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10feb07


España, entre las Dictaduras y la Democracia.


"Las transformaciones históricas se transmiten, empero, mediante la cultura (...) Comprender un orden social significa ver cómo con las mismas cartas, por así decirlo, hubieran podido quedar repartidas en otra forma". (Ernst Gellner, El arado, la espada y el libro).

Cuando una amplia mayoría de ciudadanos gana "patrióticamente" la calle siguiendo el guión milimétricamente trazado por quienes apoyaron a sangre y fuego la invasión de Irak, nunca condenaron expresa y terminantemente al criminal franquismo y se negaron a aprobar una ley de rehabilitación de sus víctimas, con las bendiciones de buena parte de la Iglesia y de los herederos de aquella brutal dictadura, es que España sigue constituyendo una anomalía democrática.

Que persista una hegemonía conservadora en un país donde el conservadurismo siempre osciló entre la fidelidad al tirano de turno y el despotismo, no sólo es una demostración del inmovilismo de la mayoría de los medios de persuasión, públicos, religiosos y privados. Evidencia además el fiasco de una transición-trampa, basada precisamente en la negociación con los terroristas de cabecera de aquel Estado terrorista, y prueba que la cultura dominante sigue al servicio de aquellas castas dominantes. Pero, si además, un ex presidente de Gobierno con pretensiones, como José María Aznar, reconoce con coña que en Irak no había armas de destrucción masiva y el público asistente le aplaude la ocurrencia, es que aún no conocemos verdadera catadura de la miseria política..

Eso es lo permite que la historia de España pueda seguir siendo una sucesión de agujeros negros caramboleados como bolas de billar por una banda de tahúres. Porque lo que ha hecho de este país un caso diferente, una rara avis, en su lado más oscuro y reaccionario, es su perversa desnaturalización, eso que el historiador Claudio Sánchez Albornoz denominó -en un sentido holístico- su "enigma histórico". O lo que su joven colega Antonio Jutglar compendió como "La España que no pudo ser". O sea, que nuestra historia, salvo contadas excepciones, ha sido un trasunto ininterrumpido de poderes espúreos y gobiernos ilegítimos, liberticidas y explotadores, que nunca sufrieron un Nuremberg rectificador.

Muy al contrario, los mandamases sólo respondieron ante Dios, que además siempre estaba de su lado. Porque ni siquiera el juicio de la historia les fue desfavorable, dado que como eternos vencedores eran ellos también quienes escribían la historia (a su conveniencia). Así que adoctrinaron al pueblo en la resignación, la ignorancia y la pasividad, como muestra el tradicional apoliticismo imperante. ¡Haga como yo -solía decir Franco-; no se meta en política! De esta forma, las delictivas y en muchas ocasiones criminales sagas dominantes fueron la regla del sistema, y la desmemoria de cualquier referente de verdadera democracia, justicia, libertad, y valores solidarios, el signo pertinaz de nuestro tiempo histórico.

Para eso, y para evitar colocar las piezas que faltan en sus acusadores nichos, emerge desde la caverna una nueva cruzada que intenta ahogar los gritos que exigen la rehabilitación de la memoria histórica del franquismo. Pretenden que no se interrumpa, ni mucho menos se quiebre, ese provechoso continuum que les ha dado casi desde la noche de los tiempos potestas y auctoritas gracias a la complicidad general, aunque el origen de su poder estuvo casi siempre en un crimen de Estado. Lo recordaba el jurista José Antonio Martín Pallín por persona interpuesta cuando en un reciente artículo clamaba contra el proyecto de Ley de Memoria Histórica y decía: "un político uruguayo, cuya dictadura es la última de la lista, nos recuerda que la historia sólo es historia cuando es completa, cuando no tiene espacios vacíos y cuando las responsabilidades, los méritos, las tendencias, los aciertos y los errores ocupan su sitio" (La sombra de Franco es alargada, El País, 19 de diciembre de 2006).

Porque no es verdad, ¡más quisiéramos!, como escribió Carlos Marx que quien olvida la historia está condenado a repetirla como farsa. Eso sería en su imago mundi, con un capitalismo tan cruel y obsceno que sublevaba a las conciencias más romas. Hoy, lamentablemente, en el postcapitalismo de la sociedad de la información y del conocimiento, la realidad es infinitamente más mostrenca. A veces, la libertad llega a lomos de hijos de puta. O por lo menos esa es la percepción que los poderosos han conseguido inocular con férrea eficacia entre la conciencia de la gente sencilla. El sistema acredita a los usurpadores como benefactores. Beneméritos truhanes nos gobiernan, cambiando algo para que todo, lo sustancial, siga igual.

Por más que el fin la historia, como sostenían Benedetto Croce y Hegel, cada uno a su modo, deba ser la materialización social de la libertad, frente al reduccionismo utilitarista de los Fukuyama o los Huntington. O, sin ir tan lejos, según la sabia concepción de nuestro Rafael Altamira, que lo veía como un proceso civilizatorio (antes de que Nobert Elias escribiera nada al respecto) sustentado sobre una acción pedagógica que forjase moral y valores para devolver al pueblo la fe en sus cualidades nativas. Basta con contemplar lo ocurrido en estos 70 años de franquismo y herederos para ver que la construcción social de la realidad no ha sido como el maestro alicantino ambicionaba. Nosotros no somos quien somos; sino una pieza dócil del engranaje que nos oprime. Y el franquismo es el paradigma de esa otra España que no pudo ser por la insoportable traición del trono, el altar y el espadón.

Un sicariato político que asesinaría los dos momentos de libertad y autodeterminación más prometedores de nuestra historia, concebida esta como historia de la libertad. En un primer tiempo, con la liquidación de la Primera República por el golpe de Estado militar del general Pavía en 1874 y la restauración de los Borbones en la figura de Alfonso XIII. Y 62 años después con el también golpe de Estado militar del general Franco contra la Segunda República y la clónica reinstauración de los Borbones en la testa de Juan Carlos I, ahora designado por el propio Caudillo rompiendo la línea sucesoria. Con lo que no cabe, pues, ningún enigma en nuestra historia sino la continuidad del latifundismo económico-político y cultural como forma de hegemonía y dominio. Un ininterrumpido ¡vivan las caenas! que continuamente vitaliza esa gráfica estampa de la España negra que muestra a un neroniano Fernando VII entrando triunfante en Madrid conducido por un carruaje tirado por energía animal humana.

Esa saga de saqueo organizado desde la cúspide del Estado hubiera sido imposible de todo punto en un pueblo que no hubiera sido sometido a la superstición de la religión, las servicias de las clases privilegiadas, la coacción de un Derecho de casta y el miedo a la represión de la bota cuartelera. Que los verdugos de ayer sean aceptados como los salvapatrias del mañana precisa de todo un proceso de blanqueo de biografías, perversión de conciencias y derrotas sin cuento imposible de consumar sin una exhaustiva programación de la desmemoria. Necesita de una purga permanente que ensalce y legitime a los antiguos tiranos y corte de raíz cualquier intento de restablecer la verdad y la identidad democrática allí donde sus verdugos la dejaron. Esa ha sido una constante de nuestra historia y es la clave actual del proceso de recuperación de la memoria republicana y antifascista. Se trata, en fin, de extirpar todo gesto que redescubra para la mayoría de la gente su primera naturaleza humana y solidaria.

No hay ni ha habido nunca dos Españas; lo que persiste, con palabras de ese otro gran historiador que fue Pedro Bosch Gimpera, es la enemiga de una tradición que se niega a ser corregida por la razón: "Esa España hay que buscarla debajo de las superestructuras que la han ahogado secularmente. La superestructura -el imperio romano-visigodo-leonés-trastamara-habsburgo-borbónicofalangista- no es España" (Las Españas, Pedro Bosch Gimpera, 1948).

Pero aún queda por desvelar un último misterio de nuestra esfinge. Salvo que seamos devotos de un determinismo fatalista, no se puede justificar la servidumbre voluntaria de que históricamente ha hecho gala el pueblo español como consecuencia de acciones externas a su ser social. Otros países han sufrido semejantes periodos de tiranía y se han liberado alcanzado cotas honorables de libertad y autodeterminación. Hay una razón más poderosa para explicar ese mal de piedra que hecho del pueblo español ese manso cotidiano de presunta bravura inigualable. Y eso a nuestro entender está en lo que Nobert Elias llamó el proceso civilizatorio. No son las leyes injustas y reaccionarias en donde hay que buscar la raíz del problema, sino ni en el calabobos largoplazista de una cultura formada por un cúmulo de ideas, creencias, uso, costumbres, modos de ser, hábitos, ideologías, mentalidades, símbolos, signos y conductas que rompen la cadena trófica ética y hacen del individuo en sociedad un súbdito pasmado ante las instituciones.

Por eso ser revolucionario en estos momentos es luchar para la recuperación integral de la memoria histórica y sobre todo de sus agujeros negros. De una historia concebida como historia de la libertad que en su incompatibilidad con el decadente e ilegítimo sistema político realmente existente abriría las puertas a las grandes alamedas de la verdadera democracia. Porque la transición externa que culminó en la Constitución del 78 y ese más difícil todavía de lograr que fueran las propias víctimas quienes se acogieran al sagrado ofrecido por los verdugos tuvo su precedente egregio en otra transición interna de la dictadura. La de los años cuarenta, cuando derrotado el Eje nazifascista al que había apoyado con armas y bagajes, el régimen cejó en sus sueños imperiales sacrificando a su camada más negra para mendigar el perdón de los vencedores. Dos transiciones de fuerza mayor y , insinceras y sobrevenidas, como demuestra el hecho asombroso de que al mismo tiempo que se niega el pan y la sal a la recuperación de la memoria antifascista se encumbre a aquellos fascistas caídos en desgracia como demócratas de toda la vida (*).

Unos tienen la fama y otros escardan la lana. El primer libro que durante el franquismo descubrió los valores de la lealtad constitucional fue publicado en el prematuro 1967 por una anarquista de toda la vida (a fuer de demócrata), condenado a muerte y represaliado por la dictadura debido a su condición de periodista y escritor libertario. Su autor se llamaba Eduardo de Guzmán, el texto España entre las dictaduras y la democracia, y el prólogo decía esto: "En realidad, las etapas dictatoriales han tenido en nuestro país una extensión muy superior a los breves periodos democráticos, siempre dificultados, cuando no imposibilitados, por las ansias de mando, dominio y explotación de las clases reaccionarias y oligárquicas de nuestro país. Con la dolorosa agravante de que quienes tantas veces se alzan en armas para impedir el liberalismo- cayendo en ocasiones en el pecado imperdonable de recurrir a ejércitos extranjeros para aplastar los anhelos democráticos de su propio pueblo- proclaman constantemente, como suprema justificación de su antipatriótica conducta, que los españoles somos total y absolutamente ingobernables y que nuestro mayor deseo consiste en vivir en paz y tranquilidad bajo la paternal dirección del dictador de turno". Ojo al dato: año 1967.

[Fuente: Por Rafael Cid, Rojo y Negro digital, 08feb07]

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