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El Tribunal Penal Internacional desde el punto de vista de la política y de las fuerzas armadas.

Por Wolfhart Saul

I INTRODUCCIÓN

«El sábado 10 de junio, una unidad de las SS ocupó (...) el pueblo que previamente había rodeado, y ordenó a la población que se reuniera en la plaza del mercado. Les dijeron que, según un informador, alguien había escondido explosivos en la localidad y que iban a comprobar la identidad de los presentes y a registrar las casas. A los hombres les ordenaron que se dividieran en cuatro o cinco grupos, y encerraron a cada grupo en un granero. A las mujeres y a los niños los llevaron a la iglesia y también los encerraron. Eran aproximadamente las dos de la tarde. Poco después, se oyó el sonido de las ametralladoras e incendiaron todo el pueblo y las granjas cercanas (...). Soldados alemanes entraron en la iglesia a las cinco de la tarde e instalaron un equipo de emisión de humos en el altar; era una especie de caja de la que saltaban fusibles quemados. El aire se volvió irrespirable en poco tiempo, pero alguien consiguió derribar las puertas de la sacristía y pudieron reanimar a las mujeres y a los niños afectados. Los soldados alemanes empezaron entonces a disparar por las ventanas de la iglesia, entraron en el edificio para matar a los supervivientes con las pistolas y derramaron una sustancia altamente inflamable en el suelo (...). No se puede indicar con exactitud el número de víctimas, pero se calcula que fueron entre 800 y 1.000 personas.»

El texto anterior es un extracto de un informe que se leyó ante el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg el 31 de enero de 1946. Describe un asesinato en masa cometido el 10 de junio de 1944 por soldados alemanes contra la población de la localidad francesa de Oradour-sur-Glane. Sólo es un ejemplo de las múltiples monstruosidades cometidas por seres humanos contra otros seres humanos, antes y después de este hecho, en flagrante transgresión de las leyes internacionales. Sus lecciones se pueden aplicar a todos los conflictos armados.

Oradour-sur-Glane no fue destruida por mercenarios sin hogar ni principios. Los ciudadanos de la población francesa fueron exterminados por soldados de una nación cultural supuestamente bien entrenados y disciplinados. Eran hombres que habían crecido en familias, que habían recibido el afecto de sus padres y de la sociedad, que conocían los valores de nuestra cultura y que podrían haber transmitido todos esos valores a sus hijos. Sin embargo, muchos permitieron que los confundiera una ideología degradante y se convirtieron en seres obedientes capaces de cometer delitos indescriptibles. El argumento de que el horror de la guerra fue excesivo para ellos y los convirtió en criminales sólo es válido para unos pocos.

Los líderes políticos que crearon los conceptos intelectuales y políticos fundamentales para justificar aquella guerra, y que incitaron al pueblo, siguen siendo responsables de lo ocurrido. Los líderes militares también son responsables por ello; tal y como lo definió en cierta ocasión un semanario, aplicaron «la obediencia debida hasta el asesinato», lo que permitió que obedecieran las órdenes criminales de los políticos. Por último, los soldados también son responsables, puesto que podrían haberse rebelado contra las órdenes de asesinato, pero no lo hicieron, aunque el Código Penal de las Fuerzas Armadas (art. 47) les prohíbe dar o ejecutar una orden «que constituya un crimen civil o militar».

Hoy no vamos a satisfacer nuestras exigencias. Sólo vamos a tomar nota, horrorizados, de los acontecimientos y del alcance de las responsabilidades. A la vista del alcance de los crímenes y la insolencia con que se cometieron, ante el público mundial, debemos encontrar respuestas al menos a las siguientes preguntas:

  • Cómo pudo suceder; qué razones lo provocaron.
  • Cómo se puede prevenir esa barbarie, que no está justificada ni por las leyes internacionales (que permiten a todos los ciudadanos que se defiendan si es necesario) ni por las llamadas «necesidades militares».

La respuesta a estas cuestiones exigiría de una aproximación extensa que sobrepasa la intención y el tamaño de este artículo. Por tanto, sólo trataré un aspecto de la respuesta que dio la asamblea de Naciones Unidas celebrada en Roma el 19 de julio de 1998, cuando 120 países decidieron establecer una Cortenal Penal Internacional (CPI) permanente. El tribunal tendrá responsabilidad mundial y podrá iniciar sus sesiones dentro de cinco años, aproximadamente, cuando hayan ratificado su estatuto 60 gobiernos.

En esta histórica resolución, la voluntad política de la comunidad de naciones manifiesta que el éxito del derecho internacional humanitario dejará de depender de la «buena voluntad» de los Estados miembros, sino que se asegurará con la ayuda de un tribunal penal independiente dotado de los medios con que cuenta cualquier Estado para garantizar el Estado de Derecho.

En este artículo se explica, en primer lugar, el estatuto de la CPI; y en segundo lugar, se analiza desde el punto de vista del título propuesto para concluir con un par de sugerencias. A efectos legales, debo mencionar que el término «crimen» utilizado a continuación se corresponde con la definición dada en los artículos 5 y 8 del estatuto de la CPI. Además, el artículo sólo refleja, principalmente, los aspectos relacionados con lo militar y con sus problemas. Sin embargo, y basándose en las amargas lecciones de la historia de Alemania, da por sentado que los aspectos más importantes son transferibles también al mundo «político».


2. La Corte Penal Internacional (CPI)

El establecimiento de la CPI persigue los objetivos de los múltiples tratados internacionales encaminados a proteger de forma más eficaz a la población cuando se encuentra afectada por conflictos armados. La Corte pretende disuadir a los criminales potenciales con su simple existencia e impedir que los verdaderos criminales escapen a la responsabilidad de sus actos. Durante la época de la «guerra fría» no se habría podido crear ningún tribunal similar en el seno de las Naciones Unidas, pero tras los cambios mundiales experimentados a principios de la década de 1990 se pudieron establecer dos tribunales internacionales, a partir de los conflictos en la antigua Yugoslavia y en Ruanda, y basándose en las decisiones del Consejo de Seguridad de 1993 y 1994.

Esta situación fue precedida por los esfuerzos realizados desde principios del siglo XX para limitar las guerras y proteger a las víctimas. Tenemos un ejemplo en las Convenciones de la Haya de 1907; entonces llegó incluso a establecerse un tribunal permanente de arbitraje, aunque sus decisiones no eran vinculantes. Incluso después de la I Guerra Mundial se mantuvo la justificación de que los excesos cometidos en el campo de batalla no eran producto de una organización estatal anónima, sino de la voluntad individual, protegida por la soberanía del estado y por su función soberana. En el Tratado de Versalles se rompió el principio válido hasta entonces de que sólo los estados estaban sujetos al derecho internacional, y se incorporó el principio de la responsabilidad individual. No obstante, fue una simple declaración que no se aplicó hasta los juicios de Nuremberg de 1945 contra los líderes políticos y militares de la Alemania nazi, juicios que dieron verdadera credibilidad a las leyes internacionales, que se hicieron más precisas y completas. Los veredictos confirmaron la voluntad política de proteger las leyes internacionales: las cuatro Convenciones de Ginebra de 1949 fueron uno de los resultados de su trabajo.

Por desgracia, la situación política de la época impidió que se aplicaran las nuevas convenciones de forma eficaz bajo la estructura de un tribunal penal. Este hecho provocó la grotesca situación de que muchos criminales, protegidos por la soberanía de sus estados, hayan transgredido y sigan transgrediendo el derecho internacional sin tener que rendir cuentas ante la comunidad de naciones. Los últimos avances en este campo son esperanzadores porque suponen una continuación de la idea central de los juicios de Nuremberg: la legislación internacional es suficientemente fuerte para no ser condenada a la ineficacia por el prestigio del concepto de soberanía.

El contenido del estatuto de la CPI se puede resumir como sigue: además de las abundantes disposiciones jurídicas y organizativas, se han integrado y sometido a la jurisdicción de la CPI los siguientes crímenes, similares a los del Estatuto del Tribunal Militar de Nuremberg: genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y crimen de agresión. Se consideraron y actualizaron 50 elementos penales, como el principio de la responsabilidad penal indicidual con independencia de la reputación y el cargo. Además se establecieron los principios de jurisdicción automática y complementariedad; esto significa que los estados se someten automática e incondicionalmente a la jurisdicción de la CPI cuando se unan a ella y que aceptan que la Corte estará preparada para actuar si el estado con la mayor responsabilidad no puede o no quiere perseguir el delito cometido. El nuevo Estatuto se fortalece con las funciones «ex officio» de la fiscalía, que propone de forma independiente las posibles investigaciones. La búsqueda del compromiso en Roma se hace evidente en el inusual derecho del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas a retrasar un juicio durante un período de un año por razones políticas como el mantenimiento de la paz.


3. Política y fuerzas armadas

El estatuto de la CPI deja claro que la responsabilidad de lo que suceda en el cumplimiento de tareas políticas o militares es de los individuos. En situaciones de conflicto, y en todos los aspectos, son protagonistas, responsables, y también acusados potenciales. La política y las fuerzas armadas tienen características profesionales distintas, pero comparten un carácter muy particular. En los dos ámbitos se establece una simbiosis indisoluble y no siempre conflictiva entre la «prioridad de la política», el «juramento» y el principio de liderazgo de «orden y obediencia». A lo largo de la historia, los representantes de los dos campos han interpretado su papel, a veces bueno, a veces trágico y con frecuencia delictivo. Sin embargo, y desde 1945, tanto la política como las fuerzas armadas han experimentado cambios drásticos que han mejorado no sólo su red de relaciones sino también la posibilidad de pensar bajo el prisma del Estado de Derecho, y, en consecuencia, proteger los derechos humanos en todo el mundo.

La política ha cambiado. En el pasado se ejercía para conquistar y proteger territorios, recursos y posiciones de poder. La guerra era un acto legítimo, incluso parcialmente bendecido por las distintas religiones. Pero las dos guerras mundiales de este siglo, y la inconcebible capacidad destructiva de las armas modernas, han convertido a la guerra en un absurdo en tanto que «continuación de la política por otros medios». La población se consideró durante mucho tiempo un factor económico en la política de los gobernantes, y más tarde, un factor social que debía hacerse utilizable y pacífico por medio de la educación patriótica y autoritaria.

Hoy recogemos los frutos de la apertura mundial y de la cooperación bajo el concepto de «mundialización» que, además de sus múltiples riesgos, ha abierto grandes oportunidades para la paz y el bienestar. Hoy en día la humanidad no se define en función de su contribución al beneficio de la sociedad, sino desde su dignidad natural y desde los derechos fundamentales. Ambos aspectos han servido para derribar fronteras y relativizar la soberanía de los estados, y no sólo como resultado de una renuncia voluntaria a derechos de soberanía sino, también, por el cambio básico del criterio que legitima las acciones del estado en la actualidad. Ya no es el credo de un grupo de idealistas incurables; es parte creciente de la «corrección política» de una sociedad moderna. También debemos aprender del proceso de la CSCE/OSCE, en la medida en que la protección de los derechos humanos es un criterio decisivo para la consecución de la paz. Hasta el Banco Mundial liga sus ayudas al desarrollo a la exigencia de que el país receptor demuestre un «buen gobierno» que garantice y proteja los derechos humanos de sus ciudadanos.

Las fuerzas armadas también han cambiado. En la antigüedad, se mantenían exclusivamente para proteger el poder de un gobernante o un estado; más tarde, se pusieron al servicio del concepto político estratégico del equilibrio de poder; y en la actualidad -y al margen de las típicas precauciones de seguridad de todos los estados- son un instrumento de gestión de crisis mundiales y apoyo en situaciones de desastre.

En el pasado, los soldados se encontraban a merced de sus oficiales por el código de guerra y por su juramento; más tarde, la milicia se convirtió en una profesión, sujeta a la obediencia de las leyes actuales pero con protección de los derechos civiles. El soldado siempre se encontraba sujeto a una estricta obediencia basada en el juramento y el castigo, que en el siglo XIX lo protegía -al menos, sobre el papel- de los abusos, y que con el paso del tiempo se sometió a las leyes internacionales. Sin embargo, la discrepancia entre la teoría y la práctica era enorme.

Las razones de tal discrepancia no se limitaban al simple abuso de poder; también tenían sus raíces en la firme creencia en la autoridad, extendida entre la familia, la sociedad y las propias fuerzas armadas. La «disciplina» era la educación ideal en unos tiempos que condujeron, al menos en Alemania, a que una generación entera tuviera una fe ciega y trágica en la autoridad y la obediencia. Sin embargo, el propio Montgomery, mariscal de campo británico, también era un defensor a ultranza de dichos ideales. Lo demostró en la declaración que hizo ante el Tribunal Militar de Nuremberg: «La obligación del soldado es obedecer todas las órdenes dadas por las fuerzas armadas, esto es, por la nación, sin preguntar». Y esas ideas se mantienen en muchos ejércitos.

La capacidad humana de cometer atrocidades no ha cambiado, y parece que aún no conoce límites ni en la infamia ni en la crueldad. En el pasado, se tenía por algo heroico y propio de hombres, pero más tarde pasó a ser juzgado (al menos cuando se sobrepasaban los límites definidos por la legislación internacional), pero en general era una actitud que raramente se castigaba. Los hechos indican que, en la actualidad, la crueldad se sigue aceptando como algo «inevitable», como algo lógico en cualquier guerra. La medida contra las exigencias de nuestro tiempo y los «códigos morales» válidos de la comunidad de naciones, así como el fracaso a la hora de distinguir presiones e incentivos, también ha permanecido sin cambios. Aún quedan muchas personas con cargos de responsabilidad en todo el mundo que sucumben a la tentación del poder y que no se detienen ante nada porque no tienen que justificarse ante nadie. Y también hay demasiados ciudadanos sin uniforme que, por la razón que sea, no son conscientes de la ilegalidad de ciertos actos, o los aceptan o los ejecutan de forma obediente y sin preguntar.


4. Un punto débil en el estatuto de la CPI

El punto de vista del que parte este artículo exige que nos concentremos en un aspecto del estatuto de la CPI, que trata de la relación del soldado con su superiores políticos y militares: el juramento, las órdenes y la obediencia no sólo son parte integrante de la funcionalidad de todos los ejércitos del mundo sino que en buena medida constituyen su propia existencia; además, también son uno de los pilares esenciales de la capacidad política de los estados. La historia ofrece suficientes ejemplos de abuso de poder y obediencia a los líderes, así como de malas interpretaciones por parte de los subordinados. En cualquier caso, ambas cuestiones tienen algo en común: la obediencia incondicional ha supuesto una puerta abierta a millones de crímenes. Son las consecuencias naturales cuando un poder no tiene límites que aseguren un mínimo respeto a la legislación y a las condiciones que protegen la dignidad del ser humano. Para la estructura interna de la gestión de la política y las fuerzas armadas, es posible que estas deficiencias sólo tengan como consecuencia algunos «factores de interferencia»; para la humanidad, en cambio, es un peligro latente y amenazador contra la vida.

Si observamos las condiciones internas de algunos ejércitos en la actualidad, se ve que la obediencia incondicional puede ser explotada por las intenciones delictivas de algún superior. Habría que estudiar la necesidad de que el liderazgo indispensable en la política y las fuerzas armadas se limite de algún modo para dificultar posibles abusos y para fortalecer, al mismo tiempo, el derecho internacional humanitario. En este sentido, dudamos que las regulaciones del artículo 33 del estatuto obedezcan de hecho y sin error posible al objetivo estratégico de la CPI. Según dicho artículo, un individuo que cometa un delito cuando se encuentre a las órdenes de su gobierno, de sus jefes militares o de un superior civil sólo estará exento de responsabilidad penal si se encuentra legalmente obligado a obedecer las órdenes de su gobierno o su superior!. El artículo queda limitado a dos aspectos concretos, pero es posible que ni siquiera un superior asignado al tema en cuestión sea capaz de detectarlos. La experiencia demuestra que no podría reconocer ni la verdadera intención general ni «el ataque a gran escala o sistemático contra la población civil» en una operación preparada con intenciones delictivas por sus líderes políticos o militares. La prioridad de la obligación de obedecer, definida nacionalmente, que se incluye en el artículo 33, podría ser el resultado de la intención de llegar a un acuerdo a toda costa y no consolida el derecho internacional humanitario. Dadas la comprensión y la interpretación de los conceptos de juramento, orden y obediencia, que se mantienen en la actualidad en todo el mundo, por no mencionar las prácticas criminales de numerosos ejércitos, la ley está muy lejos de poner coto a los crímenes.


5. Conclusiones y sugerencias.

En primer lugar, es necesario llevar a cabo un análisis a fondo de las causas de los crímenes para desarrollar, a partir de dicho análisis, un plan preventivo. Las causas posibles son: el abuso flagrante de poder o la transgresión deliberada del derecho internacional; las carencias que surgen de una interpretación errónea de una situación; la escasa presencia del derecho internacional en las legislaciones nacionales; las carencias educacionales y de información en la sociedad y en las fuerzas armadas; la «violencia estructural» tolerada con la excusa de ciertas particularidades culturales; el eco que recibe la brutalidad en los medios de comunicación y en la sociedad; el concepto obsoleto de profesionalidad en muchos ejércitos y los niveles insuficientes de entrenamiento; y finalmente, uno de los aspectos más importantes: las situaciones sociales que reproducen la injusticia.

Un mundo mejor no sólo tendría que enfrentarse a los hechos indeseables que amenazan con inducir a la criminalidad en lo que se refiere al derecho internacional, sino que también debería definir las causas y tomar medidas preventivas. Cualquier acusación se legitima en buena medida por las medidas que se tomaron para prevenir el crimen. Más aún: es necesario que el derecho internacional se complemente con la intención de proteger a los subordinados para que no tengan que obedecer órdenes delictivas. Las carencias del derecho internacional en este aspecto se hicieron patentes incluso durante los juicios de Nuremberg, y aún no se han eliminado. El soldado debería gozar de una defensa suficiente por parte de la legislación internacional para que no esté sujeto a la obediencia debida cuando recibe órdenes de ejecutar un delito; es algo necesario para cumplir los objetivos de la CPI, a los que aspira la comunidad de naciones, y para asegurar la dignidad de los subordinados. La exigencia de dicho objetivo deriva del hecho de que todo lo que no está prohibido está permitido. La revisión del estatuto de la CPI, que se pretende realizar el año próximo, ofrece una oportunidad única para cerrar la brecha mencionada en la legislación internacional y para revisar, por ejemplo, el artículo 33 en lo relativo a los comentarios realizados en el epígrafe 4.

Es necesario que la información sobre el derecho internacional humanitario, en lo relativo a la protección de la vida y de la dignidad de los seres humanos, incluso en tiempo de guerra, se incluya en la formación de las fuerzas armadas. Se podría hacer si la obligación de informar recogida ya en diferentes convenciones, se incorporara también al estatuto de la Cortel Penal Internacional de forma central y demostrativa. Sería muy útil que se llegara a un acuerdo simultáneo para buscar fondos dedicados a la enseñanza con el objetivo de evitar cualquier intento de hacer fracasar esta importante tarea. Dichos esfuerzos deberían dirigirse a detener los abusos delictivos de poder y a desarrollar el concepto de justicia, objetivos que se pueden conseguir por medio de una educación basada en ciertos valores y en la información; por ejemplo, fomentando la madurez de los subordinados.

Por último, es necesario que los procedimientos de control y órdenes se hagan homogéneos, con vistas a que todas las órdenes escritas incluyan un párrafo dedicado claramente a las cuestiones de derecho internacional humanitario. También se debería negociar y establecer una normativa similar para las «normas de compromiso», las bases de los tratados que regulan por ejemplo la misión de las fuerzas armadas al mando de la ONU. Además, y para completar el objetivo, cualquier operación ejecutada por orden de Naciones Unidas debería proporcionar desde el principio todos los medios y unidades necesarios para realizar tareas de reconocimiento que faciliten la complicada presentación de pruebas por parte de la CPI.


6. Final.

El derecho internacional sólo puede servir a la paz si se consigue que se respete, y sólo será eficaz si se analiza la injusticia y se extraen las conclusiones adecuadas. El derecho internacional necesita del apoyo de la población, basado en la conciencia y en la información.

Se pueden cometer crímenes muy graves porque las personas dan órdenes sin escrúpulos que se obedecen de forma incondicional. Por tanto, se deben crear instrumentos de gestión en el campo de la política y de las fuerzas armadas con un «punto de ruptura internacional» que se debe definir de acuerdo con el derecho internacional. La desobediencia legal de una orden delictiva se debe convertir en un elemento del derecho internacional.

La política y los ejércitos han experimentado cambios fundamentales que unen la legitimidad de sus actitudes y acciones, de forma creciente, a la protección de los derechos humanos. Éste es el medio que ofrece una «nueva oportunidad» a la oportunidad que ya se ha malgastado dos veces, la de dotar a las leyes internacionales de una institución fuerte: la Corte Penal Internacional (CPI) afianza el derecho internacional.

*Wolfhart Saul es encargado de relaciones de la organización alemana "Sociedad Internacional para los Derechos Humanos" ante el Consejo de Europa.


Este documento es una traducción libre realizada por el Equipo Nizkor del original en inglés publicado por la ISHR o Sociedad Internacional para los Derechos Humanos y disponible en: http://www.ishr.org/hrww.htm#saul.
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