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07ago07


Enredado en sus propias espuelas


La reciente providencia de la Corte Suprema de Justicia que establece claramente que paramilitarismo no es sedición, ha provocado la más delirante sublevación del Presidente Álvaro Uribe frente a un fallo, que según las propias convenciones del Estado, debió acatar con serenidad.

Fuera de casillas el Presidente cree que dicha sentencia contiene un “sesgo ideológico”, por el hecho de que se interpone en su determinación de dejar para siempre en la impunidad los crímenes de lesa humanidad del paramilitarismo en Colombia. La Corte le ha advertido que el Estado no puede caer en el funesto error de confundir la delincuencia común con la política y le ha reiterado que concierto para delinquir no es sedición.

Anegado en su irritación el Presidente ha anunciado, en abierto desafío a la valoración de la Corte, que su gobierno radicará en el Congreso un proyecto de ley para darle al paramilitarismo, por encima de lo que sea, la connotación de delito político. Se la está jugando toda para burlar el derecho de las víctimas y de la sociedad a que se haga justicia. Se entiende que está desesperado por darle cumplimiento al misterioso Pacto de Ralito, que lo compromete con las exigencias de impunidad absoluta de sus socios narco-paramilitares.

La calificación del delito político no está supeditada a los vaivenes emocionales o a los sentimientos de un Presidente. Sus linderos ya están demarcados por el derecho universal. Uribe debe estar creyéndose una especie de demiurgo jurídico con la potestad de desconocer el carácter político de la lucha de los verdaderos rebeldes y sediciosos, para otorgarlo bajo torcidos criterios, a la delincuencia común que es el paramilitarismo de Estado. Las cosas deben llamarse por su nombre. Lo que hizo el paramilitarismo fue apuntalar al gobierno. Y que se sepa, las masacres de población inerme, el descuartizamiento de personas con motosierra, el desplazamiento forzoso, el despojo de tierras, el narcotráfico, el lavado de activos…, no contienen motivaciones altruistas. En el fondo existe un propósito de auto exculpación y de exoneración del Estado creador de ese monstruo que ha llenado la patria de luto y desolación.

Impedir que Uribe ponga patas arriba la realidad no debe ser preocupación exclusiva de la Corte Suprema de Justicia sino de toda la sociedad. Y en este sentido, cómo resuena el silencio de la Corte Constitucional frente al fuego artillero del ejecutivo contra la autonomía y la independencia del poder judicial y contra las doctrinas universales del derecho.

El país no puede dejarse contagiar por la insania uribista que niega el delito político en el caso de la guerrilla, sólo para darle sustento a la tesis descabellada de la inexistencia del conflicto armado en Colombia. Frente a más de 4 décadas de persistente y organizada lucha, de avances de una estrategia insurgente, de diálogos de paz con los gobiernos y de propuestas políticas como la Unión Patriótica y el Movimiento Bolivariano, no se puede enterrar la cabeza en la arena. Es mejor guiarse por la realidad, tal como lo hace la Corte, al ratificar en el marco del alegato frenético de Uribe, que en Colombia sí hay un conflicto armado interno.

Debemos frenar las incoherencias del mandatario ilegítimo que ayer decretó la muerte del delito político y hoy pretende revivirlo en un proyecto de ley, sólo para favorecer a sus paramilitares del alma. Realmente Uribe está enredado en sus propias espuelas.

De cara hacia la paz, la justicia social, la verdadera democracia y la soberanía, estamos frente a un desbarajuste institucional que reclama una reingeniería total. Debemos comenzar dándole a las cosas su propia denominación. Es necesario rescatar la concepción del delito político desvirtuado por las oligarquías reaccionarias que resolvieron a su arbitrio quitarle a la rebelión los delitos conexos, tornándola en emprendimiento propio de querubines recién nacidos, porque ello conduce al delito de opinión, al constreñimiento de la conciencia, al tiempo que obstruye cualquier intento de solución política o diplomática del conflicto. Si en el poder hay una maquinaria violenta que impone con ejércitos y con armas la opresión de unas minorías privilegiadas, el pueblo tiene derecho al alzamiento, a la respuesta con las armas. En el dogma filosófico de la insurrección el Libertador Simón Bolívar, padre de la Patria, nos enseña que “en el delirio del despotismo, en el exceso de la opresión, en ausencia o durante el sueño de las leyes…, el hombre virtuoso se levanta contra la autoridad opresora e inaguantable para sustituirle… por otra respetada y amable”.

A Colombia le está llegando el momento de pensar en un gran pacto social por la paz, en un gran acuerdo nacional en el que participen todas las organizaciones políticas y sociales, incluida la guerrilla -que lucha por cambios estructurales y por un nuevo gobierno-, de tal manera que entre todos sentemos las bases y derroteros de la Nueva Colombia soberana, independiente, justa, pacífica y unitaria como la quería el libertador y también la queremos.

Montañas de Colombia, agosto 7 de 2007

[Fuente: Por Iván Márquez, FARC EP, 07ago07]

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