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12sep11


He hablado por mí y por mis muertos


Hace poco compartí con usted los sentimientos que suscitaban en mí la certeza de tener que volver a la ciudad de Bahía Blanca. La columna se llamó "Bahía Negra". Quizás le ha ocurrido: evitar un lugar aún en los pensamientos, porque los acontecimientos vividos generan miedo, tristeza, bronca. Todo acumulado, todo acrecentado por el tiempo y ese trabajo sucio que hace algún lado nuestro con lo que nos ha dañado: lo eleva a la categoría de ídolo sombrío.

Y tuve que volver. Después de treinta y seis años, tuve que volver a testimoniar esos días de pesadilla, los tiempos que aunque teóricamente democráticos -finales de 1975-, el golpe de estado campeaba allí de hecho: represión, impunidad, tortura, muerte.

Es brava una cita con la propia historia, aun sabiendo que desandar ese tortuoso camino traería justicia, como de hecho sucedió. Aun con la seguridad de que ahora los juzgados eran ellos, los represores; de que habría a mi alrededor un mecanismo humano y legal de contención, de que mi familia y amigos, como antes, como siempre, estaban apuntalando mi vacilante valentía.

Así se produjo lo que Margarita llamó "Operación Blanca Bahía". Tres hermanas, Margarita, Mariela y yo nos fuimos desde estos lares del Valle, Nina bajó desde Córdoba y Pancho desde Trelew. Una cadena de sangre y afectos que junto a mensajes, llamadas, alientos, hicieron pie en la ciudad de mis fantasmas.

La experiencia que me transmitían era que testimoniar en el lugar adecuado, en la Justicia, traía como compensación un enorme alivio. No sé exactamente si llamarlo así. Sé que saldé de un tirón toda mi historia, equilibré cualquier balanza tambaleante, esa balanza personal que ora dice "hiciste bien", ora dice "fallaste".

Sé que hice justicia con Daniel Bombara, al ser yo testigo directa de su muerte en la tortura, y con Laura Manzo, que falleció hace pocos años sin poder estar en ese estrado para decir lo mismo. He hablado por mí y por mis muertos.

ĦUau! Lo escribo y me estremezco. Creo que caeré poco a poco en la cuenta de las consecuencias, personales y sociales, de ese intenso día en que se produjo el hecho que puedo identificar como más sanador: la transformación de una ciudad tabú en un lugar más de los significativos en mi vida, borrado como cenagal de miedos y broncas.

Hay momentos que quedarán indelebles en mi memoria, y son contados y recontados como una epopeya: la carrera contra el tiempo de mi hermana Nina, que no llegaba, y si llegó fue porque el universo conspiró a favor, como dice Pablo Coelho cuando la causa es buena. Fui la última testigo de esa tanda, los jueces hicieron un cuarto intermedio antes de escuchar mi testimonio; y el chofer del colectivo, sabiendo a dónde iba, la dejó a pocas cuadras, de tal forma que al tiempo que yo entraba al salón de actos de la Universidad del Sur -lugar donde se desarrollan los juicios por delitos de lesa humanidad- ella ingresaba al lugar del público.

Puedo disfrutar ese paseo a la noche, por el medio de la plaza central de la ciudad: cuatro hermanos riendo y charlando, dejando salir toda la tensión y saboreando la mutua cercanía. La generosidad de Pancho, su buen humor, su optimismo contagioso. El viaje de ida y de vuelta en el auto, con estas dos hermanas de tanta pila que charlamos y reímos todo el camino.

Y, como queríamos hacer, fuimos al mar. El enorme, sereno, cambiante mar que en cualquier lugar donde pise su costa lamida por las olas, me produce bienestar, esta vez tan profundo como mis viejos horrores, tan hermoso como la recuperación de mi presente. Los recuerdos están donde tienen que estar: en el pasado.

[Fuente: Por María Emilia Salto, Diario Río Negro, Gral Roca, 12sep11]

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