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18nov12


¡Qué error, Gallardón, qué error!


El ministro de Justicia ha tenido una idea: cobrar a los ciudadanos que decidan litigar en los tribunales. Y lo justifica con un doble argumento. Por un lado, la actual coyuntura económica obliga a "equilibrar los presupuestos públicos", y, por otro, existe una auténtica necesidad de "racionalizar el funcionamiento del sistema de justicia".

Planteando en estos términos, los argumentos son impecables. Quién se va negar a reducir el gasto público. Y mucho menos, quién va a poner trabas en orden a mejorar el reparto de una justicia que se ha quedado, en muchos aspectos, obsoleta y hasta arcaica. Nadie.

El problema surge cuando se lee la letra pequeña. De forma incomprensible, el ministro Ruiz-Gallardón ha incluido a la jurisdicción social -las viejas magistraturas de trabajo- entre las materias por las que habrá que pagar a la hora de litigar. O dicho en otros términos, si un trabajador es despedido de su empresa o si reclama algún dinero al que cree tener derecho, tendrá que pagar a la Hacienda pública por ejercer un derecho constitucional. En palabras de la nueva norma, "se suprime el reconocimiento del derecho a la asistencia jurídica gratuita a todos los trabajadores con independencia de sus ingresos".

Gallardón, de esta forma, liquida no solamente un principio constitucional, como es el acceso a la tutela judicial efectiva, toda vez que muchos trabajadores no tendrán recursos económicos suficientes para litigar en los tribunales hasta llegar a la máxima instancia judicial. Su propuesta va más allá. Se lleva por delante uno de los fundamentos del derecho laboral, que es su carácter tuitivo. O lo que es lo mismo, se ventila de un plumazo la obligación de proteger al más débil en una relación de carácter laboral.

El carácter tuitivo del derecho laboral no es un capricho del legislador. Ni un invento de iletrados. Al contrario, forma parte de una constatación. Cuando se firma un contrato de trabajo, hay un claro desequilibrio -por razones obvias- entre el empleador y el empleado. Por eso, desde hace más de un siglo, todos los sistemas procesales que ha habido en España incorporan la defensa del trabajador. Como han señalado los sindicatos, tanto los gobiernos liberales como los conservadores de principios del siglo XX, dieron carta de naturaleza a ese principio. Siempre con un claro objetivo, proteger a la parte más vulnerable de la relación laboral, que es el empleado.

La prueba del nueve

La prueba del nueve de esta evidencia es que los juzgados de lo social están saturados de reclamaciones de trabajadores, mientras que ningún empresario acude a los tribunales por incumplimiento del contrato de trabajo. Si el empleador entiende que el empleado ha incumplido el pacto, lo que hace es despedirlo, y de ahí que la tutela judicial efectiva sea fundamental. O como dice la Constitución, "sin que, en ningún caso, pueda producirse indefensión".

En palabras del Tribunal Constitucional, en sentencia de 1983 -y posteriormente ratificada-, existe "una desigualdad originaria entre trabajador y empresario que tiene su fundamento no sólo en la distinta condición económica de ambos sujetos, sino en su respectiva posición en la propia y especial relación jurídica que los vincula, que es de dependencia o subordinación de uno respecto del otro"

El error de Gallardón -sin duda arrastrado por un afán recaudador del que ya ha hecho gala en otras ocasiones- es equiparar la jurisdicción social con el resto de jurisdicciones. Como si la rúbrica de un contrato mercantil -en el que las dos partes ocupan un papel equivalente dada la naturaleza de lo comprometido- fuera equivalente a la firma de un contrato laboral. O como si fuera lo mismo reclamar en vía contencioso administrativo o en el orden civil que ante Magistratura para defender un empleo, que, en la inmensa mayoría de los hogares, supone el único ingreso económico. Se ignora, de esta forma, un principio fundamental que ya aparecía en la exposición de motivos de la ley que ahora se cambia: la concepción asistencial o social del Estado democrático de derecho, como proclama, precisamente, la Constitución.

Desamparo de Estado

El Estado social no es sólo contar con instrumentos de protección económica, como son la cobertura del desempleo o las prestaciones de la Seguridad Social, sino que también hay que vincularlo a que todas las personas tengan acceso a la tutela judicial efectiva para evitar situaciones de desamparo por falta de recursos económicos. Y el asunto de los desahucios ha demostrado las carencias del Estado protector -un principio constitucional- cuando los jueces no tutelan todo el proceso que lleva a que una familia se quede en la calle.

Por decirlo de forma gráfica, no es necesario sólo que existan leyes, sino que haya justicia. En determinadas ocasiones una interpretación mecanicista y burocrática de las normas provoca el mantenimiento de una sociedad empobrecida moralmente, que deja tirados a sus ciudadanos más vulnerables. La imparcialidad a la hora de administrar justicia no debe ser incompatible con la sensibilidad social. Y por eso no es de extrañar que todas y cada una de las asociaciones de jueces, fiscales, abogados laboralistas, procuradores, así como el Consejo General del Poder Judicial y el Consejo General de la Abogacía hayan clamado contra una ley injusta de arriba abajo que sitúa en el mismo plano pelear por un puesto de trabajo que por cobrar una herencia millonaria.

Es cierto que la Constitución proclama que la justicia será gratuita cuando así lo disponga la Ley, y también es evidente que lo que hace Gallardón es modificar la que se aprobó en 1996, pero la Carta Magna también obliga a que el derecho a la justicia no cueste un euro a quienes acrediten "insuficiencia de recursos para litigar".

A nadie se le escapa que en un contexto como el actual, cualquier trabajador despedido o que vea mancillar sus condiciones laborales en la empresa, tendrá serios reparos económicos para llevar a su empleador a los tribunales, y de ahí que parezca cuanto menos injusta la norma. Por no decir un retroceso en términos históricos. Sobre todo cuando establece que sólo podrán acceder a la gratuidad quienes acrediten ingresos inferiores a 1.141 euros al mes (por catorce pagas), y, además, carezcan de bienes que impliquen suficiencia económica.

Si un trabajador tiene que elegir entre litigar y pagar la hipoteca, es muy probable que opte por lo segundo, aunque sea ultrajando sus propios derechos constitucionales. Máxime cuando recurrir hasta el Supremo -al margen de los honorarios del abogado y del procurador- le costará 1.250 euros más un gravamen situado entre 0,25% y el 0,5%. Es decir, muchos empleados tendrán que trabajar más de un mes gratis para defender sus derechos en los tribunales.

Sin duda que hay razones para pensar, como muchos creen, que se reinstaura una justicia para ricos y otra para pobres. Contraviniendo esos imperativos de carácter "ético y político" que esgrimiera -con buen criterio- el ministro Gallardón al defender el cambio legal. Estamos, sin embargo, ante un sinsentido que convierte a España en un país más pequeño y más injusto.

[Fuente: Por Carlos Sánches, El Confidencial, Madrid, 18nov12]

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