Persona, Estado, Poder
Horror y Olvido
Violencia de Estado, Derechos Humanos y Salud

Paz Rojas B., médico-neuropsiquiatra

Primera Conferencia interamericana sobre
Violencia y Salud, organizada por OPS,
Washington, 16 y 17 de noviembre 1994.

I. Introducción

Las reflexiones que siguen nacen de una práctica concreta, tras 21 años de atención médica, neuropsiquiátrica, psicológica, jurídica y social a personas afectadas por la violencia de Estado.

El 11 de septiembre de 1973, la violencia que en Chile había sido hasta entonces tema de historiadores, cientistas políticos o sociólogos, irrumpió dramáticamente en el campo médico-psicológico, trastocando nuestros esquemas del saber y quehacer profesional.

Profundamente afectados ante los cuerpos y las mentes torturadas, nos encontrábamos confusos frente al concepto de salud y enfermedad, sin conocimientos ni pautas diagnósticas, sin respuestas terapéuticas adecuadas, perplejos ante la increíble sintomatología y sobre todo, ante las variadas formas en que unas y otras personas habían reaccionado o se habían comportado frente a la agresión humana y la violencia.

El golpe militar en Chile nos hizo comprender vivencialmente y en forma dramática la magnitud y el significado humano que habían tenido los innumerables golpes militares que asolaron América Latina tras el término de la Segunda Guerra Mundial.

Junto con los golpes militares, se instalaron dictaduras que utilizaron la violencia como arma sofisticada, implacable, con la finalidad de destruir y someter.

Los efectos de esta violencia están presentes en cada uno de nuestros países y, querámoslo o no, ellos se han internalizado. Aunque no seamos todos víctimas directas (ex prisioneros políticos, torturados, repatriados, exiliados, familiares de detenidos desaparecidos o de ejecutados políticos) todos hemos sido sometidos al terror, al miedo, a la manipulación psicológica, a la transfiguración humana, que consistió y consiste en transformarnos dentro de nuestros propios países en amigos o enemigos.

La violencia con que nos enfrentamos es de un tipo especial. Es la violencia que viene desde el poder y que alcanza su máxima expresión en las dictaduras. Al tratar durante años sus consecuencias avanzamos la hipótesis que es la mayor y la más perversa de las agresiones humanas en el mundo actual. Ella tiene una múltiple dimensión desestructuradora: sobre la persona, la familia, la sociedad y «el conglomerado jurídico, histórico y territorialmente demarcado» que constituye un país; se apropia de todos los poderes del Estado transformándose en una violencia institucionalizada.

En efecto, a la agresión que califica el conjunto de comportamientos que tratan de infligir dolor, lesión o destrucción sobre el otro, se agrega aquí la planificación de la violencia en forma racional y consciente, la creación de aparatos técnicos y formación de hombres especializados en la destrucción. La utilización de la ciencias para desintegrar.

La definición de violencia como «fuerza intensa, impetuosa», encuentra aquí su máxima expresión. Pues esta violencia no tiene nada de ambigua, ella es directa, sin límites, busca y desencadena la «crisis, produciéndose en las personas un aumento del desorden y de la incertidumbre».

Aún cuando en el plano de la investigación genética, hormonal, de neurotrasmisores, así como de la interrelación de ellos con la neuroanatomía, algo se ha avanzado en el conocimiento de la agresión humana y desde antiguo se sabe que es el sistema límbico el más altamente sensible al estímulo ansiógeno, poco o nada sabemos de como se formaron los ideólogos y responsables directos de los crímenes.

Si al anterior balance de América Latina hacemos un análisis del siglo XX tendríamos que inscribir en él dos Guerras Mundiales, una infinidad de guerras civiles, Hiroshima y Nagasaki. Múltiples genocidios, persecuciones étnicas y religiosas, descarnadas guerras de liberación; nazismo y nacionalismos sangrientos, dictaduras orgullosas de aplicar el Terrorismo de Estado, la Tortura que nuevamente se ha generalizado.

La violencia no se puede ignorar. Ella debe ser analizada como una totalidad. Debemos clasificar sus diversas formas, debemos ser capaces de clarificar sus diferentes tipologías, saber cuanto hay de innato en su presencia, cuanto de ella se desencadena por carencia y necesidad, cuanto de ella es una respuesta al sometimiento o a la marginación, y, por sobre todo, saber qué grupos o sectores sociales la utilizan para alcanzar y mantener mediante ella el poder.

Ortega y Gasset llamaba a la violencia «la razón desesperada» y entendemos esta frase cuando nos referimos a la violencia que se desata como una respuesta a una situación de violencia, cuando lo que se vive se siente sin salida, como una opresión, como un cerco, como un castigo. Pero la violencia estatal tiene su lógica, de ningún modo ella es desesperada, no tiene ni la aflicción ni el descontrol de la desesperanza; muy por el contrario, aquí la razón estudia y planifica la violencia.

De modo que si bien hay muchas situaciones violentas que se constituyen en hechos violentos, monstruosos y perversos, nos permitimos plantear que la Violencia de Estado es el «más de la violencia», la cúspide de ella, pues la produce un sistema, un poder que ocupa las funciones más elevadas del hombre, la razón y la conciencia, para gestarla y aplicarla.

Son las consecuencias de esta violencia lo que nos ha ocupado, y que vino a sumarse a la violencia estructural, históricamente existente en América Latina.

II. Síntomas

Dos mil quinientos treinta y tres personas han sido atendidas por nosotros desde octubre de 1973 hasta el 31 de diciembre de 1994, todas ellas víctimas de la violencia de Estado. De esta totalidad, 956 corresponden a personas torturadas y de estas, 467 fueron atendidas al interior de las cárceles, en forma clandestina o cuando miembros de nuestro equipo convivieron con ellas mientras estaban prisioneros. Las restantes personas nos consultaron después de haber sido liberados.

• 424 son familiares de personas torturadas, que vivieron ellas mismas las amenazas, las persecuciones y que en múltiples ocasiones presenciaron la tortura de su pariente; acudieron a nosotros porque tenían al esposo, al hijo o a la hija encarcelados y los trastornos derivados de esta situación se habían transformado en un trauma doloroso y a menudo insoportable.

• 248 son familiares de ejecutados políticos, muertos la mayor parte de las veces sin juicio, en forma sumaria. Sus cuerpos fueron ocultados o encontrados con evidentes signos de tortura, mutilados, degollados, marcados.

• 189 son familiares de personas que fueron detenidas y que hasta la actualidad se encuentran desaparecidas.

• 472 son chilenos retornados desde el exilio. (1)

El golpe militar y la irrupción de una dictadura había desencadenado desde el primer momento la violencia. Ella se había instalado en todos los espacios y, para imponerse utilizaba tanto la agresión directa como la encubierta: la guerra psicológica.

Bajo su influjo las personas y todo su entorno vital, su vivir y convivir con el otro se habían brutalmente trastornado. Los referentes que habitualmente las orientaban en la realidad y estructuras del país se habían convertido en estímulos agresores.

Frente a esto, la respuesta inicial fue de asombro, perplejidad y, por sobre todo, miedo. Era la violencia desde el poder que irrumpía sin ocultamientos, sin negaciones. Ocultamientos y negaciones que como se vería más tarde, son utilizados con descaro para lograr la impunidad.

La sintomatología, además de las lesiones físicas cuando estas existían, era homologable a trastornos ansiosos y depresivos graves, unidos o no a diversas alteraciones psicosomáticas. En algunos casos hubo respuestas psicóticas y con el tiempo empezamos a encontrar manifestaciones orgánicas.

Nos encontrábamos frente a síntomas y síndromes médico-psiquiátricos homologables a los universalmente conocidos y ello no debe sorprender, pues era el mismo cuerpo, el mismo cerebro el que respondía con lo que es y con lo que tiene ante la agresión.

No podíamos considerar que las manifestaciones que presentaban las personas luego de haber sufrido la agresión constituyera una anormalidad y menos una enfermedad, porque en estos casos, precisamente lo que era anormal y patológico eran los actos de violencia (la tortura, las ejecuciones, las desapariciones) y no los síntomas que ellos provocaban. Más extraño nos habría parecido que un individuo que ha tenido estas experiencias no presentara ningún tipo de alteración.

Las personas se encontraban ante lo que B. Bettelheim, después de la Segunda Guerra Mundial, había descrito como situación límite. Situación que tiene un carácter inevitable e incomprensible, una duración incierta, un peligro permanente y una impotencia total de la persona frente a ella, donde «los cambios están determinados por un lado por la acción del torturador y por otra por la estrategia de defensa que el prisionero debía desarrollar».

De los estudios de medicina conocíamos lo que Bonhoeffer había descrito como reacción exógena aguda no específica, «frente a toda situación traumática aguda significando un peligro vital para el individuo uno puede observar trastornos de conciencia que pueden ir hasta el coma, modificaciones del estado de conciencia con estados crepusculares o estados de hiperconciencia con autoscopia. En esta reacción se encuentran trastornos mnésicos acompañados de dificultades de evocación y fijación, trastornos perceptivos, sea en el sentido de una disminución o una hiperpercepción, alteraciones que se acompañan de labilidad emocional, hiperexcitación psicomotriz o apatía».

Todas estas manifestaciones fueron constatadas fehacientemente por nosotros y se presentaron durante las sesiones de tortura o luego del rapto de algún familiar o en el curso de otras innumerables formas de represión. Pero en su magistral descripción Bonhoeffer omitió los trastornos del curso del pensamiento y la imaginación. Imaginación que, en los casos de quienes han sufrido la violencia, fundándose en el pasado y en la realidad de esta violencia, reconstruye permanentemente escenas de destrucción y viven y conviven con los responsables.

Es evidente, entonces, que los sufrimientos que desencadena este tipo de agresión no pueden considerarse como un hecho puntual que sucedió y quedó suspendido en el tiempo. En realidad, la tortura y las agresiones de muerte o desaparecimiento de un familiar constituyen eventos continuos que si bien se inician en el microsistema de las salas de tortura o escenarios de muerte, en un espacio y en un tiempo determinados, discurren por siempre en todas las dimensiones de la persona y muy especialmente en su vida de relación con los otros.

En consecuencia, si entendemos la salud y especialmente la salud mental, «como un proceso global de constante crecimiento del ser humano en sus dimensiones individuales y sociales que se dan en un contexto histórico con determinantes económicas, sociales y culturales» (2), y consideramos la normalidad como producto de la interrelación entre lo orgánico-psicológico y lo cultural-sociológico, en el caso de la violencia de Estado son estos últimos elementos externos los que sobrepasan los umbrales de la normalidad para constituirse en una situación extrema, en una situación que rompe las posibilidades de una respuesta normal.

Si los síntomas como dijimos son innumerables, pero clasificables en variadas formas sindromáticas, los psicodinanismos que los producen son, sin embargo, únicos y específicos para cada persona según sea el significado que cada uno le de a la agresión, según sea la vivencia o el recuerdo que cada uno guarde de ese instante, según evalué la forma en que resistió o no resistió, según sea el vínculo que cada uno establece con el agresor-torturador, según sean los efectos desestructurantes que cada familia o grupo de pertenencia sufrió, según sea el sentimiento de abandono, de desprotección en que quedó.

De modo que la tortura y otras formas de violencia de Estado no pueden estudiarse desde una sola de sus vertientes, aunque sí se debe profundizar en cada una de ellas: las víctimas, los responsables, las escenas, los diálogos, las técnicas, las conductas de sus actores, las tecnologías del poder, etc. Porque esta violencia es un fenómeno total y su análisis apela a todas las ciencias del hombre, obliga a comprenderla no sólo para tratar a sus víctimas, no sólo para darle un orden conceptualizador y nosológico integrado a las clasificaciones internacionales de las enfermedades (DSM III-R y ICD 10), sino, principalmente para asumirla de verdad y superarla.

Por lo anterior, nuestro imperativo moral como latinoamericanos, no es ocultar ni olvidar, ni omitir estos crímenes, sino asumirlos, sobre todo en un continente como el nuestro, que ha sido histórica y permanentemente torturado. Para asumir este imperativo queremos recordar nuevamente nuestra experiencia.

III. Los derechos humanos, su origen, su vigencia actual

Sin conocer a que violencia nos enfrentábamos, a que tipo de patología debíamos responder, poco a poco fuimos acercándonos al conocimiento de la Doctrina de la Seguridad Nacional y de la Estrategia de la Contrainsurgencia elaboradas y aplicadas a partir de la década del 60 en América Latina. Frente a ellas, otra doctrina, sistemáticamente negada por las dictaduras: la Doctrina de los Derechos Humanos.

Desde hace dos siglos, diferentes países del mundo, principalmente Estados Unidos en su declaración de Virginia, y Francia con los Derechos del Hombre y del Ciudadano, intentan definir los Derechos de Hombres y Mujeres. Pero es sólo a partir del genocidio de la segunda guerra mundial que se define la violación de los derechos humanos por parte del Estado como Crimen Contra La Humanidad. Es mediante el estatuto de Nuremberg, y después de cometido los crímenes del nazismo, que se levanta este importante concepto.

Es necesario estudiar los diferentes conceptos definidos por la Doctrina de los Derechos Humanos. Ellos están en teoría magistralmente enunciados y definen al Estado como único agente violador de ellos. Es su consolidación en la práctica la que los gobiernos no llegan a realizar. Por otra parte, se pretende aplicar su concepto a otras situaciones, quitándoles así su poder, desnaturalizándolos en su rol de exigencia frente a los Estados.

Son los Estados los que deben proteger y promover los derechos civiles y políticos, así como los económicos, culturales y sociales. No hacerlo significa provocar desde el mismo Estado, por democrático que este sea, situaciones de violencia.

Indudablemente, luego de la Segunda Guerra Mundial el progreso hecho en la elaboración de doctrinas, normas y mecanismos de los Derechos Humanos es inmenso.

Se definió el concepto de Crimen de Lesa Humanidad como aquel que se produce por parte del Estado sobre las personas, que se inicia con la persecución y que llega hasta el exterminio, pasando por la tortura, la muerte, el desaparecimiento, los tratos inhumanos, crueles y degradantes, con fines de exterminio de la población civil por su pertenencia a una etnia, a ideas religiosas o políticas.

El Crimen contra la Humanidad tiene un elemento intencional, y se define por tanto por el acto de negar voluntariamente a una persona la idea misma de su humanidad. Se trata de destruir la humanidad que lo identifica como un ser sólo igual a sí mismo. (3)

Tal es lo que vivencian los miles de torturados, de familiares de ejecutados y de detenidos desaparecidos de Latinoamérica.

El libro «Recopilación de Instrumentos Internacionales» de las Naciones Unidas, en el capítulo E, referido a Crímenes de Guerra y Crímenes de Lesa Humanidad (incluido el genocidio), luego de enumerar y definir estos crímenes, se refiere a la Convención para la Prevención y la Sanción de tales delitos diciendo «que serán castigados ya se trate de gobernantes, funcionarios o particulares».

¿Por qué este castigo no se realiza, por qué se amnistía, se esconde, se trata de ocultar, de olvidar y se estigmatiza al que exige el esclarecimiento total? Por otra parte, se pretende poner en contraposición verdad-justicia versus reconciliación.¿Por qué?

La violación de los derechos humanos tiene una múltiple dimensión destructora sobre la persona, sobre la familia, sobre el colectivo social y político, sobre la sociedad y el marco institucional del país. Ella produce una ruptura traumática en la historia y en la cultura de la nación y es la propia dignidad del hombre la que es destruida.

Refiriéndose a esta dignidad, el filósofo chileno Jorge Millas, muerto cuando todavía existía la dictadura en Chile, afirmaba que los derechos humanos tienen una cuádruple raíz: metafísica, moral, social y práctica y que «ellos son el regulador moral y jurídico destinado a hacer posible que cada individuo pueda realizar su destino».

La raíz metafísica nace del propio desarrollo ontológico del ser humano que, a diferencia de otros seres de la naturaleza, ha llegado a ser el único «pensante, consciente y libre».

La raíz moral de los derechos humanos se asienta en el tú humano, en el otro, en el prójimo, y ser consciente de sí sólo puede ser vivido si se tiene conciencia del otro.

La raíz social se entiende cuando se estudia el desarrollo de las sociedades en el curso de la historia, desde la paleo sociedad hasta llegar a la sociedad histórica actual. Todas han intentado el progreso y desarrollo a través de principios y normas que protejan y promuevan la asociación de individuos racionales y éticamente responsables.

La raíz práctica es aquella que velando por sobre todos los derechos, civiles y políticos, así como los económicos, sociales y culturales, permite a través de la praxis humana desarrollar la hiper complejidad creadora del cerebro, el ecosistema, la sociedad y la cultura de la cual el individuo forma parte.

Intentemos pues, basados en la realidad, construir un modelo cuyo fundamento sea la salud, la salud mental y los derechos humanos.

Relacionando estos temas con la violencia humana es la totalidad antropológica la que está en cuestión.

Debemos hacer un esfuerzo por definir violencia, democracia, sociedad, organización social, inequidad, injusticia social, teniendo en cuenta que lo primordial de una definición es que ella tenga una determinación real y no abstracta.

Estos términos deben relacionarse desde una praxis concreta, en que cada uno de ellos es inter dependiente, manteniendo relaciones indudablemente contradictorias, estructuralmente dialécticas. Si no somos capaces de resolver estos problemas el concepto mismo de persona y de su relación con el otro queda severamente cuestionado.


Bibliografía

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• CODEPU - DITT, "Persona, Estado, Poder" Vol I. Noviembre, 1989.

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• Giannini, H. «La experiencia moral». Editorial Universitaria, Chile, 1992.

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• Morin, E.«Le Paradigme Perdu: la nature humaine». Collection Point, Editions du Seuil, 1973.

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• Serrano M. E., « Consequences Médico-Psichologiques de la Torture». París, 1991.

• Vallejos, J., Ruiloba. «Introducción a la Psicopatología y la Psiquiatría». Tercera Edición. Salvat Editores, S.A. 1991.

• Vignar, M. «Pedro y la Demolición». Mimeo.


1. El desglose de las cifras no calza exactamente con el universo total porque varios de estos hombres y mujeres sufrieron múltiples formas de agresión. Los hemos agrupado así para resaltar la causa más significativa en el desencadenamiento de sus trastornos.

2. En "Lineamientos básicos para el desarrollo de la Salud Mental y los Derechos Humanos. Documento preliminar preparado por CESAM para el Ministerio de Salud. Mimeo, Santiago, mayo 1990.

3. "El hombre es un ensayo único y precioso de la naturaleza; cada hombre no es tan sólo él mismo, es un punto único particularísimo, importante y siempre singular en que se cruzan los hechos del mundo. Sólo una vez de aquel modo y nunca más". (Documento CODEPU).


Editado electrónicamente por el Equipo Nizkor- Derechos Human Rights el 05abr02
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