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DERECHOS


31ago03


Ni justicia, ni verdad, ni reparación.


Ni justicia, ni verdad, ni reparación.

Por Iván Cepeda Castro (*)

El Gobierno Nacional ha presentado al parlamento su proyecto de ley de amnistía e indulto para los miembros de "grupos armados que contribuyan de manera efectiva a la consecución de la paz". Con la nueva norma, el Gobierno dice buscar la aplicación de procedimientos alternativos que garantizarían la justicia, la verdad y la reparación. Su objetivo es en realidad encubrir, con un remedo de justicia, la impunidad integral en el marco de la "negociación" que se adelanta con los paramilitares.

Es cierto que el derecho internacional admite las medidas de amnistía e indulto que están dirigidas a la consecución de la paz, pero no lo es menos que ha negado tajantemente su aplicación en casos de crímenes de guerra y de lesa humanidad. Por más figuras retóricas que emplee la propuesta gubernamental es imposible argumentar que la impunidad de dichas atrocidades sea un uso consuetudinario validado por las relaciones civilizadas entre los Estados. La impunidad de la violencia sin límites no es una conquista de la humanidad, sino un atavismo del cual ésta tiende, lenta pero progresivamente, a liberarse.

La ley propuesta no ofrece ni justicia ni verdad ni reparación.

El proyecto de ley niega el derecho a la justicia por, al menos, tres razones esenciales. La primera es que, como lo ha afirmado acertadamente el Defensor del Pueblo, las medidas propuestas no constituyen ninguna sanción proporcional a la gravedad de los delitos perpetrados. En segundo lugar, los propios funcionarios del Gobierno reconocen que sería aplicable tan sólo a 200 o 300 miembros de estos grupos, aquellos que han sido condenados por la justicia, o que tienen un proceso judicial en su contra. Cifra irrisoria si se la compara, por ejemplo, con la numerosa cantidad de masacres que se les han atribuido. No se enuncia, por lo tanto, ninguna disposición tendiente a fortalecer la acción judicial, y a que las miles de atrocidades cometidas por el 99% de los paramilitares sean investigadas y sancionadas. Finalmente, la ley propuesta no alude al tratamiento judicial de la responsabilidad de los autores intelectuales del plan concertado de exterminio que han llevado a cabo estos grupos, ni a la de los miembros de la fuerza pública que han actuado en complicidad con ellos. Por añadidura se abren las puertas a que delitos comunes como el narcotráfico aparezcan beneficiándose con medidas de gracia.

El proyecto presenta una noción formalista de verdad. La cuestión no consiste en que quienes han sido objeto de los actos de violencia "conozcan en privado", o por una providencia judicial, las circunstancias y la identidad de los autores de las acciones criminales. Muchas de las víctimas han podido, luego de ingentes esfuerzos que no ha llevado a cabo la justicia institucional, reconstruir los hechos de la victimización y establecer la identidad individual de los perpetradores. La cuestión de la verdad de los crímenes masivos y sistemáticos consiste en que la sociedad reconozca la magnitud del daño que se le ha causado. Y para ello deben concurrir, como mínimo, dos condiciones fundamentales -que precisamente no reúne el proyecto de ley- : la elucidación de la verdad ha de ser pública (transparencia) y ha de tener carácter procesal (esclarecimiento). La comisión de verificación prevista en el proyecto de ley aparece como un cuerpo burocrático encargado de legitimar una formalidad administrativa, y no como una instancia facultada para promover un efectivo trabajo de rememoración social.

En fin, el proyecto de ley pervierte el principio de reparación integral (restitutio in integrum) del derecho internacional. En las actuales condiciones del conflicto armado, en las que todo indica que los paramilitares consolidarán el control territorial adquirido, crear "espacios de encuentro" entre víctimas y victimarios se transformaría, en realidad, en un peligroso camino para que estos últimos continúen ejerciendo su acción autoritaria sobre las comunidades de muchas regiones del país a través de nuevos actos de victimización y de tratamientos degradantes, mimetizados como actos de reparación.

Según el principio de integralidad de la reparación, la verdadera acción restauradora tiene carácter multidimensional, pues aborda todos los aspectos de las violaciones cometidas y de los perjuicios ocasionados. La reparación no es una acción pecuniaria de "indemnización" para "mitigar el dolor" de las víctimas ni un conjunto de "gestos simbólicos" desprovistos de una verdadera sustancia reconstructiva, y que explota la situación de vulnerabilidad para corromper la voluntad de obtener justicia. Todo acto auténticamente restaurador debe partir no de "evitar el dolor de los victimarios", sino de la consideración de la dignidad de las personas y los grupos afectados. Lo que se requieren son procesos de verdadera transformación de los criminales, cuya resocialización no es posible sin un cambio de mentalidad. Ello significa una asimilación compleja del pasado marcado por la violencia y la arbitrariedad, que no es equivalente a la acomodación de los acontecimientos a la medida de la voluntad de los victimarios.

El Gobierno Nacional debería tomar en cuenta que las estrategias de impunidad se enfrentan hoy a numerosas dificultades y a variados mecanismos de justicia, verdad y reparación. Los proyectos de impunidad, así sean encubiertos bajo la forma de simulación de justicia, pueden ser objeto de la acción de la Corte Penal Internacional, de las jurisdicciones regionales de protección de los derechos humanos, del principio de competencia universal sobre los crímenes internacionales y de la ampliación de las competencias de las comisiones de verdad. Como lo está demostrando el proceso en Argentina, la interacción de los mecanismos de la justicia penal internacional y la justicia doméstica puede conseguir, tarde o temprano, que las responsabilidades de los crímenes en masa sean sancionadas debidamente.

(*) Investigador y defensor de derechos humanos. Mailto:fm-cepeda@wanadoo.fr

La cuestión del perdón.

En las situaciones de controversia social sobre los crímenes de guerra y de lesa humanidad se hace alusión frecuente al asunto del perdón, y se exige a las víctimas que sean “generosas” absolviendo a los autores de las atrocidades en aras a la reconstrucción de la convivencia.

Ciertamente, el acto del perdón, en determinadas circunstancias y bajo ciertas condiciones, puede favorecer la restitución de la continuidad del vínculo colectivo roto por el uso arbitrario de la fuerza. No obstante, la viabilidad y el significado de ese acto restaurador cuando se trata de crímenes contra la humanidad adquiere una connotación específica, cuyas exigencias es necesario atender tarde o temprano. El carácter masivo y sistemático de dichos crímenes los ha colocado fuera de cualquier categoría ordinaria, remitiendo su definición al orden de lo imprescriptible, injustificable e imperdonable. Esta última categoría atañe particularmente al hecho de que la responsabilidad penal de los crímenes extremos perpetrados contra poblaciones civiles no debe ser amnistiada bajo ningún pretexto.

Por esa razón, incluso en un plano meramente moral, es decir en el plano del fuero interno y de la libertad de conciencia, la cuestión de si las víctimas y la sociedad están dispuestas a plantearse el problema del perdón, requiere inscribirse en el marco de procedimientos públicos de justicia y esclarecimiento. Cabe entonces señalar que el debate en torno a esta delicada cuestión ha de reunir, entre otros, un mínimo de presupuestos que pueden ser enunciados a través de tres preguntas.

¿A quién o a quiénes corresponde otorgar el perdón? El acto del perdón no es el resultado de la auto-atribución de la facultad de perdonar. No son el poder estatal ni los actores de un conflicto armado, cuyos agentes y miembros han cometidos las atrocidades, los llamados a concederse unilateral o mutuamente perdones generales y a imponerlos al resto de la sociedad. Todo acto de perdón que aspire a tener legitimidad universal debe ser el resultado de un proceso de participación social que, en cualquier caso, no será genuino si excluye a los sobrevivientes y a las comunidades que han sido lesionadas por la acción destructiva. Es por eso que el perdón indiscriminado concedido a los autores de los crímenes del pasado, por medio de leyes de amnistía y con la aquiescencia pasiva de la sociedad, carece de toda legitimidad y eficacia para la auténtica reconciliación colectiva.

¿Cómo debe producirse el acto del perdón? La exigencia a las víctimas de que “den vuelta a la página” y perdonen a los responsables de los hechos de violencia extrema, invierte el sentido real del acto del perdón. O en otros términos, invierte los lugares entre víctimas y victimarios: es, en primera instancia, a los victimarios a quienes se tiene que exigir que soliciten el perdón a las víctimas, y no a éstas últimas que lo otorguen sin condiciones previas. El perdón no es tampoco un acto trivial de falso arrepentimiento ni es equivalente al olvido. La solicitud pública del perdón adquiere significado, solo cuando está acompañada del reconocimiento de la responsabilidad y de la conciencia de la gravedad del daño que han causado las acciones criminales. Si el acto del perdón se convierte en un requisito administrativo para la obtención de beneficios jurídicos, su carácter restaurador se pervierte y se trastoca en una modalidad de justificación.

¿En qué momento le corresponde intervenir al acto del perdón? Solo una sociedad que ha avanzado en la labor de reconocimiento y reparación integral de los acontecimientos de violencia está en posición de plantearse, a ciencia cierta , el significado del perdón. Para hablar del perdón es indispensable que se haya llegado a la identificación pública de los autores de los actos atroces, que se haya alcanzado un mínimo nivel de consenso social con respecto a la condenación de esos actos y que, por lo tanto, se haya procedido al juzgamiento de las responsabilidades respectivas. Si se quiere que tenga efecto social transformador, el perdón debe ser el resultado de un proceso, y no el cumplimiento de un formalismo que obstaculice la justicia y el esclarecimiento de la verdad. El acto del perdón es, en consecuencia, no el comienzo de la paz sino su corolario: el momento final en el que la sociedad se ha apropiado, en toda su complejidad, de las lecciones que han dejado la violencia y la guerra.

Iván Cepeda Castro, Revista Cambio, 31ago03

Negociaciones de paz en Colombia

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Este documento ha sido publicado el 01sep03 por el Equipo Nizkor y Derechos Human Rights