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07abr13


Lo que está detrás del caso Urdangarin


A veces se olvida lo obvio. Y tal vez por eso merezca la pena recordarlo. El artículo primero de la Constitución establece que "la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria". No es asunto baladí ni mera retórica política. El hecho de que el devenir de la Corona se vincule al parlamento dota a aquella de una legitimidad concreta y precisa. La soberanía reside en el pueblo y es el pueblo quien decide su forma de Estado.

No estamos, por lo tanto, ante una legitimidad de la Corona que procede de un intangible o de un poder divino, sino de algo mucho más terrenal como es la aprobación de una norma jurídica por parte de quien tiene depositada la soberanía. El pueblo pudo elegir entre Monarquía o República, pero nadie le preguntó.

Este principio constitucional que ahora puede resultar tan evidente, no lo fue, sin embargo, hasta hace bien poco. Como ha recordado el profesor Artola, la Monarquía parlamentaria triunfó en Inglaterra en 1688, y sólo tres países -Francia, España y Portugal- adaptaron este sistema antes del siglo XX. El resto de monarquías tenían, por lo tanto, un carácter absolutista incompatible con la democracia. De hecho, la propia supervivencia de las monarquías en Europa (en los últimos años no han dejado de perder atribuciones) se ha vinculado a su capacidad de adaptación a los sistemas parlamentarios. Y cuando no sucedió eso, como ocurrió en la España de 1923 -golpe de Estado de Primo de Rivera-, lo que se produjo fue el fin de la Monarquía.

El historiador Vicens Vives supo centrar esta cuestión y recordó en alguna de sus obras que "con el establecimiento de la Dictadura se derogó la Constitución de 1876 y quedó roto el mismo principio de legitimidad de la Corona". Primo de Rivera instauró un sistema de Gobierno paternalista y defensivo, y en su caída arrastró al propio rey Alfonso XIII, que poco tiempo después del fin de la Dictadura tuvo que abandonar España. "Su caída reveló", decía Vicens Vives, "la inmensidad de su fracaso: todo estaba por hacer".

Como sostiene el historiador Antoni Jutglar, sin el golpe de Estado de 1923, la Monarquía habría debido aceptar las reivindicaciones populares o rendirse ante una acción revolucionaria o parlamentaria. Pero optó por respaldar al capitán general de Cataluña, lo que quebró el origen de legitimidad, que estaba en la Constitución.

La Corona no es el rey

Y este es, en realidad, el principal problema actual de la Corona, que en lugar de vincularse al sistema parlamentario se ha convertido con el paso de los años en un poder en sí mismo. Se olvida, como sostiene la profesora Yolanda Gómez, una de las mayores especialistas de España en sistemas monárquicos, que "no hay que confundir la Corona con la persona del Rey". El Rey recibe el poder de la Corona, y es, por lo tanto, un mero depositario de ella. De ahí que sea el parlamento quien debe regular su funcionamiento.

No ocurre así. Por extraño que parezca, este Gobierno -y los anteriores- han tenido siempre miedo de inmiscuirse en los asuntos de la Zarzuela, lo que ha acabado por generar una curiosa circunstancia.

Se ha creado una institución que no sólo no responde ante el parlamento, sino que el propio parlamento renuncia a marcar sus líneas de actuación. Hasta el extremo de que 35 años después de proclamada la Constitución, los legisladores no han tenido a bien aprobar una ley que regule el funcionamiento de la Corona. Ni, por supuesto, se ha desarrollado el Título II de la Carta Magna para hacerlo más preciso. Se da incluso la paradoja de que la vicepresidenta Sáenz de Santamaría hablaba el pasado viernes tras el Consejo de Ministros de la Casa Real como si se tratara de un poder dentro del Estado (como en el pasado lo fueron el Ejército o la Iglesia), y por eso, sostiene la vicepresidenta, Zarzuela debía estar fuera del perímetro de la futura Ley de Transparencia. Un castizo diría que, para la vicepresidenta, la Corona no es ni carne ni pescado.

El disparate es aún mayor si se tiene en cuenta que ni la propia Constitución establece qué hacer cuando el Rey se encuentra impedido -por las razones que fueran- para realizar sus funciones de forma temporal, como es el caso: una enfermedad le ha apartado al de sus funciones constitucionales.

El único instrumento sería utilizar la vía de la Regencia, pensada para casos en los que el príncipe heredero fuere menor de edad, no para circunstancias como las actuales. Pero entonces surge otro problema: qué hacer con el monarca que está impedido para reinar, y que no es emérito, como el Papa Benedicto. ¿Mantendría sus privilegios en cuanto a la impunidad e inviolabilidad legal? ¿Quién decide en qué momento se acaba la Regencia? ¿Qué pasa con el actual Príncipe de Asturias, que ni siquiera está blindado constitucionalmente de sus actos? La Constitución es tan ambigua que no señala con precisión quién decide el momento de la Regencia. "Se ejercerá", relata la norma, "por mandato constitucional y siempre en nombre del Rey". ¿Por cuánto tiempo se puede sustituir al Rey por una baja temporal? ¿Y si el Rey no quiere?

Una cuestión de indolencia

La indolencia del sistema político para legislar en todo lo relacionado con la Casa Real -sin duda por la figura política del Rey Juan Carlos- ha llevado al extremo de que ni siquiera se ha subsanado un error histórico, como fue la de establecer la preferencia del varón en la sucesión al trono. Un sinsentido que explica que cuando España ratificó, en 1983, la Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer lo hiciese bajo la reserva de que dicha ratificación "no afectará a las disposiciones constitucionales en materia de sucesión a la Corona española".

El anterior presidente del Gobierno pidió al Consejo de Estado un informe sobre este asunto, y el informe existe, pero de nuevo la pereza intelectual y la ausencia de una clase política incapaz de entenderse en los asuntos de Estado, hace que España incumpla su propia Constitución, que deja muy claro que "los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social".

La desidia legal, la ausencia de controles y, en general, el cortoplacismo que ahoga la política española (que nunca tiene tiempo para resolver las cuestiones de Estado) es, en el fondo, lo que ha favorecido -y hasta engrasado- los desmanes de algunos miembros de la Casa Real, incluido el propio monarca, que en lugar de adecuar su funcionamiento al marco legal establecido (porque no lo había), han recorrido su camino al margen de cualquier control democrático.

Como consecuencia ello, existe un riesgo cierto de que la torpe gestión de un asunto privado -como son los negocios de Urdangarin y su esposa (el hecho de ser hija del rey no la exime de sus responsabilidades penales)- derive en una crisis constitucional, si no lo ha hecho ya, con clara influencias sobre la estabilidad política. Y lo que es todavía peor, acabe por contaminar al príncipe Felipe, con las consecuencias que tendría ello desde el punto de vista del orden constitucional.

El hecho de que no haya renunciado ya la infanta Cristina a sus derechos dinásticos no es más que otro palo en la rueda de la Monarquía. Y por eso es un error haber elegido como su abogado a Miquel Roca, toda vez que un asunto privado (por eso la infanta Cristina no cuenta con los privilegios de ningún aforamiento) se convierte en una cuestión de Estado. Ha sido el rey quien ha elegido al expolítico catalán, lo cual intimida a cualquier órgano jurisdiccional. Si pierde Roca, pierde el Rey.

En esencia, lo que diferencia una monarquía parlamentaria -el primer proyecto político genuinamente liberal- de la que no lo es, es que la monarquía parlamentaria se constituye como un órgano de carácter constitucional sometido a la propia Constitución y a la ley. Algo que hoy por hoy no ocurre con todas sus consecuencias. Y el hecho de que el jefe de la Casa Real -no el jefe del Estado- ni siquiera tenga la obligación de rendir cuentas ante el parlamento sobre dinero público crea una especie de tierra de nadie (un poder dentro del poder) que propicia todo tipo de dislates. En otras palabras, un regreso al pasado absolutista.

[Fuente: Por Carlos Sánchez, El Confidencial, Madrid, 07abr13]

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