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16ago09


Así fue la güevoná


Jaime Garzón no hacía humor: vivía humorísticamente. Parte de la personalidad de Heriberto de la Calle nació de un tratamiento médico que le cambió totalmente la dentadura a Garzón.

Ahora que han pasado diez años sin su sarcástica inteligencia; ahora que las cosas del mundo son más aburridas porque no está él para quitarles su dramatismo y su carácter arduo con el toque de su humor; ahora que pocos asuntos del país, como la política y el conflicto armado, son menos soportables sin su presencia; ahora que se conmemora otro año de la muerte de Jaime Garzón, es por lo que buena parte de los colombianos tiene la dimensión exacta de la tragedia que les sobreviene a aquellos países que no saben reírse de sus propios problemas.

Jaime Garzón, aquel niño de 38 años que era antes de que lo asesinaran, sabía cómo burlarse de la locura y del horror de un país acostumbrado a matarse por la mañana y a coronar reinas con flautas y timbales por la noche. ¿Y por qué sabía? Porque lo hacía diciendo la verdad a plena luz del día, en la sala de los dueños de casa, en la cocina con sus asquerosas recetas concebidas por políticos, en la portería del edificio con su inefable impertinencia, en el despacho del ilustre doctor, caray, con un singular sentido profético, para vergüenza de casi todos los que no querían y aún no quieren aceptar tales verdades.

Y lo hacía con igual solvencia y desbordante talento lo mismo en televisión que en radio. Yo lo conocí a las seis de la mañana del 20 de enero de 1997, dos años antes de que lo mataran, en Radionet, un moderno y loable experimento de radio informativa, dirigido por Yamid Amat.

Recuerdo con exactitud este momento, porque ese día se hizo la emisión inaugural de la emisora y allí, al lado del grande reportero Yamid Amat, estaba él, Jaime Garzón, vestido con un suéter azul petróleo puesto al revés, de una talla mucho más grande, con sus gruesas gafas acaballadas en su nariz aguileña, con sus dientes grandes e irregulares visibles en su boca entreabierta, cosa muy común en él en situaciones de ensimismamiento.

Aunque en la cabina parecía ausente de todo y hasta de él mismo, Jaime sorprendía con sus apuntes y resumía con un brochazo editorial lo que los ministros, generales y políticos, por extensa que fuera la entrevista dirigida por Yamid, habían dicho.

Jaime era un repentista genial y esa, en radio, es una virtud abrumadora. La radio se ajustaba a su temperamento explosivo y locuaz, a su pensamiento ágil que desbordaba cualquiera de los libretos diseñados para el aparatoso mundo de la televisión.

La simpleza de la radio se ajustaba mejor a la rapidez con que soltaba un apunte y convertía la crítica en un tema del día, con tal maestría, que Jaime hacía ver fácil lo que en el fondo es un asunto trabajoso.

Y le salía natural, porque su manera de explicarse el mundo pasaba primero por la emoción antes que por la razón. De la misma manera que el mejor poeta no es el que escribe poesía sino el que vive poéticamente, Jaime no hacía humor, Jaime vivía humorísticamente. Bastaba verlo cómo caminaba, disperso como una gallina; cómo se movía por el mundo como si estuviera de paso; cómo vivía en dos partes (en el barrio La Macarena y en su ranchito en La Calera) y en ninguna; cómo en sus noches se divertía en el exceso; cómo cargaba la bandera nacional en el baúl de su camioneta Cherokee; cómo hablaba de lo responsable que es no tener hijos, como Pacheco que parece que no tuvo, me decía; cómo hablaba de morirse en la edad de Cristo; cómo decía que en todo caso tener calzoncillos limpios era la mejor previsión de todo suicida. Todo eso está muy lejos de los cuentachistes o de los sobrevalorados stand up comedy de hoy en día, en donde ni de riesgo el espectador se toma la molestia de pensar más de lo debido o de ser asaltado por la incomodidad de la duda.

Un día, y sin que Yamid lo sospechara, a Jaime se le ocurrió hacer una especie de rap en cuya letra resumía con verso algunos comentarios suyos. Ese fue mi inicio como su colaborador. Yo pasé a ser, en esos momentos, lo que en el vallenato se conoce mamagallísticamente como el 'ayombero'. El tipo que le hacía en el micrófono ciertos ruidos con la boca, simulando el ritmo con buches y borborigmos que sirvieron para tres cosas: para hacer menos tedioso mi trabajo como reportero en radio, para conocer mejor a este loco y, después, para convertirme en su libretista de cabecera en una efímera experiencia en televisión con el programa Cambio de tercio, un espacio de humor político con tres talentos: humor con Garzón, periodismo del bueno con Roberto Pombo y belleza con Paola Turbay.

Lo bueno de Radionet es que allí nació el ya legendario personaje de Jaime Garzón, el lustrabotas Heriberto de la Calle. La situación que llevó a Jaime a concebirlo fue el tortuoso tratamiento dental al que fue sometido cuando su odontólogo le hizo un grave diagnóstico: "Jaime, le dijo, usted tiene por descuido un grave problema con sus dientes: están dañados". Y la solución que ejecutó a continuación fue radical: de las 32 piezas dentales que tiene el ser humano, a Garzón sólo le quedaron ocho dientes más o menos en buen estado.

El médico le realizó a Jaime un tratamiento de conductos que terminaría con una dentadura fija tan impecable como impersonal que Jaime rechazó sin dudarlo antes de que se la "instalaran". ¿La razón? Durante los dos meses que Jaime anduvo mueco por la vida con la peor sonrisa que se haya conocido, descubrió que hablar sin dientes tenía algo que lo renovaba y le daba un toque de irreverencia sin igual. "Está hablando como un indigente, Jaime", le dije un día en la emisora argumentando que un puente fijo, como se lo prescribía su odontólogo, sería mucho mejor.

Algunos días después, apareció en la emisora con una sonrisa rutilante de dientes recién hechos; cuando estuvimos cerca se llevó la mano izquierda a la boca y se sacó con una facilidad asombrosa el puente. "¿Si ve?", me dijo con esa voz lastimera de los desdentados, un puente removible es lo que yo necesitaba. De inmediato, comenzó a hablar con ese acento de los zorreros, de los recicladores, de los lustrabotas, del hombre bogotano del común, con la voz del pueblo, encarnando al personaje al que voy a llamar Heriberto, si lo pilla, me dijo, lanzando un hijueputazo y diciendo esa güevoná que desde entonces Heriberto de la Calle les dijo a los políticos que entrevistó cuando descubría que la política en este país no se hace para el interés colectivo sino para el personal y que los políticos son una caterva de mentirosos y corruptos. Hasta ese momento, yo, un simple periodista, no podía entender cómo él sacrificaba su aspecto físico con tal de darle vida a su nuevo personaje.

Luego, cuando aprendí a su lado a escribir los primeros libretos de humor político que él representaba como el insigne lustrabotas para Cambio de tercio, cuando lo vi dándoles golpes en las rodillas a los políticos con el cepillo de embolar zapatos, mientras los trataba de tú a tú, como el pueblo debe tratar a quienes lo gobiernan, sin tanta güevoná, entendí que el verdadero Jaime Garzón no era el del puente removible ni el famoso humorista de los confidenciales de Semana o la columna de opinión de Cambio 16 ni el conquistador de Niñas Menchas o Floras Martinez de las revistas de farándula ni la vedette rodeada de éxito y fama en los salones del poder, sino ese lustrabotas desdentado, franco y auténtico, llamado Heriberto de la Calle.

[Fuente: Por Eccehomo Cetina, El Tiempo, Bogotá, 16ago09]

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