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Ko'aga Roñe'eta

Baja

PAZ: Democracia, Justicia y Desarrollo
Comité Permanente por la defensa de los Derechos Humanos.
VIII Foro Nacional realizado en Bogotá el 11/12 y 13 de Julio de 1996.

LA RECONSTRUCCIÓN DE LA JUSTICIA JUDICIAL EN COLOMBIA

HERNANDO VALENCIA VILLA

En esa crónica espectral de nuestra demencia política que es Noticia de un Secuestro Gabriel García Márquez se aparta tan sólo una vez de su riguroso empeño notarial para permitirse el lujo de un juicio de valor sobre la causa profunda del "holocausto bíblico en que Colombia se consume desde hace más de veinte años"|1|. Se trata de una breve pero aguda observación sobre la raíz del conflicto generado por los secuestros de los Extraditables en víspera de la Asamblea Constituyente de 1991, que conserva toda su vigencia como diagnóstico certero de la crisis que agobia hoy al régimen político Colombiano:

Pero el problema de fondo, tanto para el gobierno como para el narcotráfico y las guerrillas. Era que mientras Colombia no tuviera un sistema de justicia eficiente era casi imposible articular una política de paz que colocara al Estado del lado de los buenos y dejara del lado de los malos a los delincuentes de cualquier color |2|.

Cinco años después del trágico episodio recreado de manera magistral por el historiador del corazón colombiano, el problema de fondo sigue siendo el mismo. Colombia carece de justicia judicial efectiva pues el crimen sin castigo se ha enseñoreado de nuestra sociedad a tal punto que el conflicto armado interno amenaza convertirse en una guerra de los cien anos, la corrupción es ya la continuación de la política por otros medios, y el estigma de la narcodemocracia o narcocracia contribuye cada vez más al aislamiento del país y a la discriminación de sus nacionales en el exterior. Esta escandalosa impunidad, que ha sido calificada de "catastrófica" y de "estructural" por todas las autoridades internacionales y algunas de las nacionales en el campo de los derechos humanos, gravita hoy como la peor de las tiranías sobre las vidas y las libertades de los colombianos, y constituye el mayor problema que enfrenta la patria de Nariño, de Gaitán y de Galán.

Con todo, lo que confiere al juicio de García Márquez su clarividencia es la doble percepción de que la justicia es la clave de la paz y al mismo tiempo que existe una relación orgánica, de dependencia recíproca, entre la política de orden público, la política criminal y la política de los derechos humanos en una nación en guerra consigo misma como la Colombia de estas vísperas del tercer milenio. Planteado así, el aserto parece obvio. Pero la babélica confusión en que se debate el país sugiere no presumir nada, por lo cual conviene formular el problema de la impunidad judicial entre nosotros como si las hipótesis corrientes resultaran inadecuadas o insuficientes. La complejidad y la gravedad de la crisis de gobernabilidad e incluso de viabilidad que tiene a la administración Samper y a la república más allá de la legalidad y de la legitimidad aconsejan, por el contrario, tomar cum grano salis tanto los diagnósticos como las terapias en boga y abocar la cuestión de la justicia judicial en otra perspectiva, de manera nueva y distinta. Para tal fin, la presente ponencia consta de tres breves secciones: la primera concierne a la situación empírica de la administración de justicia; la segunda versa sobre la función material y no formal de la justicia del Estado en una democracia moderna; y la tercera ofrece las bases mínimas para una reconstrucción radical del servicio público de solución de conflictos y de asignación de recursos disputados o escasos, que no otra cosa es la justicia judicial, en el futuro inmediato del país. Se trata, por supuesto, de una contribución personal sobre una temática compleja y conflictiva, que debe ser recibida con beneficio de inventario, como todos los demás aportes al debate público en torno al destino de nuestra sociedad, y que reclama para sí una sola calidad: la del exilio como otra forma de patriotismo.

Antes de entrar en materia, empero, hay que hacer una anotación metodológica, que concierne al fondo de la cuestión. Aquí se habla de la justicia judicial o conmutativa que desde Aristóteles es la encargada de resolver los conflictos intersubjetivos e intergrupales mediante la aplicación de la ley en los casos concretos. Según la Ética a Nicómaco, este primer tipo de justicia supone la actuación de un tercero desapasionado, el Juez, que se mantiene a igual distancia de las partes en conflicto y se convierte por ello en la encarnación misma del derecho|3|. Pero puede hablarse también de la justicia distributiva que se ocupa de la asignación de los bienes políticos, socioeconómicos y culturales que constituyen el entramado material de toda la sociedad viva. Ambas justicias, la conmutativa o judicial y la distributiva o socioeconómica y política, brillan por su ausencia en la Colombia de hoy. Más aún, una carencia se alimenta de otra, en un círculo vicioso de miseria, violencia y degradación que no parece tener principio ni fin, y que convierte la vida en corta, brutal e insoportable, como describía Hobbes la existencia durante la guerra civil que devastó a Inglaterra entre 1640 y 1660 |4|. No puede entenderse la injusticia judicial sin la injusticia social y no puede comprenderse la miseria sin la impunidad, de suerte que cualquier tentativa seria de rehabilitación del aparato judicial y carcelario del país debe estar acompañada de un esfuerzo comparable de redistribución de recursos, oportunidades y responsabilidades a lo largo y ancho de la sociedad. Sin justicia penal legítima y eficaz, el crimen se transforma en negocio o en vicio y la vida de relación termina gobernada por la ley de la selva, es decir, por la hegemonía de la violencia. Y sin justicia socioeconómica y política, el mercado impone su lógica de hierro y la república se convierte en hacienda o en feudo por manera que la felicidad de los menos se paga con la desdicha de los más.


I. Crimen sin Castigo

Casi todos los diagnósticos de la impunidad judicial estructural en Colombia se detienen en las causas funcionales u operativas del problema: El atraso tecnológico, la pobreza presupestal y la congestión procesal, que son reales y graves pero que no dan cuenta de la magnitud de la crisis. Evidentemente, faltan instalaciones y equipos, los recursos son insuficientes y la enorme cantidad de procesos penales pendientes entraba hasta el colapso o la parálisis a juzgados y tribunales de todo el país. Pero la cuestión no radica tan sólo en la escasez o la inadecuación de los medios, ni en el exceso de expedientes. Es menester hablar también de las causas institucionales y contextuales de la impunidad.

Entre las causas institucionales cabe señalar: el clientelismo no sólo de partidos y facciones sino además de facultades de derecho y de provincias o regiones de origen, que determina que el acceso y el ascenso en la judicatura y la magistratura siga dependiendo de factores políticos, ajenos a los méritos profesionales y laborales de los administradores de justicia; el estancamiento de la profesión legal en su conjunto, que es la única disciplina universitaria sin estatuto científico, sin agremiaciones representativas y sobre todo sin control de calidad y de moralidad; y la incapacidad del sistema de juzgamiento, el cual continúa aferrado a una justicia escrita, secreta o no pública e individualista, en abierta contradicción con la realidad material del país y con las tendencias de lo judicial en el mundo contemporáneo.

Y entre las causas contextuales o ambientales de la impunidad, por fin, hay que mencionar las siguientes: la propia tradición colombiana de apelación inveterada a las vías de hecho y a la lucha armada como mecanismos sustitutivos de representación de intereses y solución de conflictos, que nos ha convertido en la sociedad más violenta del planeta; la prolongada transición estructural entre sociedad tradicional y sociedad moderna, desencadenada desde la crisis del medio siglo XX y visible hoy en la disputa de éticas y morales que está en el fondo del drama nacional; y la notoria falta de visión histórica y de voluntad política por parte de nuestra clase dirigente, que explica la mediocridad y la ineficacia de las reformas judiciales de los últimos treinta o cuarenta años y que cierra el círculo vicioso de injusticia judicial en que nos debatimos.

Este somero panorama muestra cómo la sola cuestión de las causas de la impunidad resulta mucho más compleja que lo que se nos ha querido hacer creer a los colombianos hasta ahora. Y si a ello añadimos el estado actual de la rama judicial en lo penal, las conclusiones no pueden ser más desoladoras.

Según el DANE, hacia mediados del decenio 1980-1990 se registraban cerca de 15.000 homicidios dolosos al año en Colombia. Diez años más tarde, la cifra anual supera los 30.000 lo cual significa que ha crecido entre el 3 y 4% de un año a otro y se ha duplicado de una década a otra. Otra forma de expresar esta terrible realidad consiste en recordar que, según la Organización Mundial de la Salud, en 1993 Colombia aportó ella sola el 10% de todos los asesinatos perpetrados en el planeta. Y el reciente estudio de la profesora María Victoria Uribe indica que entre 1980 y 1992 se cometieron 1.032 masacres u homicidios dolosos de cuatro o más personas en el mismo episodio.

Frente a esta criminalidad atroz, la respuesta judicial que se traduce en la tasa de condena para el delito de homicidio resulta no sólo escandalosa sino catastrófica: en 1992 todos los jueces penales del países que son algo más del 50% de los casi 5.000 que operan hoy, profirieron en total 2.717 sentencias condenatorias frente a los más de 28.000 homicidios registrados durante el mismo año en todo el territorio nacional. Si esto sucede con el más grave de los crímenes, parece superfluo insistir en el tamaño de la impunidad que afecta a los demás delitos y, lo que es peor, en el déficit de legitimidad de un régimen que no castiga ni el 10% de la criminalidad que destruye las vidas y las libertades de sus ciudadanos.

Muy a pesar de la renovación simbólica del sistema político que supuso en su momento la experiencia constituyente de 1991, del relativo esfuerzo presupuestal de las últimas administraciones para fortalecer las agencias existentes e impulsar las entidades creadas por la nueva norma fundamental, y sobre todo de la gestión de la Fiscalía General de la Nación en la lucha contra la corrupción, la administración de justicia judicial presenta un pobre balance de realizaciones. No hay política criminal digna de tal nombre, el sistema penitenciario está al borde del colapso y la tragedia humanitaria generada por el conflicto armado interno no está siendo enfrentada de manera responsable debido a que todos los actores políticos parecen incapaces de sustraerse a la fuerza gravitacional de ese agujero negro que es el escándalo suscitado por el llamado proceso 8.000.


II. Justicia o Venganza.

Más allá del canon constitucional y legal, según el cual la justicia se ocupa de aplicar la ley en las controversias concretas de los asociados, la función real, material y no formal, de los escenarios y los procedimientos judiciales sólo puede ser cabalmente entendida en el terreno socioeconómico y político. En este ámbito, el sistema de juzgados y tribunales del Estado cumple dos tareas principales: la construcción de la verdad y la asignación de la responsabilidad. En el primer caso, se trata de reconstruir o restituir, como dicen los historiadores los hechos relevantes del crimen o del conflicto en cuestión, de lo cual resulta la verdad, la verdad pública, que es la única que importa pues obliga a gobernantes y gobernados por igual; las demás verdades son privadas y deben ser protegidas por la ley pero no producen efecto público alguno. En el segundo caso, la justicia adjudica responsabilidades a los individuos o grupos involucrados en el proceso mediante la deducción de todas las consecuencias jurídicas, morales, políticas y económicas que acompañan a la culpabilidad o a la inocencia en cada episodio de la múltiple controversia que es la vida de relación. Mediante la construcción de la verdad pública y la adjudicación de las responsabilidades individuales y colectivas se consiguen dos objetivos estratégicos para la administración democrática de cualquier sociedad bien ordenada: la resolución pacífica de los conflictos y la asignación de los recursos escasos o disputados.

A la luz de este esquema se advierte cómo las funciones materiales que corresponden en principio a la justicia del Estado no pueden dejar de cumplirse por descaecida que se encuentre la labor de jueces y magistrados. Ello significa que cuando la justicia no funciona, como ocurre hoy en este país, alguien usurpa sus funciones, casi siempre para ejercerlas de mala manera, es decir, en beneficio privado o mediante la corrupción y la violencia. Así sucede con la producción de la verdad pública sobre crímenes y conflictos entre nosotros: puesto que la justicia no los esclarece, nos quedamos acaso con la versión de los medios de comunicación, que no es más que un remedo de la verdad al servicio de intereses familiares, empresariales o partidistas, sin control democrático alguno. Y lo propio pasa con la deducción de las responsabilidades: puesto que la justicia no castiga, el ajuste de cuentas entre particulares tiende a institucionalizarse como una modalidad tolerada e incluso fomentada de sanción y el delito se torna rentable o al menos funcional para muchos, desde los delincuentes políticos hasta los delincuentes comunes y los funcionarios corruptos o arbitrarios.

Cuentan que cuando Norberto Bobbio, el gran jurista y politólogo italiano, visitó nuestro país hace algunos anos y conoció de cerca estas realidades, dijo que no era fácil entender lo que ocurre en Colombia pues el único servicio público que no puede ser privatizado jamás, so pena de que el Estado mismo abdique de su responsabilidad primera que es evitar la guerra civil mediante las vías del derecho, es la justicia. Y sin embargo, lo que parecía imposible, inimaginable, la privatización de la justicia judicial, es una realidad terrible pero eficaz entre nosotros.

En una perspectiva complementaria, el pensador francés René Girard nos enseña que la violencia está presente en la experiencia humana a lo largo de toda la historia conocida. Más aún, hay dos procedimientos principales a través de los cuales se ha intentado con éxito relativo controlar o domesticar la violencia: lo sagrado (la mitología o la religión) en la sociedad primitiva y lo judicial en la sociedad moderna. Desaparecida entonces la trascendencia mitológica o religiosa, merced a los procesos de modernización (urbanización, industrialización, secularización, democratización) en curso desde hace décadas, la única trascendencia que nos queda para desenmascarar y castigar el crimen de manera legítima y a la vez eficaz es la justicia judicial. En La Violencia y lo Sagrado, el gran libro de Girard, se lee:

El sistema judicial aleja la amenaza de la venganza: la limita efectivamente a una represalia única, cuyo ejercicio queda confiado a una autoridad soberana y especializada en esta materia. Las decisiones de la autoridad judicial siempre se afirman como la última palabra de la venganza (...) En tanto no exista un organismo soberano e independiente capaz de reemplazar a la parte lesionada y reservarle la venganza, subsiste el peligro de una escalada interminable (...) Sólo una trascendencia cualquiera, haciendo creer en una diferencia entre el sacrificio y la venganza o entre el sistema judicial y la venganza, puede engañar duraderamente a la violencia |5|.

El argumento girardiano no sólo resulta muy convincente sino que parece haber sido escrito para la Colombia de 1996: la única manera de escapar a la escalada interminable de la violencia es la actuación de un organismo soberano e independiente que sustituya a la víctima del crimen y en nombre de todos imponga una represalia única a los practicantes de la barbarie. Dicho organismo soberano e independiente es la justicia judicial o justicia del Estado. No hay ninguna otra alternativa civilizada al crimen y a la violencia.


III. Reconstruir la Justicia.

Se ha dicho que lo urgente no deja tiempo para lo importante. Pero la reconstrucción de la justicia judicial en Colombia es al mismo tiempo urgente e importante: urgente, porque ninguna sociedad que se pretenda minimamente civilizada puede tolerar la comisión de diez asesinatos diarios por razones políticas o ideológicas, como los que se registran entre nosotros en el período 1993-1995 |6|; e importante, porque sin administración de justicia legítima y eficaz Colombia no saldrá nunca de la barbarie a que la han arrojado sus propias contradicciones.

Más aún, con la perspectiva de un lustro del cual ciertamente no podemos sentirnos orgullosos, ya sabemos que casi todas las promesas de la carta del 91 siguen escritas y, con la excepción parcial y relativa de la fiscalía General de la Nación, el panorama institucional del Estado colombiano en materia judicial es cada vez más enmarañado y cada vez menos eficiente, cada vez más impotente y cada vez menos democrático. Se requiere, por consiguiente, una reconstrucción de la justicia judicial del país sobre bases nuevas y distintas de las utilizadas o propuestas hasta ahora, es decir, una reforma judicial radical que no sólo respete sino que también promueva los valores, principios y preceptos democráticos de nuestra constitución y del derecho internacional de los derechos humanos y de los conflictos armados, y que no sólo resuelva el actual problema de impunidad sino que también garantice la operación sostenida de una justicia igual para todos en el largo plazo. A continuación se plantean para la reflexión y la discusión públicas, las bases mínimas o líneas fundamentales para la rehabilitación de la justicia en Colombia, sin otro propósito que contribuir a formular buenas preguntas para tratar de encontrar buenas respuestas.


1. Procedimiento científico y democrático

Una de las causas principales del fracaso consuetudinario de las reformas judiciales aplicadas en el país a lo largo de la última generación es la metodología empleada, que hasta ahora ha consistido en confiar el ejercicio completo a un cenáculo de abogados prestigiosos el cual se aísla durante unos meses y, con la ayuda eventual de algunos jueces y congresistas, producen un articulado sustantivo y/o procesal basado en la experiencia empírica de los comisionados. Es imperativo replantear por entero este procedimiento elitista e intuitivo, casi adivinatorio, que no representa a nadie y que no ha alterado las bases materiales de nuestro sistema de juzgamiento penal. En su lugar, hay que acometer primero un proceso de investigación de campo, de carácter interdisciplinario, mediante el cual los primeros centros académicos del país establezcan el estado del arte, esto es, la situación real de juzgados, tribunales, fiscalías, cárceles y facultades de derecho, y nos ofrezcan un diagnóstico confiable. Con base en este trabajo de exploración y verificación en el terreno, que no puede encargarse más que a institutos universitarios de probada solvencia académica e independencia ideológica, y que tiene que adelantarse en un término no mayor de seis meses, debe procederse luego a una segunda etapa de formulación normativa inicial o preliminar, que consistiría en integrar una Comisión Redactora de carácter mixto, lo más representativa posible de los sectores con legitimidad propia para intervenir en la remodelación propuesta: los fiscales, jueces y magistrados, los abogados litigantes, los profesores y estudiantes de derecho, los administradores e internos de los centros carcelarios, los organismos de control y vigilancia del Estado, los representantes de las víctimas de los delitos o de las organizaciones no gubernamentales especializadas en estas materias, y los expertos del gobierno y del parlamento. Esta comisión, en un plazo no mayor de seis meses, debe convertir el diagnóstico científico de la problemática judicial y penitenciaria en una propuesta normativa que se someterá enseguida a la más amplia consulta ciudadana, como se hizo en el periodo preparatorio de la Asamblea Constituyente de 1991, por manera que los partidos políticos y los movimientos sociales, los sindicatos y los gremios, las universidades y las ONGs, a través de foros, mesas de trabajo y otros medios democráticos discutan y enriquezcan el primer borrador de la reforma durante otro semestre. Así, al cabo de dieciocho meses, se tiene un articulado nuevo y distinto, resultante del trabajo investigativo, la redacción técnica y la deliberación pública, con auténtico fundamento en la realidad y con mucha más autoridad académica, política y moral para convertirse en normatividad que cualquier otra iniciativa precedente. En este punto del proceso, la Comisión Redactora produciría una segunda versión de la enmienda, con todos los aportes de la sociedad civil y la presentaría como obra de consenso al ejecutivo y al legislativo para su tramitación constitucional.


2. Contenido garantista, preventivo y civilizador.

Asegurada la legitimidad formal de la nueva estructura judicial gracias al procedimiento de adopción que acaba de sugerirse, conviene ocuparse ahora de su legitimidad material, que depende del contenido. En ninguna de las reformas practicadas hasta hoy se ha cuestionado, ni mucho menos modificado o sustituido, los fundamentos subterráneos de la jurisdicción realmente existente, y esta es la otra razón por la cual tales enmiendas han fracasado: porque el aparato judicial de que dispone Colombia para hacer el tránsito hacia el nuevo siglo y el nuevo milenio es el mismo que ya era obsoleto en 1960, porque una nación de treinta y cinco millones de habitantes, con los más altos índices de violencia homicida y liberticida en el planeta, no puede seguir pretendiendo administrar justicia con menos de 5.000 jueces, de los cuales poco más de la mitad son penales, y porque los procedimientos y métodos de nuestra justicia penal fueron concebidos para un país que ya no existe y sin embargo sobreviven como fósiles vivientes. Dichos fundamentos invisibles de la jurisdicción realmente existentes son: el carácter escrito y secreto de los procedimientos, y la índole individualista y privatista de las decisiones. En efecto, la justicia judicial colombiana, como si hubiera sido diseñada por Kafka en persona, produce montañas de papel y se ejerce de espaldas al público. Por eso genera morosidad y congestión, y está desprovista de la autoridad moral que demanda la elevada función de construir la verdad y deducir las responsabilidades. Peor aún, la mayor parte de las normas sustantivas de nuestros códigos se refieren a conflictos y delitos de una Colombia pretérita, es decir, de un país agrario, católico y bipartidista, que ya no existe más que en los textos de historia, y por ello las pocas sentencias que se profieren no hacen justicia, porque no responden al tipo de conflictos que dividen a nuestra sociedad y no traducen ni las necesidades ni las aspiraciones de los colombianos y las colombianas del común. Hoy día, la mayoría de las contradicciones sociales manifiestas en la violación de la ley provienen de disputas por la tierra, por el presupuesto, por la burocracia, por los derechos humanos, por los recursos naturales o por las oportunidades, lo cual quiere decir que se trata de conflictos colectivos, que afectan a grupos más o menos extensos de la población. Pero las normas Civiles laborales y penales corresponden a un paradigma privatista e individualista, que no se compadece ya con la naturaleza pública y societaria o comunitaria de las disputas generadoras de violencia o delincuencia entre nosotros. Tenemos que pensar, por consiguiente, en una justicia oral y pública que se legitime por su diligencia, su transparencia y su contacto con la ciudadanía y al mismo tiempo en una justicia que responda a las formas específicas de conflicto y criminalidad que nos tiranizan, y que contribuya a la construcción de la ciudadanía, base de la política democrática. Para este último propósito, la justicia debe acentuar su orientación garantiste de conformidad con la preceptiva constitucional y con los instrumentos internacionales vigentes. En tal sentido, hay que superar de una vez por todas los malhadados experimentos de la justicia secreta o regional y de la "política de sometimiento a la justicia" que han conculcado gravemente las garantías del debido proceso a cambio de muy pocas capturas y sanciones, y aferrarse al derecho penal democrático como única tabla de salvación en el naufragio. Con idéntica lógica, la política punitiva del Estado, para ser compatible con el derecho público que nos rige, debe poner mucho más énfasis en la prevención y en los mecanismos pre o para judiciales de resolución de conflictos mediante la participación de la comunidad. Sólo así la justicia será medio de civilización y respuesta a la barbarie.

Conviene aclarar que estas propuestas sobre el contenido y la orientación de la eventual reforma no ignoran que ambos aspectos han de ser, en lo esencial, el producto terminado del proceso de investigación, deliberación y codificación del nuevo articulado. Ningún individuo o grupo tiene la verdad en estas materias. La verdad no nos está esperando en ningún santuario. Debemos construirla entre todos porque se llama consenso y la democracia es el único medio de alcanzarla.

Aunque parezca superfluo, hay que hacer un par de anotaciones sobre el problema de las penas y la cuestión de las cárceles. En cuanto a lo uno, desde la obra pionera de Beccaría existe amplio consenso dentro de la teoría punitiva de estirpe democrática en que la eficacia, y la eficacia legítima, del castigo no está determinada por su severidad sino por su certeza: lo importante no es que las penas sean drásticas sino que se apliquen. Por ello, en un régimen en el cual la tasa de impunidad llega al 97%, de acuerdo con la declaración oficial del director de Planeación Nacional en abril de 1994, plantear el aumento de las penas e incluso el establecimiento de la pena de muerte como salidas a la crisis no es otra cosa que un insulto a la ciudadanía. Respecto de las cárceles, el estado de lo que Foucault llamaba el "archipiélago disciplinario" es tan aflictivo que probablemente la única solución seria es desocupar los establecimientos de reclusión, reconstruirlos desde los cimientos y volverlos a llenar con otra población. Por que ni están todos los que son, ni son todos los que están. Pero esa es otra historia, que deberá ser contada en otra ocasión.

Podrían hacerse otras consideraciones y propuestas, concernientes, por ejemplo, a jurisdicción y competencia, para sugerir que en lugar de justicias especiales se piense más bien en el modelo de los paneles o grupos de jueces ordinarios que, como en el sistema norteamericano, pueden ser comisionados por los Tribunales Superiores o por la Corte Suprema para conocer de crímenes graves o de ciertas categorías de delitos. En este último caso entrarían las infracciones graves al derecho internacional humanitario o crímenes de guerra, tanto por parte de militares y policías cuanto por parte de guerrilleros, que están en mora de ser juzgadas y sancionadas en Colombia. De otra parte, hay que evaluar a fondo la cuestión de las pruebas para encontrar un término medio que concilie la presunción de inocencia del sindicado con la legítima defensa de la sociedad a través de la función jurisdiccional. Y hay que armonizar la organización y el funcionamiento de la fiscalía con la nueva justicia penal que el país debe darse en el futuro inmediato. Pero estos y otros son los temas sobre los cuales debe versar el ejercicio colectivo de investigación y consulta que proponemos como condición sine qua non de la reforma judicial radical que se requiere con urgencia.

A propósito del "contencioso vasco", que se asemeja al contencioso colombiano en más de un aspecto, el filósofo español Fernando Savater a escrito recientemente: "si no ponemos de una vez por todas en entredicho las mentiras de los padres, nunca acabarán la inmolación de los hijos ni sus crímenes" |7|. Ningún tema de los que forman la materia de Colombia se encuentra más enrarecido que el de la justicia, pues el triunfo de la corrupción y de la violencia no se explica más que por la catástrofe judicial frente a la cual el escapismo y la retórica han alcanzado ya niveles intolerables entre nosotros. De ahí que sea menester reiterar lo obvio y volver a lo esencial: la fuerza sin justicia sólo puede combatirse mediante la justicia con fuerza. La única manera de hacer la paz o las paces que pongan fin a nuestra guerra o nuestras guerras, y librarnos así de esa herencia sin testamento que es la violencia ancestral, consiste en someternos todos a las reglas de la política democrática y en primer lugar al arbitraje de la ley. La verdadera respuesta a la guerra no es la paz sino la justicia. Según la guerra, la razón es de quien tiene la victoria; según la justicia, la victoria es de quien tiene la razón.


NOTAS FINALES:

1. G. Márquez, "Noticia de un Secuestro", Mondadori, Barcelona, 1996, pág 8

2. Idem, pág. 153

3. Pascal Bruckner, "La Tentación de la Inocencia", Anagrama, Barcelona, 1996, pág. 133

4. Veáse Thomas Hobbes, "Behemoth", Tecnos, Madrid, 1992

5. R. Girard, "La Violencia y lo Sagrado", Anagrama, Barcelona, 1983, págs. 23, 25 y 31

6."Colombia, Derechos Humanos y Derechos Humanitario: 1995", Comisión Colombiana de Juristas, Bogotá, 1996, pág. 5

7.F. Savater, "Libre Mente", Espasa Calpe, Madrid, 1995, pág. 254


Ponencia presentanda en el VIII Foro Nacional "Paz: Democracia, Justicia y Desarrollo". Bogotá, 11 al 13 de julio de 1996.

Citar como: Valencia Villa, Hernando La Reconstrucción de la Justicia Judicial en Colombia KO'AGA ROÑE'ETA se.xi (1996) - http://www.derechos.org/xi/1/valencia.html

"Paz: Democracia, Justicia y Desarrollo"
Ko'aga Roñe'eta, Serie xi


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