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07nov04


Chile, Argentina y las Comisiones de la Verdad.
Por Felipe González.

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Han pasado 24 años desde aquella tarde-noche en que llegué por primera vez a Santiago de Chile. En el remozado hotel Carrera ocupo la misma posición, frente al Palacio de la Moneda. Recuerdo aquellos instantes y el camino recorrido.Mi caprichosa memoria me devuelve a la imagen de la plaza en aquella noche neblinosa de septiembre de 1977, cuatro años después del golpe militar que derribó al presidente Allende. El toque de queda ha vaciado la ciudad. Ni un alma transita por la plaza. No hay vehículos, no hay peatones, no hay ruidos. Un silencio espeso cubre el espacio. Sólo un semáforo funciona como burócrata mecánico inconsciente de su inutilidad, dramáticamente ridículo.No podía alejarme de la ventana, de esa visión de la ciudad vacía.

Al fondo de la plaza, el Palacio de la Moneda, aún con las señales de la tragedia del 11 de septiembre, fija mi atención. La espera de algún movimiento, de no sé qué señal, se alargaba inútil hacia la madrugada.De pronto, un vehículo blindado asomó por una esquina del Palacio, lentamente, en una vigilancia rutinaria de la ciudad asustada. Llegó al semáforo, con su carga de uniformes y armas como únicos habitantes del espacio urbano, y el caprichoso burócrata mecánico enrojeció como deseando justificar su misión. La tanqueta se detuvo, rugiendo al ralentí. Esperó el verde y volvió a emprender la cansina marcha por la ciudad vacía, desolada.Esta noche del 8 de abril contemplo la misma plaza, y tal vez el mismo semáforo, en la esquina del Palacio de la Moneda, restablecido de las heridas. Aquella esquina por la que apareció el blindado está llena de tráfico de los que vuelven del fin de semana, de peatones que regresan o van a no sé qué destino, con la indolencia del domingo por la noche, dando sentido al semáforo en movimiento.

La plaza es de nuevo el espacio público ocupado por ciudadanos que tal vez la hayan olvidado, o jamás la hayan visto bajo toque de queda. Sólo a un extraño como yo, visitante durante el Gobierno de Pinochet para rescatar a unos presos a los que no había visto nunca, y de nuevo huésped en este hotel, invitado por el primer presidente de la transición democrática, bajo el Gobierno de Ricardo Lagos, puede golpear de esta manera el contraste entre estas dos imágenes, para sentir, antes de razonar, el camino recorrido por Chile.Del escalofriante vacío de aquella noche de Santiago bajo el toque de queda, con el grotesco semáforo y el blindado militar, al espacio lleno de gentes que se mueven, que dan sentido a la plaza como lugar de encuentro, a la ciudad como espacio público compartido por ciudadanos libres.

Están llegando al hotel los argentinos, los salvadoreños, los guatemaltecos, los surafricanos, los polacos..., invitados, como yo, para evaluar los efectos de las Comisiones de la Verdad sobre la reconciliación y la justicia. Comisiones puestas en marcha en estos países con la dinámica misma de la transición a la democracia.La suerte de la experiencia es diversa, aunque se considera muy exitosa en Chile. Pero, en esta noche previa a los debates, me asalta la duda de si debía estar aquí. ¿Qué puedo decir yo sobre las Comisiones de la Verdad, o, lo que es lo mismo, sobre la decisión de rescatar la memoria histórica de la tragedia de las dictaduras para encontrar una vía más sólida de reconciliación sin olvido?

Nosotros decidimos no hablar del pasado. Si lo tuviera que repetir, con la perspectiva de estos 25 años desde la desaparición del dictador, lo volvería a hacer. Lo que equivale a decir que me parece satisfactorio, en términos históricos, el saldo de nuestro modelo de transición para la convivencia en libertad de los españoles.Tal vez, argentinos, chilenos o surafricanos tienen más viva, por más próxima, la memoria de los horrores. No es esto lo que me crea la duda sobre mi presencia, porque me parece bien, incluso muy bien, la decisión de recuperar la verdad para construir sobre ella la reconciliación y la justicia. Pero, si digo que me parece fundamental para esos objetivos, cualquiera me replicará que por qué no lo hicimos en España.

Y aún esto no me paraliza, porque lo he asumido como lo mejor posible para España, de la misma forma que veo con respeto lo que han hecho países hermanos en la desgracia de soportar la brutalidad de la dictadura.Es precisamente ese respeto el que me turba, atenazado por la vergüenza de haber visto a algunos españoles dando lecciones de democracia a estos países. Demócratas sobrevenidos o conversos, que se transforman en fundamentalistas, dispuestos a dictar lo que debe hacerse en la casa de otros, como nuevos azotes justicieros a los que no importa, en verdad, las dificultades de la construcción democrática. Exigen a otros lo que no hubieran osado insinuar siquiera en España.

Esto es lo que me turba, me crea dudas sobre qué puedo decirles a mis anfitriones en una materia como las comisiones creadas, en el límite de sus márgenes de maniobra, para averiguar lo que sucedió, para indagar sobre los desaparecidos, para avanzar en la recuperación de las libertades y en una reconciliación basada en la verdad.

La plaza viva y el Palacio de la Moneda restaurado, el semáforo de nuevo útil y los viandantes tranquilos, me dicen que lo han hecho bien, incluso yendo hasta donde nosotros no fuimos en busca de la verdad histórica.

Ellos, como nosotros, han debido operar con el mismo aparato de seguridad y con el mismo poder judicial de la dictadura. Los votos oxigenan al legislativo y al ejecutivo, mientras el resto va cambiando con la biología.

Creo firmemente que los españoles lo hicimos bien, en nuestras circunstancias, pero de ninguna manera mejor que los chilenos o los argentinos en las suyas. Cada uno recorrió una senda, igual y diferente, para superar la tragedia, para avanzar en la convivencia democrática.Lo que nos iguala como demócratas es la búsqueda de un nosotros que se rompió violen-tamente un día, que nos dividió entre vencedores y vencidos, buenos y malos.

Ese nosotros que nace del reconocimiento de la diferencia y fundamenta el pluralismo.Por eso, la medida del éxito de unos u otros, en el proceso de construcción de una democracia sólida, es más compleja, más sutil que la grosera aproximación de esos conversos, de esos fundamentalistas que sacan pecho de lata para dar lecciones a los demás sin haber aprendido ninguna.Nosotros, los españoles, de acuerdo con los límites que creíamos tener, quisimos superar el pasado sin remover los viejos rescoldos, bajo los cuales seguía habiendo fuego. Enfrentamos así los grandes desafíos que habían lastrado nuestra convivencia durante siglo y medio.

La llamada 'cuestión social' generaba exclusión y posesión intolerables. O el conflicto clericalismo y anticlericalismo como imposición o rechazo de una creencia religiosa. O la 'cuestión militar', que nos había llenado de pronunciamientos, asonadas y golpes contra el orden constituido durante 170 años.Y también encaramos el desafío de nuestra identidad de identidades. La que se llamaba 'cuestión territorial'. La España diversa e incluyente de la pluralidad cultural frente a la unitaria y excluyente.Así hemos tratado de configurar ese 'nosotros' fundamental para la convivencia democrática.

Pero, cuando en medio de las reflexiones a las que fui convocado en Santiago de Chile la pregunta más persistente que me dirigen es sobre la situación en el País Vasco, me asalta el temor de que estemos ante un retroceso más allá de la acción criminal de ETA, aunque provocado por el terror de la banda.Pienso en la fractura civil de la sociedad vasca y en la 'cuestión territorial' como el único fantasma del pasado que no hemos podido superar para reconocernos en ese 'nosotros' como fundamento de la convivencia en paz y libertad.

[Fuente: Articulo publicado en la web Chile-hoy.de visitada el 19dic04 y originalmente en el diario El País, España, 23abr01]

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