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16feb21


La abstención deja la independencia en el 27 por ciento del censo catalán


"Para qué vamos a cambiar nada si las cosas ya no pueden ir peor". Esta frase tan representativa del cinismo político podría explicar la conducta de muchos de los electores que el domingo acudieron a las urnas, pero también de buena parte de los que optaron deliberadamente por quedarse en su casa. Las comparaciones pueden ser odiosas y además absurdas. Por eso, la caída en la participación no puede verse solo a la luz de los resultados excepcionales de los comicios del 2017.

Ahora bien, la deserción de más de un millón y medio de electores tampoco puede despacharse como una consecuencia exclusiva de la pandemia y, mucho menos aún, como un cierto retorno a los registros habituales de unas autonómicas. Sobre todo porque el 53,5% de participación que se produjo el 14-F supone un récord abstencionista que solo encuentra parangón en el registrado en una coyuntura diametralmente opuesta a la actual: los comicios del 92 (54,9%), celebrados en un momento de optimismo olímpico y razonable cohesión social.

En realidad, ese millón y medio de electores ausentes configuran el anunciado "partido de la abstención", un espectro que se ha convertido en el mejor reflejo del cansancio que afecta a la sociedad catalana. Catalunya lleva casi una década partida en dos, enfrentada a un falso e insoluble dilema dramático de carácter existencial: seguir o no formando parte de España y, en consecuencia, también de Europa.

Por eso, las elecciones del domingo apenas tienen ganadores. El independentismo esgrime como un éxito que justificaría nuevos intentos de "saltar la pared" el 51,3% de los sufragios que lograron reunir el 14-F las fuerzas formalmente secesionistas (incluidas las más exóticas, con cómputos en torno a 5.000 papeletas). Pero ese sector político no puede ignorar que cedió más de 600.000 sufragios con respecto a su cosecha del 2017. Es decir, 626.086 antiguos votantes independentistas decidieron olvidarse de la "legitimidad del 1 de octubre" y de la persistencia de los "presos y exiliados". De hecho se olvidaron incluso de que habían ido a votar en aquel referéndum unilateral. Y eso, en el mejor caso, se llama fatiga.

Una barrera simbólica

Pero, además, la supuesta hegemonía independentista se reduce prácticamente a cenizas si se la sitúa en el contexto de una participación tan baja. ¿Más del 51% de los sufragios? Cuidado con las fantasías. Como recurso de política ficción puede funcionar, pero la realidad se escribe con otras cifras: los votantes independentistas suponen ahora el 27% del censo, diez puntos menos que hace tres años. En otras palabras: solo uno de cada cuatro catalanes expresó el domingo un impreciso deseo de continuar la aventura soberanista como si nada hubiese pasado. Ese es el "gran salto adelante" que pueden esgrimir los escurridizos sherpas de la independencia.

El problema de las elecciones del domingo es que tampoco acudieron a la cita muchos de los que en el 2017 se volcaron en las urnas para expresar el rechazo a la ruptura con España. En este caso, casi 900.000 desertores. Una desmovilización realmente asimétrica que se explica por la distribución territorial de la abstención: en torno al 45% en la Catalunya profunda, pero hasta diez puntos más en la metropolitana. Y esa fuga dejó el contingente de quienes rechazan o simplemente no apoyan la independencia en torno a 1.400.000 votantes. O sea, algo más del 48% de los sufragios si se excluyen los nulos y que, expresado en cifras reales, supuso un 26% del censo; es decir, más de 15 puntos menos que en diciembre del 2017. Otra muestra de fatiga bien visible.

Claro que, a la vista de esa asimetría, pueden formularse algunas preguntas incómodas: ¿Les afectó más a este sector de los votantes el temor a contagiarse mientras depositaban un sobre con una papeleta en una urna? ¿O bien la "victoria" en votos pero la "derrota" en escaños de hace tres años les ha llevado a abandonar toda esperanza de impulsar la alternancia en Catalunya? En fin, quizás hayan llegado a la terrible conclusión de que las instituciones del Estado ya se ocuparán de "poner en su sitio" a los dirigentes independentistas si, como no dejan de proclamar, "ho tornaran a fer".

Es verdad que la victoria del socialista Salvador Illa es un resultado meritorio en un contexto tan difícil como el actual. Y los más de 46.000 sufragios que ha añadido el PSC a su resultado del 2017 tienen un gran valor en medio de la formidable caída de la participación. Todo ello sin olvidar que la hegemonía socialista en el bloque opuesto a la independencia implica que, a ese lado de la trinchera, domina una formación partidaria del diálogo y el pacto.

Deserciones repartidas

Pero más allá del éxito de un partido político que, sin embargo, no contará con el apoyo parlamentario suficiente para aspirar a gobernar Catalunya, el resto del panorama que se extiende ante las fuerzas de proyección estatal no puede ser más desolador. El derrumbe de Ciudadanos alcanza unas dimensiones tan catastróficas que solo se explican por su incapacidad para dibujar una alternativa al nacionalismo que no pasase por el simple rechazo frontal de sus postulados.

Esa intransigencia ante un conflicto territorial que exige bastante sutileza explica también los desastrosos resultados de los populares, peores que hace tres años y al borde de la marginalidad. Pero ese discurso tan aparentemente productivo en el conjunto de España, y que consiste en describir como una tragedia lo que con frecuencia no va más allá de una farsa, tampoco sirvió a Rivera y Casado para ganar las elecciones generales. Y lo que es peor: la exageración de la magnitud del conflicto catalán ha alimentado la creación de un monstruo que amenaza con devorar al PP y a Cs: Vox. Los ultras son ahora la segunda fuerza de oposición al nacionalismo en Catalunya, con casi 220.000 votos que no contribuirán precisamente a apaciguar los ánimos ni a buscar soluciones sofisticadas.

Claro que en la eclosión de Vox, el papel catalizador del aventurerismo independentista ha sido también clave. Y de ahí que, si se hace abstracción del resultado global, una visión miope solo percibiría lo mucho que crecen los extremos: en total más de 400.000 electores entre los antisistema de la CUP, que duplican representación, y los antisistema de la ultraderecha españolista. Pero aún son solo 400.000 sobre un censo total cercano a los cinco millones y medio de catalanes.

A partir de ahí, si las fuerzas centrales no son capaces de encontrar una solución aceptable al callejón sin salida del proceso soberanista, de modo que la desafección -y con ella la abstención- sigan creciendo, las únicas voces que acabarán oyéndose serán las de los dos extremos. Y si unos prometen suprimir la autonomía, los otros parecen dispuestos a responder a pedradas. Ese es el mensaje silencioso de estas elecciones: el vital entendimiento entre las principales fuerzas. Algunos lo llamarían "la hora de los traidores".

[Fuente: Por Carles Castro, La Vanguardia, Barcelona, 16feb21]

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