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10mar13


La falta de estructura industrial condena a España a una brutal deflación de los salarios


Dimitri5 es un lector de El Confidencial. Y ha escrito, probablemente, el comentario que mejor sintetiza el drama de la economía española: "Mientras las administraciones no reduzcan su gasto, no hay solución", sostiene. "Es como Saturno devorando a sus hijos. La administración acapara todo el crédito disponible con la colaboración de Bruselas".

Y continúa Dimitri5: "Las normas de Basilea permiten que cuando un banco invierte en deuda pública de un Estado insolvente, no tenga que provisionar; y cuando presta a una pyme creadora de puestos de trabajo, sí tenga que hacerlo. Se está distorsionando la financiación productiva creadora de empleo, fuente de riqueza e ingresos para el fisco. Desviándola al gasto improductivo, a la orgía de gastos de administraciones públicas parasitarias. Duplicadas y colocadero de políticos y otros paniaguados. Es inútil recibir ayuda de Bruselas para rescatar al sector financiero si es para quemar esa ayuda en sueldos improductivos. Sólo estamos hundiendo al país en una mayor deuda sin esperanza de un retorno del dinero dilapidado".

Difícil, muy difícil, resumir mejor en apenas un par de párrafos las miserias de un país que, paradójicamente, celebra como un éxito que cada semana el sector público se vea obligado a pedir casi 5.000 millones de euros al mercado. Un auténtico disparate que sólo ayuda a enmudecer los problemas, pero no los resuelve. Lo más chocante, sin embargo, es que este proceso de endeudamiento (y empobrecimiento de la nación) se produce en ausencia de un verdadero debate sobre hacia dónde va la economía real más allá del tópico y las generalidades: mayor competitividad y exportaciones. Mientras se pone el foco en la creación de nuevas empresas con políticas a favor del emprendimiento (sin duda necesarias), se deja morir a muchas que son viables.

España es hoy un páramo industrial. Y lo que es todavía peor, pasa de puntillas sobre la orientación de la política económica como si se tratara de un asunto menor. El sector público, volcado en su propio ajuste, parece complacido con ese nuevo rol internacional que cumplirá la economía a la salida de la crisis si nada lo remedia: un papel subsidiario de las grandes potencias. Un país especializado en suministrar mano de obra barata y productos de baja intensidad tecnológica a la Europa del norte. Y que se articula a través de la devaluación interna que se reclama desde Alemania.

Hace diez años, sin embargo, y como ha escrito el economista Daniel Gros, se consideraba a Alemania el enfermo de Europa. Su economía era incapaz de salir de la recesión, mientras que el resto del continente se recuperaba. Su tasa de paro era superior a la media de la eurozona; mantenía déficits excesivos, y su sistema financiero estaba en crisis. Una década después, se ve a Alemania como un modelo que todos deberían imitar.

Muchos achacan la recuperación alemana a la reforma laboral, pero su impacto ha sido muy inferior al que suele decirse. Sin duda, por motivos ideológicos. Alemania ha salido del pozo debido a que desde hace siglo y medio ha contado con un aparato productivo muy potente volcado a las exportaciones y fuertemente imbricado en el sistema educativo, lo que le ha permitido aprovechar el despegue de los países emergentes. Eso explica que apenas haya perdido cuota de mercado en un contexto muy competitivo.

Los inventores

La vinculación entre la industria y el sistema educativo no es, desde luego, un asunto baladí. Ni nuevo. A menudo se suelen poner como ejemplo dos grandes figuras que influyeron de forma determinante en la industrialización alemana. Una es Ernst Werner M. von Siemens (1816- 1892), ingeniero industrial y teniente de la artillería prusiana, capaz de construir en 1847 un nuevo telégrafo que permitió tender cables submarinos transoceánicos que sería la base para la creación de Siemens, fundada ese mismo año. Hoy Siemens está presente en todo el planeta y no sólo vendiendo los viejos tranvías que poblaron las grandes urbes. La otra figura es Carl Duisberg (1861-1935), personaje esencial que explica la creación del Grupo Bayer y el desarrollo de la industria química y farmacéutica germana, estudiante de química en Göttingen y Jena, antes de ser nombrado director de Farbenfabriken Bayer, quien buscada un químico con talento para "hacer inventos", como recordaba hace algún tiempo el profesor Lamo de Espinosa.

Esos "inventos" son los que sostienen hoy la economía germana, que no sólo ha aumentado su productividad gracias a la introducción de mayor flexibilidad en sus relaciones laborales e industriales (Agenda 2010), sino que, al mismo tiempo, ha tenido bien cuidado en preservar su aparato productivo. Ese es, en realidad, el reto de la política económica de Rajoy. No sólo rebajar la prima de riesgo, sino también encauzar los diferentes modelos productivos que genera una economía compleja como es la española.

Un reciente estudio de la profesora Eva Benages, pone de manifiesto negro sobre blanco la naturaleza del problema. España fracasa en intensidad en el uso del conocimiento. Y no sólo eso, continúa confiando su crecimiento en los sectores con menor valor añadido: construcción, hostelería, agricultura, ganadería, pesca o actividades inmobiliarias, que apenas representan el 40% del valor añadido total.

O dicho en otros términos igualmente ilustrativos. Como se ha puesto de relieve recientemente, España sigue a la cola, y muy a la cola, en el ránking de patentes a nivel mundial. Entre las naciones avanzadas, sólo por delante de países como Eslovaquia, Grecia o Portugal, lo que da idea de que algo no se ha hecho bien.

La economía del conocimiento y las patentes son, en realidad, las dos caras de una misma moneda que pueden evitar el mayor peligro que existe actualmente en Europa: la divergencia entre economías que comparten una misma divisa y que no aprovechan las externalidades debido a una especialización productiva absurda. Unos producen mientras que otros compran sus productos creando burbujas artificiales de dinero que periódicamente explotan.

Esa Europa es inviable. No es posible que coexistan en la región enormes diferencias sociales y económicas. Media docena de países disfrutan ahora, por ejemplo, de un desempleo inferior al 7%, mientras que otra media docena sufre un paro superior al 14% (y Grecia y España por encima del 25%).

Castigo a las pymes españolas

Otro ejemplo igualmente ilustrativo que revela hasta qué punto ha fracasado la unión monetaria. Las pymes españolas (datos de enero) pagan por financiarse 221 puntos básicos más que las alemanas en las nuevas operaciones de hasta un millón de euros. Y en contra de lo que pueda creerse, pese a la rebaja de la prima de riesgo, ese diferencial no ha dejado de crecer. Hace un año se situaba en 138 puntos básicos. Y en noviembre de 2010 era cero. Como lo leen. Es decir, que pese a la moneda única y la unión monetaria, la divergencia crece y crece. La prima de riesgo baja, pero financiarse en cada vez más caro.

Es verdad que los ajustes realizados en Europa han corregido algunos desequilibrios de los países periféricos. En particular en naciones como España, cuya balanza de pagos cerró el año pasado con un déficit de apenas el 0,8% del PIB (lejos del 10% que llegó a representar en 2007). Pero como sostiene el economista Pisani-Ferry, la contracción de la demanda interna explica en buena medida la mejora. No es fruto, por lo tanto, de un avance sustancial de la competitividad, como de forma un tanto cínica aseguran algunos altos funcionarios del Gobierno.

Como no puede ser de otra manera, la tendencia de los países con más desempleo y menor productividad será deprimir los salarios para ser más competitivos, pero ese sería un error estratégico. La solución pasa por construir economías homogéneas y no basadas en una división artificial parecida a lo que un día se llamó norte-sur. O ricos y pobres, como se prefiera. Y lo cierto es que para evitar esa catástrofe no hay más remedio que resolver el problema de la deuda. Tanto la soberana como la privada.

Pero ninguna crisis de deuda se ha resuelto sin una quita por parte de los acreedores, salvo que se pretenda asfixiar a los países, con todas las consecuencias fatales que eso conlleva (el PIB de Grecia se ha contraído ya un 20%). Y una recesión prolongada sin duda que puede llevarse por delante buena parte del tejido productivo de un país, como de hecho puede estar sucediendo ya en España. Cerrar una empresa es mucho más costoso que abrir una nueva.

Como diría el profesor Alfredo Pastor, "no se contrata porque no se produce, no se produce porque no se vende, no se vende porque nadie quiere gastar". Es por eso que parece el momento de comenzar a reestructurar la deuda privada en sectores altamente apalancados. Aunque sufran los acreedores. No para salvar a empresas obsoletas e inviables; sino, por el contrario, para que puedan sobrevivir las compañías que hoy sufren el racionamiento del crédito y que pueden caer si la recesión se alarga.

Una Europa no integrada social y económicamente será fuente de futuros conflictos. Y es mejor resolverlos ahora que intentar hacerlo cuando sea demasiado tarde. Y tal vez sea conveniente recordar una conversación que mantuvieron Churchill y Roosevelt tras la II Guerra Mundial: "En una ocasión", contaba el político británico en su imprescindible obra sobre la contienda, "me dijo el presidente Roosevelt que estaba pidiendo públicamente que le hicieran sugerencias sobre cómo llamar a esta guerra. En seguida le propuse: 'la guerra innecesaria'. No ha habido jamás una guerra más fácil de detener que la que acababa de arruinar lo que quedaba del mundo después de la contienda anterior". Palabra de Churchill.

[Fuente: Por Carlos Sánchez, El Confidencial, Madrid, 10mar13]

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