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14oct04


Maragall no debería haber asistido al desfile del 12 de octubre, ni siquiera como acto de fe.


En el año 1981, un real decreto estableció el 12 de octubre como fiesta nacional de España y Día de la Hispanidad. Hace dos días se volvió a celebrar. Ahora con más revuelo que de costumbre. Pero la historia de la hispanidad viene de lejos. Algunos creen que su sentido puede cambiar. Mucho me temo que no. Y, si el ministro Bono sigue interviniendo, es casi seguro de que va a empeorar.

La raza y la hispanidad.

La fiesta del 12-O se convirtió oficialmente en la fiesta de la raza en 1918, por un decreto de Alfonso XIII y de Antonio Maura. A finales de los años 20 y principios de los 30, se alzaron voces que, en lugar de hablar de raza, preferían utilizar el término hispanidad, un poco en paralelo al de cristiandad: si este término designa a todos los pueblos cristianos, hispanidad debería designar a todos los pueblos hispánicos, o sea, a todos aquellos pueblos a los que se atribuye una misma lengua y una misma cultura, incluso una comunidad de intereses. Ramiro de Maeztu, el cardenal Gomà o Unamuno --que prefería hispanidad a españolidad-- estaban entre los que reclamaban la nueva expresión, que empezó a introducirse tímidamente. No obstante, la denominación de Día de la Raza fue oficial hasta 1958, cuando el Gobierno de Franco instituyó el Día de la Hispanidad. Este nombre se confirmó en 1981. Y todavía sigue. Si apelar a la raza resultaba falso, ofensivo y caduco, la nueva apelación no convertía la fiesta en más digerible, por lo menos para muchos. Bajo Franco, la hispanidad se convirtió en un reducto duro e intransigente de supuestas esencias españolas que iban del brazo de la ideología fascista. Es, por tanto, muy natural que surgieran reticencias: desde fuera, porque los pueblos americanos colonizados por Castilla casi 500 años antes no se podían identificar, sin más, con la cultura española, ni tampoco, claro, con la ideología franquista; desde dentro, porque Catalunya o Euskadi, por ejemplo, no sólo recordaban su condición de naciones con identidad propia, sino que lideraban la oposición a un régimen dictatorial y sanguinario, que negaba todas las libertades democráticas.

Hoy, la hispanidad.

Sólo a quien ignora esto le puede resultar extraño que hispanidad sea aún hoy, para muchos, sinónimo de un españolismo intransigente y prepotente, casi racial. Claro que los tiempos cambian. Y ojalá lo hagan muchísimo. Pero la pregunta es si ya han cambiado. El president Maragall ha creído que sí, no porque haya visto ya signos concretos de algo, sino porque, en un auténtico acto de fe, se ha creído algunos gestos, algunas expresiones de buenos deseos. Por ello, el president de Catalunya decidió acudir, por primera vez en la historia de esta democracia, al desfile de la Hispanidad. Y luego se produjo la sorpresa, supongo que también para él: el ministro Bono había decidido que desfilaran juntos un combatiente de la División Leclerc --que liberó París de los nazis-- y un combatiente de la División Azul --que ayudó a Hitler en la batalla de Rusia--. Nunca, en ninguna democracia, había pasado por la mente de nadie que los opresores de las libertades recibirían un homenaje y que, para más inri, lo recibirían al lado de los que ellos pretendían oprimir.

Sobre la concordia.

Bono ha dicho que lo hacía porque él no era quién para juzgar a ningún español. Seguro que no. Ni él, ni nadie, es quién para juzgar a ningún español, ni a ningún portugués. Pero es que al ministro no se le pide que juzgue a nadie, sino que tenga planteamientos políticos y éticos claros y democráticos. Esta decisión de Bono revela una grave falta de visión histórica y política. La visión de Bono es ahistórica porque, según él, lo que pasó, ya pasó, y no hay nada más que decir. Como si la historia pasada se pudiera mirar con neutralidad, olvidar la crueldad. Bono viene a decir que la historia no se juzga. O mejor, que la historia de España no se juzga. Que todos los españoles hicieron lo que creyeron mejor, y que todos tenían razón. Y es que, al fin, todos los españoles son buenos. He ahí una historia de fantasía con final feliz, en la que todos sonríen y se dan las manos. Una visión bien peligrosa.

LA VISIóN de Bono es también apolítica: hace análisis psicológicos y de buena voluntad, pero rehuye los políticos. La concordia de verdad no puede ser un simple sentimiento, una emoción. La concordia es reconciliación. Y no existe reconciliación sin perdón, es decir, sin reconocimiento de culpa. El olvido no es concordia: el olvido es debilidad mental y moral. ¿Qué concordia es ésta que homenajea, al mismo tiempo, al fascista pronazi y al que lucha por la libertad? ¿Hacemos desfilar por la calle al opresor y al oprimido, sin que el opresor haya reconocido nada ni se haya arrepentido de nada? La amnesia y la anestesia no son buenas consejeras políticas.

Si las opciones que toma Bono son de este nivel, podemos esperar muy poco de su acción política. Claro que, en esto, no está solo. No sólo viene amparado por Rodríguez Zapatero, sino, en realidad, por la mayoría de la clase política española, que ha seguido exactamente esta receta (olvido y silencio) para hacer la transición. Cada día está más claro que la transición fue débil, fue un espejismo. Algunos de los grandes problemas de España siguen sin resolverse. En algún caso, más agudos. La concordia de Bono es una concordia de gestos, no de realidades. Por esto es apariencia. Y por esto puede presentarla en un desfile, con la fanfarria militar de siempre, tan arcaica, tan pueril, tan temible. Según las crónicas, la legión y su cabra fueron las más aplaudidas.

Me parece bien claro que el president Maragall debería haber hecho --por razones seguramente diferentes-- como los otros ocho presidentes de comunidades que no asistieron al desfile. En realidad no debería haber ido nadie. Porque este desfile no se debería haber celebrado. Ciertamente, no así. ésta habría sido una señal inequívoca de que las cosas pueden cambiar. De momento, podemos llegar a pensar que empeoran. Eso sí, cargados todos --o la mayoría-- de buena fe. Pero los políticos que sólo tienen buena fe deberían dedicarse a hacer buenas obras. Que también hace falta mucha gente en eso. El señor Bono, si dimite, puede empezar a abrir camino.

[Fuente: Por Josep-Maria Terricabras, Catedrático de Filosofía de la UG y miembro del Institut d'Estudis Catalans, El Períodico, Barcelona, Esp, 14oct04]

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