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06ene13


El asado de Alak en la ESMA, o cómo desvirtuar los espacios de la memoria


El error del ministerio de Justicia pudo haber sido más grave, podrían haber terminado la farra con petardos. Peor aún si a la comisión Festejos se le hubiera ocurrido ir por más y organizar el brindis en el Parque de la Memoria, que además de ser un muy cuidado memorial a las víctimas del terrorismo de Estado, ofrece bellas vistas del río. La polémica no nace solamente de la falta de orientación del ministro Alak -la ex ESMA no tiene pertenencia "temática" entera ni exclusiva a su órbita; la ha confundido antes con una unidad básica Luis DŽElia. Ayer en una ristra de twits, la Presidenta anunció, mediante un juego de opuestos esencialista (asado-vida/dolor-muerte), que se seguirán haciendo asados allí. Por eso a esta altura es ocioso que las autoridades de la institución fundamenten el permiso concedido, tal como deberían hacer: nos vemos obligados a menudo a naturalizar el cachivache.

La irritante celebración de fin de año no hace más que recrear, en clave de parranda folclórica, el menosprecio oficial acerca de las instituciones culturales y la infraestructura pública: todo gobierno debe estar al servicio del Estado y no al revés. Pero es que esa concepción del museo se transparenta en toda la administración de la ex Escuela de Mecánica de la Armada. Se trata del grave desperdicio pedagógico que supone contar con el teatro mismo de los hechos y, al cabo de años, acabar ofreciendo una agenda en la que no faltan el taller de murga, la recreación infantil y el festival de danza contemporánea (a la gorra, pues los artistas no cobran). La decisión de entregar los edificios como locales partidarios a diversas ongs cooptadas se ha traducido en un potpourri de actividades más o menos voluntaristas, al estilo del Centro Cultural Ricardo Rojas. Una vez más se impuso cierto devenir fatal de "feria hippie".

Ocho años después de que el ex presidente Néstor Kirchner anunciara allí un museo, la ex ESMA no tiene obras nuevas. Reúne el conjunto de 35 edificios originales de la Marina, repartidos y destinados a centros culturales de distintos actores -el gobierno federal, el porteño y ongs de derechos humanos. En los fondos que dan a Lugones, el Espacio para la Memoria, en el viejo Casino de Oficiales, centro de tortura de unos 5000 detenidos, continúa bajo la órbita del consejo asesor, formado por sobrevivientes, ongs oficialistas y autoridades del Estado y la ciudad. Es evidente que este consejo discrepa en sus contenidos y prefiere no asumir los retos de la difusión, a menos que, como en este caso, consista de hamburguesas.

El Espacio merece ser visitado pero el ingreso se tramita con cita previa. Es cierto que el Casino sortea los riesgos más burdos que amenazan a las instituciones memoriales, como la representación material de víctimas y perpetradores. Pero hoy sigue sin ofrecer un circuito museístico más allá de la visita a su arquitectura desnuda y unos pocos carteles escuetos, con las denuncias literales de las víctimas ante la Conadep. No exhibe documentos periodísticos, elocuentes sobre el andamiaje civil del terror. La dificultad del consenso y una dirección profesional resulta notoria y es la misma que subyace al debate sobre el prólogo de Ernesto Sábato al Nunca más, en momentos en que una generación de nuevos historiadores enriquece las conclusiones sobre la época y desarma las simplificaciones de "la teoría de los dos demonios".

En cambio, aquí todo se sostiene en la evocación de un anfitrión, cuya síntesis retacea hasta las palabras "guerrilla" o Montoneros y encuadra a las víctimas en el desvalimiento, sin conexión con las tensiones partidarias de los 70, la constelación de siglas que nucleaban a los opositores más militarizados y hasta la Guerra Fría en América latina. Las víctimas quedan inmersas en la fórmula paternal de "esa juventud maravillosa" -y los deudos de Elena Holmberg deben suponer que ésta incluye al propio Mario Firmenich, quien goza de su exilio de la democracia en alguna ciudad europea. Lo que se ofrece no es un ámbito didáctico, sino un espacio ceremonial de reconocimiento para el militante de izquierda, un entre-nos orientado a la reconfirmación de una doctrina épica sobre el pasado.

Al inicio del derretimiento soviético, sectores del gobierno polaco propusieron, con aliento del Vaticano, destinar parte del predio de Auschwitz a un convento. Sonaba a chasco, la colectividad judía europea lo rechazó con escándalo. Desvirtuar los lugares de memoria o hacerlos servir a fines partisanos entraña una manipulación inaceptable de la experiencia colectiva.

Cada obra pública conmemorativa de la Segunda Guerra, sobre todo en Alemania, queda sujeta a poco menos que un plebiscito.

En 2010, tras el aniversario de la caída del Muro, la directora del Museo Judío de Berlín, Cilly Kugelman, alertaba que "en un ambiente político donde hay un poder poco democrático y la oposición no tiene fortaleza, esta clase de museos entran en combinaciones muy fallidas. Por ejemplo, el Museo del Terror en Budapest ofrece un pésimo ejemplo de una lectura nacionalista de la historia".

Más allá de la falta de escrúpulos en este fallido brindis, hay algo más profundo y continuo. La ex ESMA participa del mismo carácter de prenda y, a la vez, sede de l a improvisación oportunista que rige a otras instituciones. Baste mencionar el formidable edificio del Museo de la Inmigración, donde por estos meses una inane instalación del artista francés Christian Boltansky despliega sus banales analogías entre inmigrantes y enfermos de infecciosas, inmigrantes y desaparecidos. El vacío expositivo enmascara de austeridad lo que es pobreza en la dirección y un espíritu de feudo político, que consagra el desprecio por quienes los sucederán en el poder.

[Fuente: Por Matilde Sánchez, Clarín, Bs As, 06ene13]

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