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19oct20


Charlie Wilson, Mitterrand y los talibanes de Pedro Sánchez


Charlie Nesbitt Wilson fue un discreto político norteamericano poco conocido fuera del segundo distrito de Texas, lugar en el que consiguió ganar once elecciones a la Cámara de Representantes y que le otorgó veinticinco años de discreto servicio público brillantemente repartidos entre el Congreso norteamericano y los pubs de Dupont Circle.

Wilson, Charlie para los amigos, que era tan progresista en asuntos internos como ferviente anticomunista fuera de sus fronteras, fue desde su posición en el comité que asignaba los presupuestos para la CIA uno de los principales ideólogos del apoyo norteamericano a los patriotas afganos que luchaban contra la invasión comunista de su país. Talibanes se llamaban, no se si les suena.

Contaba nuestro amigo Charlie que una noche de 1980 al leer la prensa, sus ojos cayeron sobre una noticia que le llamó la atención: centenares de miles de afganos huían de su país tras la invasión soviética de su territorio. ¡Malditos comunistas!

Un ejército moderno

A partir de ese momento, el bueno de Charlie se juramentó para detener el avance soviético en Afganistán y se las arregló para, poquito a poquito, ir aumentando año a año el presupuesto de operaciones de la CIA en ese país.

Con esos recursos, los eficientes muchachos de Langley convirtieron a los anárquicos y mal pertrechados combatientes talibanes en algo parecido a un ejército moderno y bien formado en tácticas de guerra contemporánea, además de abastecerles de armas y municiones de (casi) última generación.

Con todos esos regalos del Tío Sam, los talibanes consiguieron en pocos años correr a gorrazos al todopoderoso Ejército soviético, que tuvo que abandonar Afganistán con el rabo entre las piernas. Y así, los talibanes, hasta entonces residuales en Afganistán, se hicieron con el poder en el país convirtiéndolo en una dictadura teocrática de la que pocos años más tarde saldría el germen fundacional de Al-Qaeda la organización terrorista que tras atentar contra las Torres Gemelas en Nueva York, ha mantenido en jaque a la mayoría de países occidentales a base de atentados suicidas, bombazos a sus intereses en África y Oriente Próximo y asesinatos indiscriminados.

Charlie Wilson murió en 2010 arrepintiéndose de la que había liado. Tarde, claro.

Curiosamente, y salvando las debidas diferencias (ni Pedro Sánchez es Charlie Wilson, ni Vox es Al-Qaeda, ni Santiago Abascal se parece a Osama Bin Laden más allá de la barba de emir kuwaití con pretensiones) en nuestro país estamos viviendo una situación similar en lo político.

A falta de talibanes, Sánchez y su equipo de asesores especializados en tácticas de corto recorrido, han decidido que, con tal de poner palos en las ruedas a la oposición democrática, es perfectamente legítimo dedicar esfuerzos y recursos en hinchar artificialmente las velas de la ultraderecha nacionalpopulista de Vox.

De ahí nació tanto la brillante 'Operación Francopalooza', que en plena precampaña electoral consiguió engorilar a toda la carcundia patria lo suficiente como para que acudiera en masa a votar a Abascal como la extemporánea Ley de Memoria Histórica en plena pandemia que sacó del olvido a un Vox que de nuevo caía a plomo en en las encuestas.

Ahí se gesta también la operación parlamentaria que ha dotado a Vox de todo el espacio, la atención y la concentración de focos mediáticos que por su número de escaños no le correspondería en el Congreso.

Y ese es también el origen de todo el interés que están mostrando los medios del movimiento (ustedes me entienden) a una moción de censura sin el más mínimo interés político y a la que a buen seguro van a convertir en algo parecido a la final de la Superbowl.

Si queda alguien en su sano juicio en el entorno de Pedro Sánchez, cosa que comienzo a dudar, debería recordarle que, como descubrió finalmente Charlie Wilson, no suele ser una buena idea otorgar espacio, focos y armamento a un grupo de radicales enloquecidos, porque se corre el riesgo cierto de que, una vez ganada la primera batalla, no se conformen con gobernar en Afganistán y deseen expandir su régimen de terror al resto de la galaxia conocida.

Cosa que, por cierto, también le sucedió al propio François Mitterrand en Francia, cuando cometió el error de convertir a Jean Marie Le Pen en su principal rival electoral con el fin de restar unos miles de votos al centro-derecha democrático. Algo cuyas consecuencias padecen hoy todos los demócratas franceses. Los de derechas y los de izquierdas.

[Fuente: Por César Calderón, Vozpópuli, Madrid, 19oct20]

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