paredes rocosas, habían sido parte de un complejo financiado por la CIA para los muyajaidines. Bin Laden había aportado decenas de topadoras y otras piezas de maquinaria pesada del imperio constructor de su padre, el Grupo Saudita Binladin, una de las empresas constructoras más prósperas de Arabia Saudita y del Golfo Pérsico. Según una historia que se cuenta con frecuencia, Bin Laden conducía las topadoras en persona por los picos montañosos a los efectos de construir túneles defensivos y depósitos para almacenamiento.
De hecho, para diciembre de 2001, cuando tuvo lugar la última batalla de Tora Bora, el complejo de grutas ya tenía tal grado de refinamiento, que se decía que tenía su propio sistema de ventilación y un sistema de energía producto de una serie de generadores hidroeléctricos. Se cree que Bin Laden diseñó este último. Las paredes de Tora Bora y los pisos de sus centenares de salas se extendían unos 320 metros por la montaña de granito que las envolvía.
Ahora, mientras comenzaba la última gran batalla de la guerra de Afganistán, ocultos a la vista en el interior de las grutas había entre 1.500 y 2.000 hombres bien entrenados y armados. Un kilómetro y medio más abajo, al pie de las grutas, se encontraban unas tres decenas de efectivos de las Fuerzas Especiales de los Estados Unidos. Eran las únicas fuerzas de tierra que las autoridades militares estadounidenses habían enviado a la campaña de Tora Bora.
Hacía mucho tiempo que a Yunis Khalis le preocupaba que llegara ese momento. Teólogo y guerrero de considerable reputación, Khalis conocía bien a los estadounidenses: había peleado para ellos veinte años antes. Si había algo que el líder octogenario sabía, era que los estadounidenses no le gustaban demasiado. De todos modos, como cabeza de la alianza fratricida de grupos de la resistencia afgana, había aceptado la generosidad de Washington y, con los años, a medida que avanzaba la guerra contra los ocupantes soviéticos, Khalis, entre otros siete líderes de la resistencia, recibiría la tercera suma más grande de los más de 3.000 millones de dólares en armas y fondos que la CIA invirtió en la jihad. Como padrino de Jalalabad, la capital de la provincia de Nangarthar, Khalis controlaba un extenso territorio que comprendía Tora Bora.
Una noche de este verano le pedí a Masood Farivar, un ex oficial de Khalis que había luchado en Tora Bora durante la jihad, que me dijera por qué las grutas eran tan importantes. "Son escarpadas, formidables y aisladas", contestó. "El que las conoce puede ir y venir con facilidad. Pero para el que no las conoce son un laberinto impenetrable. En algunos puntos alcanzan los 4.300 metros, y durante diez años los soviéticos las atacaron con todo lo que tenían, pero sin obtener ningún resultado. Otra razón por la que son tan importantes es su proximidad con la frontera y con Pakistán", que se encuentra a 30 kilómetros de distancia.
Bin Laden conocía las grutas tan bien como Farivar y Khalis. Había peleado en lugares cercanos, como Jaji y Ali Khel, así como en la batalla de Jalalabad de 1989. Conocía cada risco y cada paso de montaña, cada senda de la CIA. Esa era la zona donde Bin Laden había pasado más de diez años de su vida.
Fue también durante los años de la guerra que Bin Laden conoció a Khalis. Los dos hombres se hicieron muy amigos. De hecho, cuando Bin Laden regresó a Afganistán en mayo de 1996 procedente de su base en Sudán (luego de que los Estados Unidos presionaron al gobierno sudanés para que lo expulsara), fue Khalis el primero que lo invitó. Y fue también Khalis el que, ese mismo año, le presentaría a Bin Laden al líder talibán Mullah Muhammad Omar, que había luchado con Khalis durante la jihad y que más tarde se convertiría en protegido.
"Khalis tenía un interés de vincular a Bin Laden", me dijo Michael Scheuer, el ex director de la división Bin Laden de la CIA y autor de "Imperial Hubris" (Soberbia imperial) cuando nos encontramos en un café de Washington. "Osama perdió a su padre muy joven, y Khalis se con virtió en una figura paternal para él. Khalis considera que Osama era el joven islámico ideal".
Junto con sus cuatro esposas y sus veinte hijos, Bin Laden se trasladó al complejo familiar fortificado de Khalis hace nueve años, y luego a una granja de las afueras de Jalalabad. Para esa misma época también tuvieron lugar dos intentos de asesinar a Bin Laden. "Ambos fueron muy burdos", sostuvo Scheuer, "y delataban a los sauditas", que ya habían tratado de asesinar a Bin Laden en Jartum. "En consecuencia, Bin Laden decidió alejarse de la ruta principal. Fue así que Khalis le dio dos de sus puestos de lucha en las montañas: Tora Bora y Milawa. De inmediato Bin Laden empezó a reconstruir ambos: Tora Bora para su familia y sus principales colaboradores; Milawa para sus combatientes y como centro de comando y logística. Cuando Bin Laden se trasladó a Kandahar —en ese entonces un bastión talibán— en mayo de 1997, los dos reductos de la montaña ya estaban completamente reacondicionados y modernizados: lo estaban esperando".
Unas seis semanas después del 11 de setiembre y casi dos semanas después de comenzar el bombardeo de Afganistán del 7 de octubre, los comandantes militares estadounidenses —que no tenían planes de invadir Afganistán, ni siquiera un esbozo— por fin tuvieron éxito en lo relativo a conseguir las primeras fuerzas: un grupo de doce hombres de Fuerzas Especiales que se trasladó en helicóptero desde Uzbekistán hasta el Valle de Panjshir. Ahí se incorporaron a la Alianza del Norte, una milicia antitalibana que controlaba sólo el 10% de Afganistán pero en la que Washington delegaba la guerra terrestre. La opinión que prevalecía entre los altos mandos es tadounidenses era que una fuerza aérea contundente, mucho dinero y milicias podían ganar la guerra. Los meandros de la vida tribal afgana parecían escapar a la comprensión de todos.
A fines de octubre o principios de noviembre, según Scheuer, los estadounidenses visitaron a Khalis en busca de respaldo. "Khalis dijo que estaba retirado y que ya no hacía nada", me contó Scheuer. "Fue la última vez" que los funcionarios de inteligencia estadounidenses lo vieron. "¡Era tan bizarro! ¿Acaso no estaban enterados todos de la amistad de Khalis con Bin Laden? ¿O de que Khalis era el único de los siete líderes muyajaidines que se mantenía neutral respecto de los talibanes, y que en ocasiones llegaba a apoyarlos?" Movió la cabeza y dijo: "Incluso después del 11 de setiembre, de hecho a pesar de eso, en cuanto empezamos a bombardear Afganistán, Khalis emitió un llamado a la jihad contra las fuerzas de los Estados Unidos en Afganistán".
Cuando Khalis rechazó a los estadounidenses, las tropas de las Fuerzas Especiales reclutaron a dos de sus ex comandantes. Hacían una pareja extraña: Hazarat Ali y Hajji Zaman. El primero sólo había estudiado hasta cuarto grado, apenas si sabía leer y carecía de todo tipo de refinamiento; el otro era un narcotraficante próspero, hablaba inglés y francés con fluidez y era un narrador pulido a quien los Estados Unidos habían tentado a abandonar su exilio en Francia.
Bin Laden había vuelto a Jalalabad alrededor del 10 de noviembre, me dijo un funcionario de inteligencia, y esa misma tarde, según un artículo del 4 de marzo de 2002 que publicó The Christian Science Monitor, pronunció un vehemente discurso en el centro de estudios islámicos de Jalalabad —mientras hacían explosión las bombas estadounidenses— ante unos mil líderes tribales regionales, y aseguró que, unidos, podrían dar a los estadounidenses "una lección, la misma que les enseñamos a los rusos". Era una audiencia receptiva. Muchos de los presentes habían luchado en la primera guerra afgana de los Estados Unidos. Enfundado en un shalwar kameez gris, (camisa larga y pantalones holgados) todo ello rematado con su campera camuflada, Bin Laden tenía en la mano un Kalakov, una versión más corta del Kalashnikov. Cuando la multitud empezó a corear "Zindibad (larga vida a) Osama", el líder de Al Qaeda recorrió la sala distribuyendo sobres blancos, algunos abultados, otros delgados, el grosor de cada uno proporcional al número de familias que comandaba cada líder. Los jefes menores, según los presentes, recibieron el equivalente de 300 dólares en rupias paquistaníes. Los líderes de los clanes más grandes, por su parte, recibieron hasta 10.000 dólares.
Bin Laden no tuvo que comprar la lealtad de los jefes tribales pashtunes. Estos ya lo respaldaban. Era, después de todo, el único musulmán no afgano de importancia del último medio siglo que se había alineado con los afganos. Pero en esa tarde de noviembre, y en las noches que le siguieron, mientras Bin Laden empezaba a preparar el terreno para su huida de las grutas de Tora Bora, el esquivo líder de Al Qaeda estaba decidido a tener una completa seguridad.
La última vez que se vio a Bin Laden en Jalalabad fue la tarde del 13 de noviembre cuando, junto con el hijo de Khalis, Mujahid Ullah, y otros líderes tribales, negoció una transferencia pacífica del poder de los talibanes a un gobierno interino. Según sus términos, Khalis tomaría temporalmente el control de la ciudad hasta la formación de un nuevo gobierno con respaldo estadounidense.
Los combatientes árabes de Bin Laden habían usado Jalalabad como base y centro de comando durante una serie de años, y ahora se dispersaron, cargaron sus armas y su ropa, sus hijos y esposas en la parte posterior de varios centenares de camiones y vehículos blindados. Algunos combatientes talibanes los siguieron. Otros desaparecieron; se despojaron de sus característicos turbantes negros y volvieron a sus aldeas y ciudades.
A medida que se preparaba el convoy, Bin Laden se despedía: del gobernador talibán, y de los numerosos líderes tribales que habían recibido sus sobres blancos tres días antes. Seguía vistiéndose como antes y llevaba su Kalakov, a pesar de que lo rodeaban unos sesenta guardias armados. Luego se subió a un Toyota Corolla y el convoy se alejó hacia las montañas de Tora Bora, donde esperó la llegada de los estadounidenses.
A fines de noviembre, Hazarat Ali, Hajji Zaman y Hajji Zahir habían reunido una fuerza de aproximadamente 2.500 hombres —a la que se sumaba una flota de vetustos tanques rusos— en la base de Tora Bora. Los afganos estaban mal pertrechados y peor entrenados. También carecían del compromiso que caracterizaba a los combatientes de Bin Laden. Ocultos a la vista a 1.500 metros de altura o más en numerosos valles, bosques y grutas, los combatientes de Al Qaeda no sólo contaban con la enorme ventaja del terreno, sino que sus reductos estaban repletos de generadores, electricidad y abundancia de provisiones. La nieve cubría la montaña, y el frío aumentaba. Los combatientes afganos sostenían infinitos enfrentamientos. También era el mes sagrado del Ramadán, cuando los musulmanes ayunan desde el amanecer hasta el crepúsculo, y algunos afganos tienen la tendencia a abandonar sus puestos y volver a casa para celebrar el iftar, la comida vespertina que pone fin al ayuno.
Tal vez más ominosa fuera la creciente rivalidad entre Hazarat Ali y Hajji Zaman. Los dos eran despiadados, ambiciosos, corruptos. Uno era pashtún; el otro no. Llegaron a odiarse con tal intensidad, que en más de una ocasión ellos y sus combatientes se enfrentaron mutuamente en lugar de luchar contra Al Qaeda.
El bombardeo estadounidense de Tora Bora, que ya llevaba un mes, llegó a su punto culminante el 30 de noviembre y anticipó la guerra terrestre. Centenares de civiles murieron ese fin de semana, así como muchos combatientes afganos, según Hajji Zaman, que ya había despachado a ancianos de las tribus para pedir a los comandantes de Bin Laden que abandonaran Tora Bora. Tres días después, el 3 de diciembre, en uno de los momentos más extraños de la guerra, Hazarat Ali anunció que comenzaría la ofensiva terrestre. Pronto la noticia llegó a aldeas y ciudades, y centenares de hombres mal preparados acudieron a la base de la montaña.
El mapa indicaba que había apenas más de un kilómetro y medio desde la base de las Montañas Blancas hasta el primer tramo de grutas de Al Qaeda, pero la nieve y las laderas abruptas hicieron que a los combatientes afganos les llevara tres horas llegar. Los emboscaron casi en cuanto llegaron. La batalla duró sólo diez minutos, tras lo cual los combatientes de Bin Laden desaparecieron tras las lomas y los afganos se retiraron. En los días siguientes se impondría un patrón: los afganos atacaban y luego se retiraban. En algunas ocasiones, una gruta cambiaba de manos dos veces en un mismo día. Las tres docenas de tropas de las Fuerzas Especiales llegaron el tercer día. Su misión, sin embargo, se limitaba estrictamente a asistir, asesorar y pedir ataques aéreos, según las órdenes del general Tommy Franks, el jefe del Comando Central estadounidense, que dirigía la guerra desde su sede de Tampa, Florida.
Incluso después de la llegada de las Fuerzas Especiales, las mi licias afganas no avanzaban gran cosa en su intento de tomar las grutas de Al Qaeda —sobre todo debido a que habían encontrado más resistencia que la esperada— a pesar de haber lanzado ataques simultáneos desde el este, el oeste y el norte. No habían enviado fuerzas al sur, donde los picos más altos de las Montañas Blancas encuentran la frontera con Pakistán.
A esa altura, el bastión talibán de Kandahar había caído o, para ser más exactos, los soldados del régimen lo habían abandonado. La retirada talibana de Kandahar fue un símbolo de la guerra. No se había ganado ninguna de las ciudades de Afganistán sólo mediante la fuerza. Luego de un intenso bombardeo, los combatientes talibanes se habían limitado a hacer retiradas estratégicas. Ahora muchos oficiales estadounidenses estaban seguros de que lo mismo iba a pasar en Tora Bora.
Uno de ellos era el general de brigada James N. Mattis, el comandante de unos 4.000 infantes de marina que ya se encontraban en Afganistán. Mattis, así como otro oficial con el que hablé, estaba seguro de que, con tal número, podría haber rodeado y aislado a Bin Laden, así como enviado tropas a los sectores más delicados de la extensa y solitaria frontera con Pakistán. Sostenía que debía permitírsele avanzar hacia las grutas de Tora Bora. Se lo negaron. Un funcionario de inteligencia estadounidense me dijo que el gobierno de Bush concluyó luego que la negativa del Comando Central a enviar infantes de marina —así como, en términos generales, a comprometer fuerzas terrestres estadounidenses en Afganistán— fue el error más grave de la guerra.
Aproximadamente una semana después de que se denegara el pedido del general Mattis, llegó el momento decisivo de la batalla de Tora Bora. Fue el 12 de diciembre. Hajji Zaman ya se había dado cuenta de que los combatientes de Al Qaeda estaban mejor armados que sus hombres, y también de que estaban dispuestos a morir antes que rendirse. También estaba cada vez más enfrentado con Hazatat Ali. En pocos días más comenzaría la festividad de Eid al-Fitr, que pone fin al Ramadán. El comandante estadounidense decidió que el estancamiento debía terminar. Así, mediante una serie de intermediarios y luego de forma directa, Hajji Zaman se comunicó por radio con algunos de los comandantes de Bin Laden y les ofreció una tregua. Los estadounidenses estaban indignados. Las negociaciones —a las que Hazarat Ali accedió dado que también él mantenía conversaciones secretas con Al Qaeda— se prolongaron durante horas. Cuando llegaron a su fin, el interlocutor de Hajji Zaman, que estaba oculto en algún lugar de las grutas, probablemente era Salah Uddin, el hijo de Bin Laden. Si las fuerzas de Al Qaeda se rendían, dijo el contacto de Hajji Zaman, sólo lo harían ante las Naciones Unidas.
Funcionarios de inteligencia estadounidenses ahora consideran que unos 800 combatientes de Al Qaeda escaparon de Tora Bora esa noche. Otros ya se habían ido. Pero otros se quedaron, entre ellos Bin Laden. "Hay que reconocérselo —me dijo Gary Schroen, un ex funcionario de la CIA que encabezó el primer grupo paramilitar estadounidense en Afganistán en 2001—: se quedó en Tora Bora hasta el fin". Cuando las milicias afganas avanzaron hasta la última de las grutas de Tora Bora, no quedaba nadie de importancia. Ese día, el 17 de diciembre, se tomó prisioneros a unos veinte jóvenes.
Alrededor del 16 de diciembre de 2001, según estimaciones de la inteligencia estadounidense, Bin Laden abandonó Tora Bora por última vez acompañado de guardaespaldas y colaboradores. Otros líderes de Al Qaeda se dispersaron por diferentes rutas, pero se cree que Bin Laden y sus hombres viajaron a caballo al sur, hacia Pakistán, atravesando los mismos pasos de montaña y los mismos caminos poco conocidos por los que los vehículos de la CIA habían transitado durante los años de la jihad. A lo largo del camino, en las decenas de aldeas y ciudades a ambos lados de la frontera, las tribus pashtún habrían encendido fogatas para guiar a los hombres en su lento avance por la nieve hacia el viejo puesto militar paquistaní de Parachinar.
Tora Bora fue la única ocasión, después de los atentados del 11 de setiembre, en que los Estados Unidos pudieron estar seguros de dónde se encontraba Bin Laden y habrían tenido la oportunidad de detenerlo o matarlo. Algunos sostuvieron que fue la última oportunidad de Washington. Otros señalan que, si bien ahora será mucho más difícil, Bin Laden no está fuera de nuestro alcance. Sin embargo, las cosas son mucho más difíciles ahora que hace cuatro años, y el terreno y la sensibilidad política son verdaderos enemigos naturales.
Nada indica que Bin Laden alguna vez haya salido de Pakistán luego de haber cruzado la frontera esa noche nevada de diciembre. Tampoco hay indicios de que alguna vez haya salido de las tierras tribales pashtún del país, que se haya trasladado de Parachinar a Waziristán, y luego al norte, a Mohmand y Bajau, me dijo un funcionario de inteligencia estadounidense. Se trata de las zonas más remotas y escarpadas del mundo, y son muy extensas.
Al defender su decisión de no comprometer fuerzas en la campaña de Tora Bora, los miembros del gobierno de Bush —entre ellos el presidente, el vicepresidente y el general Tommy Franks— siguen insistiendo en que no había información definitiva respecto de que Bin Laden se encontraba en Tora Bora en diciembre de 2001. No fue sino hasta julio de este año que el Pentágono dio a conocer un documento en el que se señala que los investigadores del Pentágono creían que Bin Laden estaba en Tora Bora y que huyó.
El documento se dio a conocer en un momento delicado para los Estados Unidos. Un creciente movimiento talibán cobra fuerza y ataca a las fuerzas estadounidenses de forma más mortífera y mejor organizada que antes del comienzo de la guerra contra el terrorismo. El presidente paquistaní, Pervez Musharraf, es un aliado clave en esa guerra, pero recién en los últimos días de julio de este año volvió a comprometerse con la campaña contra los militantes islámicos de su país, y sólo como resultado de sugerencias de que los atentados que tuvieron lugar ese mes en Londres y Egipto podían tener relación con Pakistán.
Según Gary Schroen, el ex funcionario de la CIA, "nunca vamos a atrapar a Bin Laden sin la completa cooperación de Pakistán, y es mucho más lo que pueden hacer".
"¿Como qué?", le pregunté.
"Tenemos que convencerlos de que detener a Osama bin Laden es algo que a ellos les conviene. Y eso significa permitirnos enviar Fuerzas Especiales y grupos de la CIA en número suficiente hacia las zonas del norte. También tenemos que replantearnos la estrategia militar en Afganistán a los efectos de contar con operaciones militares coordinadas a ambos lados de la frontera". Hizo una pequeña pausa y agregó: "Ahora todo depende de los paquistaníes".
"¿Cómo afectaría eso a Musharraf en el caso de que accediera?", pregunté.
Pensó un momento y contestó: "Si se percibiera que fue su mano la que entregó a Bin Laden, no podría sobrevivir".
[Fuente: Por Mary Anne Weaver. The New York Times Especial para Clarin, Bs As, 25sep05]
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