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16sep18


Gramática parda en la galaxia Podemos


Justo Gil se quedó estupefacto cuando un comunista genuino al que había secuestrado le explicó que eso de la democracia representativa y el eurocomunismo era una mariconada. Corrían los años 70, Franco ya había muerto y Justo Gil trabajaba, un poco por accidente, para un comando terrorista de ultraderecha dirigido clandestinamente por un comisario de policía, de los que iban a salvar España como siempre a costa de los españoles. En El día de mañana, serie de Mariano Barroso y Alejandro Hernández basada en la novela de Ignacio Martínez de Pisón, Justo Gil (Oriol Pla) es un pueblerino buscavidas sin oficio ni beneficio que llega a la Barcelona de los años 60 con su madre enferma y la obsesión de hacer dinero para curarla. No sabe nada de política ni le interesa, solo es un caradura sin escrúpulos, un mentiroso, un sinvergüenza encantador lleno de talento y ambición queriendo sacar la cabeza de la ciénaga de miseria y escasez que le ha tocado. Es, en resumen, un emprendedor de aquel entonces –por usar lenguaje de bussines school– que acaba, por una combinación letal de azar y avidez, metido de hoces y coces en el terrorismo político y que ese día aprende una lección: para los comunistas pata negra, Santiago Carrillo era poco menos que un quintacolumnista liberal.

Revolución o democracia, victoria o transacción, hoy regresan ecos de aquel debate a la actualidad política cuando la nueva izquierda mira al proyecto europeo atravesar sus horas más oscuras. Soberanismo, democracia radical, identidad de clase, comunismo, antiliberalismo, multiculturalismo… viejos y nuevos artefactos de lucha por una Europa más justa vuelan por laboratorio intelectual post 15M ante el fuerte olor a azufre fascista que se extiende por el continente y que ha hecho que hasta un paraíso fiscal como Luxemburgo mande literalmente “a la mierda” al ministro italiano Matteo Salvini. Luxemburgo está asustada.

Ocurre que casi cada político de izquierdas es un pensador, o al menos está convencido de serlo. Podemos dispone de un eficiente think tank llamado Instituto 25M, pero lo cierto es que posee otro de dimensiones mucho mayores y, por su naturaleza, mucho más fecundo y activo: la conversación digital, capaz de desencadenar un debate prolijo, profundo e intenso (a veces airado) sobre las cuitas de la izquierda del siglo XXI y que ahora ha puesto el dedo en la llaga de la incertidumbre que envuelve el futuro del continente europeo: volver a la nación, la soberanía y la identidad.

Blogs y diarios digitales catalizados por las redes sociales provocan cada ciertas semanas intensos debates que antaño se albergaban en simposios y congresos y confieren a la izquierda millenial un dinamismo intelectual del que seguramente carecieron sus predecesores. Un poderoso laboratorio erudito, un arma eficiente para evaluar ideas y argumentos y medir apoyos. Así, después de varios meses a vueltas con las identidades diversas y la lucha de clases como consecuencia de La trampa de la diversidad (Akal), el controvertido libro del periodista Daniel Bernabé, el nuevo campo de batalla es el elogio del proteccionismo nacionalista del gobierno racista italiano que apadrinan Héctor Illueca, Julio Anguita y Manuel Monereo (nada menos) a partir de un artículo publicado en el digital Cuarto Poder sobre las medidas antiliberales y anti-UE del Gobierno de Cinque Stelle y Lega Nord, empaquetado en un título desmelenadamente provocador: ¿Fascismo en Italia?: Decreto Dignidad.

Apenas una semana después, sus autores replicaban desde el mismo medio, ratificándose en su tesis principal y negando las acusaciones de complicidad con la bestia prefascista que se despereza en muchos países europeos. Pero, ojo, a la vez, como adelantaba Iván Gil en El Confidencial, anuncian los tres, Illueca, Monereo y Anguita, que constituirán una asociación (que no quiere ser una corriente política, asegura Manuel Monereo) republicana y soberanista. Vuelven las identidades fuertes: certezas atávicas en tiempos de incertidumbre.

Illueca, Monereo y Anguita han sacudido la galaxia Unidos Podemos con su elogio a Italia

Durante los primeros años de la formación morada, sobre todo en el periodo 2015-2017 buena parte de este debate en la nube se desplegó en torno a la verificación de la llamada “hipótesis populista”, la fórmula con la que Podemos rompió el tablero tradicional de la política española, impulsada por su más avezado teórico, Íñigo Errejón, especializado en las luchas populistas latinoamericanas. La hipótesis populista proporcionó una eficiente arma de lucha política a un grupo de jóvenes profesores que habían asumido el diagnóstico que Juan Carlos Monedero había realizado sobre la crisis del régimen del 78 en particular y de las democracias liberales en general: la ruptura del pacto social en España como en todo Occidente, y sus efectos convocaban a una refundación. Se hacía perentorio un nuevo contrato social rousseauniano.

Amparada por ese diagnóstico, aquella hipótesis errejonista, que proponía envolver las cambiantes identidades posmodernas de las sociedades desarrolladas bajo una colorida carpa de conceptos integradores y necesariamente ambiguos (los famosos “significantes vacíos”, como pueblo o casta), funcionó como un cohete y es en buena medida la responsable de la irrupción sin precedentes de Podemos en el espectro parlamentario, desbordando con mucho los mejores resultados de la izquierda antiliberal española.

Luego, empezó a dejar ver sus limitaciones, fundamentalmente porque el ejercicio efectivo de la política es diferente de la mera estrategia electoral, y porque la traslación de algunos de sus conceptos principales –singularmente los relativos a los lexemas “patria” y “orden”, que gustan mucho en Podemos– tiene un encaje complejo en un país que ha sufrido 40 años de una dictadura nacional-católica propietaria para siempre de la bandera, de toda la simbología patriota y, por supuesto, bastión y garante a palos del orden social. Una contaminación que afecta al mismo concepto “España”, tóxico y antipático en más de un tercio del territorio sobre el que opera.

Pero también porque los más veteranos e incluso una parte de la izquierda más joven seguía viendo la batalla de lo material como una aspiración principal que no podía orillarse en beneficio del pragmatismo de la guerra por la hegemonía cultural. Economía contra lenguaje.

Esa tensión de recuperación de un discurso puramente materialista, esa añoranza del gran relato, de hecho, está detrás del terremoto que ha provocado La trampa de la diversidad. Es cierto que la discusión que propone Bernabé no es nueva, y que el feminismo anticapitalista en particular la había desplegado y liquidado hace décadas. El trabajo de Alberto Garzón en IU se ha basado en gran medida en combatir esa conversión de la lucha material en fetichismos obreristas y sindicales, a la postre corporativistas, que infectó a la formación durante los últimos 30 años y que la apartó del centro de la acción política. Pero también es verdad que en la política española y, singularmente, en la nueva política, esta discusión no había tenido aún una expresión primisecular que alcanzase a las nuevas generaciones, sobre todo después de que las luchas feministas y las reivindicaciones de derechos para las minorías sexuales o los pensionistas se vinieran demostrando como las más dinámicas y eficaces agitadoras políticas del país.

Simplificando, la tesis de Daniel Bernabé es que la existencia de identidades y sentimientos de pertenencia variados convertidos en vector de lucha política en las sociedades complejas son una forma de pugna política que tiende a disolver las grandes luchas materiales en pequeñas luchas simbólicas. Sentirse concernido por ellas es contraproducente porque implica desatender y boicotear –inadvertidamente, si se quiere– la lucha de clases. Como la diversidad es una creación de la prosperidad de las sociedades desarrolladas, Bernabé postula que en realidad la diversidad, y su expresión en forma de luchas parciales (ecologistas, feministas, LGTBI, derechos civiles, pensionistas, internet libre, animalistas…), lo que denomina identidades subjetivas, es poco menos que una añagaza del liberalismo económico para enfrascarnos en peleas melifluas y lograr un triunfante “divide y vencerás” con el que destruir cualquier posibilidad de éxito de la izquierda en lo relativo a la desigualdad económica y la justicia social, que conforman, según este enfoque teórico, una identidad objetiva.

Con un subtítulo provocador, “Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora”, ni qué decir tiene que se montó la marimorena desde su publicación. El debate se hospedó en las redes, rompeolas donde se las tenían artículos y contrartículos sobre las tesis de Bernabé y por supuesto también descalificaciones ad hominem (la más obvia, la de sectores de los movimientos LGTBI y feminista que atribuían las opiniones de Bernabé a su condición de varón blanco heterosexual).

Alberto Garzón, que se diría que vio en la hipótesis de Bernabé la resurrección de un discurso que casi condenó a IU a la irrelevancia política años atrás, escribió dos largos análisis contradiciendo las tesis de La trampa de la diversidad. Pero como discutir exorciza, lo cierto es que en pocas semanas cualquier navegante interesado pudo leer toda suerte de argumentos sofisticados a favor y en contra de la propuesta de Bernabé que, por supuesto, se ha convertido en inopinado best seller político del año.

Tanto el éxito del libro como la intensidad y abundancia de las adhesiones y disensiones indican que ha activado una de las evidentes ansiedades del presente: la identidad colectiva. Subyace un hambre de identidad política e ideología fuertes porque ambas, la pertenencia y la causa, son bálsamos contra la incertidumbre: ofrecen certezas sobre quiénes somos, qué debemos hacer y además nos señalan como parte de una lucha épica, de una causa mayor que nosotros mismos. Y nos enfocan hacia un enemigo.

En las sociedades prósperas, las identidades se construyen a partir de múltiples elecciones. Las identidades diversas son una expresión, al cabo, del éxito civilizatorio de las sociedades de la abundancia. Escribía Nick Hornby en Alta fidelidad, explicando la sutil pero rotunda diferencia entre el individuo de la hipótesis liberal y el de la neoliberal: “Lo importante no es lo que te gustaría ser, lo importante es lo que te gusta”. Una evidente abdicación de la identidad de clase, por supuesto, pero también una impugnación del funcionalismo productivo neoliberal. Ni militancia, ni productividad; Hornby nos construye desde el hedonismo.Y no hay nada simbólico ahí, es puñeteramente material.

Bernabé, no obstante, fijo una evidencia: los viejos temas siguen ahí, pugnando por regresar. Se leen añoranzas de las viejas luchas obreras que recuerdan el prólogo de El señor de los Anillos en su edulcorada épica del pasado milenario, versión Peter Jackson: “Una última alianza de hombres y elfos combatió en las faldas del Monte del Destino…”. En el universo intelectual de la izquierda persiste, al menos entre la parte más veterana, una cierta nostalgia y una percepción clásica (y épica) que caricaturiza el capitalismo en su versión neoliberal, no como un sistema de relaciones complejo regido por sofisticados conflictos de poder e intereses, de resultados a menudo imprevisibles, sino como un cerebro maligno que actúa de forma volitiva, una teleología que diseña lo que luego ocurre, incluido el comportamiento de los individuos, cuyos proyectos de vida, congojas y aspiraciones son fruto de un diseño teledirigido. El humano marioneta. No hay poca condescendencia ahí.

También, la contumaz idea de que liberalismo (una filosofía política basada en la preeminencia de los derechos políticos y las libertades individuales y en un poder arbitrado a través de la democracia representativa) y el neoliberalismo (una doctrina económica que postula que la regulación y el Estado son obstáculos para el crecimiento económico y deben ser paulatinamente debilitados en pro del progreso material) son una cosa y lo mismo. Y son igualmente el enemigo.

La atribución de los pecados del económicamente suicida neoliberalismo al liberalismo político es una constante de muchos de esos análisis del presente y subyacen a las tentaciones pardas que recorren a la izquierda europea. En ese sentido, quizá uno de los crímenes mayores del neoliberalismo de escuela de negocios –además de las rutilantes y devastadoras crisis globales con que nos agasaja y del desmantelamiento de las redes de compensación de desigualdades– es haber ensuciado la tradición política liberal, como a menudo lamenta el ex secretario de Estado José María Lassalle, autor del ensayo Liberales: compromiso cívico con la virtud (Editorial Debate), un crimen del que, es justo decirlo, no pocos liberales han sido cómplices con su acrítico asentimiento a la progresiva conversión de la economía en un casino sin fronteras tras la caída del Muro de Berlín. Algo que, en todo caso, no afecta mucho a nuestro país, pues carece casi por completo de tradición política liberal (incluso entre los que se proclaman tal cosa), por más que sí exista un notable entusiasmo neoliberal financiero que comparten desde la derecha nacionalista y conservadora hasta buena parte de la vieja socialdemocracia.

Tampoco ha desaparecido, o en todo caso vive un cierto rearme entre los sectores más veteranos de la izquierda, el convencimiento de que el viejo materialismo histórico es una herramienta objetiva y que en la medida en que se centra en lo material, posee los galones del análisis científico. Esto es común en los paradigmas de las denominadas Ciencias Sociales, que son más sociales que científicas. La Ciencia Política es particularmente ufana al respecto, aunque la indubitada campeona en su presunción tecnocientífica es la Economía contemporánea, una suerte de arcano tecnocrático que expide recetas macroeconómicas con la determinación de un ingeniero, si bien sus puentes y estructuras acostumbran a derrumbarse con estricta frecuencia. En sentido figurado, y ahora también, como hemos visto en Italia, en el literal.

El propio término Ciencias Sociales en sí mismo es una reacción defensiva de las antaño llamadas Humanidades a la pujante capacidad de la ciencia pura para modificar la realidad de forma efectiva, una capacidad desplegada con creciente intensidad a lo largo de los últimos trescientos años y de la que la revolución digital es ejemplo sumario.

Hay una vocacional incorporación de pautas científicas a estas disciplinas, si bien únicamente algunas de las ramas de la Sociología pueden presumir de aplicar en rigor el método científico. El resto de especialidades aplican heterodoxas modalidades de análisis, con mecanismos de verificación discutibles, pero todas poseídas por un cierto fetichismo de los conceptos y el vocabulario cientifista, como si el término “clase social” o “burguesía” fuera tan indiscutible como la existencia del átomo y tan preciso en su definición como la velocidad de la luz.

Eso explica que en pleno siglo XXI exista un cíclico empeño en mantener terminología obsolescente del materialismo histórico, términos que describían sociedades de hace doscientos años y que reaparecen, por cierto, en estos controvertidos debates que sacuden la galaxia Podemos.

El fetichismo de la identidad fuerte, es decir, la alergia al multiculturalismo, a la concepción libertaria y hedonista de la diversidad –que pasa por alto la evidencia de que, en el fondo, tan subjetiva e inmaterial es la identidad de clase como cualesquiera otras de las que se tachan de simbólicas–, y a la pujanza de las identidades individuales en la sociedad digital (selfbranding: convertir el yo en marca) vehicula esta efervescente construcción de una pertenencia fuerte, de raigambre antigua, como si del resurgir de un linaje se tratara.

Eso explica tanto los nuevos nacionalismos triunfantes en Polonia, Italia, Hungría, Letonia o la misma Rusia, como el devenir reciente del soberanismo catalán, el auge lepenista en toda Europa y, por supuesto, el giro supernacionalista de PP y Ciudadanos. Y esa desazón hambrienta de gran relato se deja ver lo mismo en las tesis antiposmodernas de Daniel Bernabé que en el soberanismo antiUE que defienden Monereo, Anguita e Illueca, o en la formación alemana Die Linke, que combina proteccionismo económico con aroma chauvinista. Y empapa por supuesto el republicanismo independentista catalán. No hace falta ni mencionarlo: Donald Trump es el subproducto ominoso de los lixiviados de toda esa congoja.

El evidente éxito de estos discursos obedece a su capacidad para ofrecer certezas y sentido al posicionamiento político en un Occidente arrasado en su autoestima por la madre de todas las crisis (2008-2018) y sobre todo, y quizá esto sea lo más importante, logran su agregación antes que por la consecución del proyecto común, por la selección y caricaturización del enemigo. Si repasan el párrafo anterior, es sencillo identificar “contra qué” se amalgama cada uno de esos vehículos y expresiones políticas. Es decir, funcionan como simplificadores de la confusa realidad contemporánea, tan compleja que tratar de desenmarañarla provoca vértigo y desasosegantes contradicciones. Tal cosa parece dar la razón al filósofo (y eventualmente candidato en las listas del PNV) Daniel Innerarity, quien lleva años y libros subrayando que el gran desafío de esta era digital, en la que el planeta es una gran conversación de avatares, es la gestión de la complejidad.

Sin embargo, y se ha visto con estas controversias españolas, el componente generacional importa. La simpatía expresada por los viejos roqueros Illueca, Monereo y Anguita hacia el obrerismo nativo del gobierno italiano ha generado una unanimidad rocosa en las sensibilidades millenial del entorno de Unidos Podemos. Por usar la caricatura de trazo grueso, es la primera vez que pablistas, errejonistas, anticapitalistas y garzonistas expresan tal consenso en sus análisis: cualquier tentación de arrimar la sardina de la izquierda al ascua mefistofélica del chauvinismo racista es el mal y retrotrae a Europa a sus peores horas, vienen a decir en su conjunto, y supone una amenaza que puede convertir a las izquierdas en el tonto útil del enfrentamiento entre la ortodoxia globalizadora y el prefascismo.

Con palabras más cariñosas o más airadas, de forma más expresiva o sutil, en función también del afecto personal que unos y otros tienen por estos veteranos comunistas que han acompañado de cerca al movimiento 15M y a sus expresiones políticas, la veleidad filoitaliana de Monero/Anguita/Illueca ha sido unánimemente reprobada.

Entre el neoliberalismo bruselense y el prefascismo rampante, los comunistas millenial han identificado el mal mayor en el olor a azufre que recorre la Europa nacionalista, mientras sus mayores parecen haber elegido señalar en primer lugar la culpabilidad de la troika comunitaria y sus políticas de dogmática fe neoliberal.

Tiene su lógica esta brecha generacional: una de las características preeminentes de la efervescencia juvenil del 15M era su carácter de radicalidad democrática. El elemento antiglobalizador, impugnador de la ortodoxia neoliberal de la austeridad, era muy potente, incluso estaba mucho más presente en el debate que el antifascismo, pero substancialmente porque el antifascismo funciona para las generaciones crecidas en democracia como una pantalla pasada, una evidencia descontada a la altura de la declaración universal de derechos humanos: el fascismo es siempre un mal mayor y en 2011, cuando una generación nueva tomó la Puerta del Sol, el pragmatismo político adelantó al romanticismo. Aquella gente no tiró adoquines contra los despachos de sus padres, sino que elaboró programas de acción política.

La nueva izquierda que cuaja en el 15M no posee por eso un elemento anti-institucional, anti-UE, de tentación nativista o nacionalista, sino justo al contrario: está empujada por una pulsión de transformación de los consensos europeos desde dentro, de ahí que su primer objetivo fuera lanzarse a las elecciones europeas. El viejo comunista secuestrado de El día de mañana no sería bienvenido en la acampada de Sol.

La propia existencia de Podemos y sus confluencias como un arma de política institucional y su aspiración de infectar el sistema de nuevos consensos –la polémica de los posgrados es una prueba muy elocuente de cómo han contaminado la política con nuevos estándares éticos– revela un carácter contrarrevolucionario, o al menos, que entiende la revolución en términos de refundación democrática más que de colapso de la democracia liberal. La característica del aparato teórico que los Iglesias, Errejón y Monedero ponen en pie aun antes de la fundación de Podemos es su filiación marxista, impugnadora de la complicidad socialdemócrata con el neoliberalismo, tanto como su naturaleza eminentemente pragmática: un diagnóstico correcto de las sociedades occidentales del presente es fundamental para no dejarse llevar por ensoñaciones revolucionarias alejadas de los grandes consensos sociales occidentales.

Lo que se debate aquí, de hecho, es cuáles son los males mayores. Jacques Derrida decía que“la política es el juego de la discriminación entre el amigo y el enemigo. Toda la izquierda, peine canas o luzca coleta, considera el fascismo y el neoliberalismo bruselense como enemigos, no existe duda. Pero la dilucidación de los ordinales es determinante porque en la batalla política que asuela el continente, ambos, prefascismo nacionalista y neoliberalismo globalizador, son también enemigos entre sí y lo serán de forma más intensa en los años sucesivos –tal es la raíz del enfrentamiento de Bruselas, París y Berlín con Roma, Budapest y Varsovia–. La historia del siglo XX ilustra lo determinante que es la organización jerárquica de los enemigos, lo trascendente que es el escalafón del mal.

El periodista andaluz Manuel Chaves Nogales, en La agonía de Francia (Libros del Asteroide), pone sobre la mesa un ejemplo palmario de priorización de enemigos. Relata, a su llegada a Francia huyendo del fascismo que ya asuela España, los meses previos a la invasión alemana y narra cómo el país se preparaba para la guerra sin esmero alguno: los sectores oligárquicos franceses, que por supuesto son patriotas y en buena medida demócratas, acaban priorizando, más por omisión que por acción, su aversión a los comunistas del propio país, al punto de que prefieren dejar que Hitler tome Francia de paseo antes que tomarse en serio la guerra contra el nazismo. Vichy es un producto del sarpullido anticomunista francés. Los patriotas de la propiedad privada venden Francia antes de entregarla a la clase obrera.

No es un ejemplo solitario: Reino Unido se resistió a vender armas a los republicanos españoles y a los partisanos italianos en su lucha contra el fascismo, y posteriormente, como lamenta hondamente Agustí Clavet, Gaziel , en Meditaciones en el desierto, 1946-1953 (Destino), acabada la II Guerra Mundial, volvieron a elegir sostener el fascismo en España antes que abrir la puerta a que el comunismo tocara poder en un régimen parlamentario.

El miedo al comunismo fue la gran argamasa de los sectores liberales y conservadores europeos durante los cuarenta años que van desde el fin de la II Guerra Mundial a la Caída del Muro del Berlín, y a ese miedo debemos en buena medida el Estado del Bienestar. Si siguen la lógica, desmantelada la Unión Soviética y conjurado el miedo al comunismo, desaparecen los incentivos para un Estado del Bienestar solvente y comienza un disimulado y paciente pero tenaz desmantelamiento, que tomaría velocidad con la excusa de la madre de todas las crisis.

El comunista al que atiende en su cautiverio Justo Gil también prioriza: el capital es el enemigo mayor, no la dictadura. Por tanto, la democracia no nos acerca a la revolución soñada, sino que nos aleja.

Por eso, para un observador exterior llama tanto la atención que para rearmar la lucha anti-Maastricht, las viejas glorias de la teoría marxista del sur de Europa no reivindiquen la figura del griego Alexis Tsipras, al que la ortodoxia de la austeridad humilló y trató de destruir por tierra, mar y aire, y que mientras nadie miraba ha evitado el colapso de Grecia, aplastada por la miseria y hostigada por las brutales tensiones ultraderechistas y ultranacionalistas. Tampoco hay sesudos análisis y elogios a la resurrección keynesiana que ha logrado el centrífugo gobierno de Portugal, que aglutina a la socialdemocracia, el comunismo y la nueva izquierda millenial en un equilibrio siempre inestable pero de resultados materiales muy concretos.

Claro, ni Grecia ni Portugal son ejemplos de una hegemonía definitiva de los postulados de la vieja izquierda, enemiga feroz de la socialdemocracia, sino de un pragmatismo político eficiente en tiempos adversos, pero es sorprendente que, a la vez que se silencian los casos portugués y griego, se le pongan ojitos a la Italia prefascista.

De ahí que la reacción haya sido tan furibunda, sobre todo entre los jóvenes anticapitalistas, que son los que con más intensidad han afeado a sus mayores la tentación de buscar referentes en los nuevos chauvinismos de izquierdas de Italia o Alemania. Dos países que sí, han sido los grandes laboratorios políticos de Europa, pero también las genuinas patrias del fascismo. Junto a España, claro.

La aplicación del principio “el enemigo de mi enemigo…” es una táctica que funciona de forma virtuosa cuando Batman y Superman alían sus fuerzas contra Lex Luthor (”Las campanas ya han doblado. Y no se pueden desdoblar las campanas… Los capas rojas están llegando, ¡los capas rojas están llegando! ¡Ding, ding, ding, ding!”,anuncia al final de Batman versus Superman, el amanecer de la Justica, de Zack Snyder, como si nos avisara), pero suele salir regular cuando te buscas un aliado más peligroso que el mal que combates.

Le pasó a Francia en la II Guerra Mundial, como denunció Chaves Nogales, y a Hungría en todas las ocasiones de los últimos doscientos años en que tuvo que elegir un aliado. El resquemor intransigente de Viktor Orban tiene mucho que ver con esa desgracia húngara. El Kraken se libera pero no se domestica.

Generacionalmente mejor adaptados a la complejidad y, por tanto, a la ausencia de relatos omnicomprensivos, verdades reveladas e identidades fuertes, dicho de otro modo, menos angustiados por el maremagnum del presente y sus incertidumbres, los políticos millenial se han zafado de viejos miedos y recelos de sus predecesores, empapando de realismo y pragmatismo sus soluciones políticas. Los quehaceres de Unidos Podemos en su desempeño parlamentario, desde la crisis catalana a la moción de censura y posterior negociación con el gobierno socialdemócrata (asuntos todos ellos que han encogido el estómago de sus mayores) revelan ese rasgo puramente generacional.

Quizá el detalle más elocuente de este debate en la galaxia Unidos Podemos, un dato que puede ayudar a trazar el mapa de esta batalla ideológica, sea el momento: el excurso rojipardo brota cuando Unidos Podemos comienza a negociar con un alto grado de concreción con la bestia negra de los comunistas veteranos: un gobierno del PSOE. Es difícil pensar que sea una coincidencia. De lo que hay pocas dudas es de que este debate español lo han zanjado a su favor los millenial frente a los viejos comunistas. Al menos, de momento.

El olor a azufre persiste a lo largo el continente: En las próximas elecciones europeas, Pablo Iglesias y Jean Luc Melénchon (que, en su condición de francés, también coquetea, faltaría más, con el chauvinismo obrerista) encabezarán una gran plataforma de la izquierda continental. Lo contaba Andrés Gil en Eldiario.es, una gran coalición roja que, ojo, no está vacunada contra la gramática parda: algunos comunistas portugueses votaron en el Parlamento Europeo contra las sanciones a Hungría (donde el gobierno ha atropellado los derechos políticos de sus adversarios) por considerar que la UE no es quién para sancionar a un estado soberano. Ahí está: antieuropeísmo antes que antifascismo.

Y esa colisión entre la nueva y la vieja izquierda se expresaba esta semana en el dilema y las patentes contradicciones respecto a la directiva europea sobre derechos de autor digitales. La izquierda de Nacho Vegas choca con la de Víctor Manuel.

Con Tierra y libertad, de Ken Loach, el director británico provocó un notable pollo en el comunismo español de los noventa por subrayar las divisiones en el seno del bando republicano durante la Guerra Civil, unas divergencias que nacían de muy antes del golpe de estado franquista. El cisma debilitó al bando legítimo frente a la ofensiva fascista. La bronca era, efectivamente, sobre la jerarquía de los enemigos que se combatían –capitalismo o fascismo–, y Josef Stalin intentó una jugada de ajedrez en Europa Occidental que salió mal y condenó la historia del siglo XX español.

Ese pecado, en el prólogo de la Segunda Guerra Mundial, no lo cometería Stalin dos veces y, perdida la batalla española, acabaría identificando el mal supremo con el fascismo: Stalin se alió con las democracias liberales para combatir a Italia y Alemania cuando Adolf Hitler se vino arriba. Y, como le gusta recordar a menudo a Pablo Iglesias, fue el factor determinante para decantar la II Guerra Mundial. Stalin como conjurador del fascismo, he ahí una idea para paladear en el comunismo otoñal durante las difíciles horas pardas de la Europa venidera.

[Fuente: Por Pedro Vallín, La Vanguardia, Barcelona, 16sep18]

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