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02mar10


El fin de una era


Hace muchos años no había habido una noticia que produjera tanta conmoción entre los colombianos. Los nueve magistrados tenían al país en vilo y en sus manos la decisión más difícil que haya enfrentado la Corte Constitucional desde que fue creada en 1991: darle vía libre a la reelección de Uribe o cerrarle el camino al presidente más popular de la historia reciente de Colombia. Hasta el viernes en la tarde, cuando finalmente hubo humo blanco y la Corte declaró inexequible el referendo, el país vivió momentos de expectativa, tensión y nerviosismo. Las salas de redacción hervían en chismes y filtraciones, los candidatos preparaban diversos comunicados, y la sintonía de las emisoras de noticias se disparó en todo el país. Era como la gran final de la política colombiana. El resultado: 7-2.

La expectativa y el bullicio se justificaban plenamente porque el fallo de la Corte tiene profundas consecuencias políticas. El destino de las próximas décadas habría sido diferente si la Corte hubiera avalado el referendo. Con Uribe en el ruedo electoral las campañas de los demás candidatos eran invisibles y la elección de mayo habría sido un simple trámite para corroborar el favoritismo del presidente-candidato. Algo así como el gran torero vitoreado en la plaza salpicada de pañuelos mientras nadie en la galería daba cuenta de los mozos de espadas.

Ya sin el gran torero, la corrida cambió. Y los colombianos podrán presenciar la campaña política más emocionante de la historia. Se inició una competencia inédita entre cinco aspirantes: Juan Manuel Santos, Sergio Fajardo, Gustavo Petro, Rafael Pardo, Germán Vargas Lleras, y quienes resulten triunfadores en las consultas del conservatismo y de los verdes: Uribito y Noemí, quienes encabezan las encuestas en las toldas azules, y los 'tres tenores' en la orilla de los verdes: Peñalosa, Mockus y Lucho.

Se inicia, en fin, una campaña inédita por el número de candidatos con opción de triunfar, por su final impredecible, y por el alto grado de competencia. En principio, los candidatos uribistas zarpan con el viento a favor y desde ya se atisba un intenso pulso entre los aspirantes gobiernistas por ganarse la credibilidad como sucesores legítimos. Será una lucha nunca antes vista, en la que el continuismo es rentable y en la que la clave definitiva será la capacidad del Presidente de endosar su magnetismo -y sus votos- a alguno de sus más conspicuos mariscales. Pero, en materia de endosos, en política no hay nada escrito: Uribe se la jugó por el referendo en 2003, y lo perdió, y se la volvió a jugar por los candidatos Juan Lozano y Enrique Peñalosa en las elecciones a la Alcaldía de Bogotá que perdieron con Luis Eduardo Garzón y con Samuel Moreno, del Polo Democrático. Frente a tanto suspenso, la campaña que se avecina está como para alquilar balcón.

Un legado profundo

Más allá de la campaña electoral, la política colombiana después de los ocho años de la presidencia de Álvaro Uribe no volverá a ser como antes. Uribe ha sido el más popular de los mandatarios y el que más tiempo ha gobernado en toda la historia del país. Su conexión con la gente ha sido fluida y ha sido el líder que las mayorías consideran su mejor vocero y representante. Su estilo de trabajador incansable, su lenguaje de prócer, su compromiso con el país, su manipulación de los medios y su calculado manejo de imagen lo convirtieron en el rey Midas de las encuestas. Los colombianos, que se habían acostumbrado a vituperar a sus presidentes, sobre todo en el ocaso de sus gobiernos, perciben a Uribe al final de su segundo mandato como un líder casi paternal, explicación que no está sólo en sus resultados sino en sus virtudes caudillistas.

Para bien o para mal, Uribe cambió el paradigma de la política en el país. La forma como obtuvo su primera victoria en 2002 y el estilo con que gobernó desde la Casa de Nariño introdujeron cambios que no serán fácilmente reversibles. Algunos son positivos y otros han tenido consecuencias institucionales peligrosas y negativas. Lo cierto es que dos cuatrienios uribistas terminaron de sepultar la cultura política de la generación que se educó bajo los parámetros del Frente Nacional. Uribe volvió pedazos los conciliábulos que decidían todo en las altas esferas políticas y a puerta cerrada, agotó a los partidos tradicionales y renovó las formas de comunicación entre el gobernante y los ciudadanos. Su estilo frentero volvió rentable la confrontación en las encuestas y enterró la herencia de la conciliación permanente, de las actitudes de gobiernos pusilánimes, y de las supuestas bondades de las decisiones tomadas para quedar bien con todo el mundo. Pero ese carácter frentero también refleja una visión ideológica maniqueísta, que no soporta la crítica ni los disensos, y que en muchas ocasiones terminó estigmatizando a varios sectores de la sociedad, como políticos de oposición, periodistas o defensores de los derechos humanos, que tuvieron que padecer su furia y los riegos de la satanización presidencial.

Uribe ha sido la versión colombiana del caudillismo que está de moda en América Latina y en especial en los países andinos. Igual que en otros momentos históricos, el fenómeno a la colombiana fue moderado y civilista si se le compara con el de otras latitudes. Como, por ejemplo, el caso de Venezuela, donde el autoritarismo presidencialista de Hugo Chávez ha erosionado el equilibrio de poderes, ha ahorcado la libertad de prensa y ha acabado con la autonomía de instituciones en todas las ramas del poder público. Uribe, en cambio, ha sido un líder fuerte que se hizo reelegir una vez -y lo intentó una segunda- pero por la vía de la institucionalidad.

Sólo ahora se sabrá hasta dónde llegó el daño que vaticinaron los críticos de la primera reelección sobre la tradicional fortaleza institucional de Colombia. Entre ellos, que el precedente de modificar las reglas del juego para quedarse en el poder abriría un boquete que permitiría en el futuro un gobierno arbitrario y abusivo. La verdad es que con la decisión de la Corte Constitucional se debilitaron los argumentos más pesimistas. Hace algunos meses la mayoría de los columnistas y analistas señalaban que la Corte -varios de cuyos miembros fueron elegidos bajo la égida del actual gobierno- no tendría independencia para fallar en contra de la reelección. Con lo ocurrido el viernes, Colombia les mandó un mensaje a sus ciudadanos y al mundo: que sus instituciones están por encima de las aventuras personalistas y del espejismo de las mayorías pero, sobre todo, que sus instituciones se siguen fortaleciendo a pesar de la ya larga historia de violencia que ha tratado de desestabilizar la democracia. El país salió de la lista de las repúblicas bananeras con reelecciones excesivas e ingresó a la de los países serios que encabezan Chile y Brasil, cuyos presidentes aún muy populares como Michelle Bachelet y Luiz Inácio Lula da Silva, no se aferraron a sus cargos. Los defensores de la tesis de que Colombia sobresale en América Latina por ser un país de instituciones sólidas tienen, una vez más, la historia a su favor.

La sombra de Uribe

Lo anterior no significa que con el relevo de Uribe, el próximo 7 de agosto, se superen plenamente los riesgos generados por su permanencia en el poder durante ocho años y de haber reformado la Constitución con nombre propio. El primer examen será la campaña electoral que se llevará a cabo bajo la sombra de Uribe. La popularidad del Presidente y la simpatía que genera su estilo incentivarán en los candidatos a sucederlo la necesidad de imitarlo. No será rentable plantear cambios de rumbo ni actitudes que puedan ser macartizadas por el mandatario y por sus seguidores como sinónimos de debilidad o posiciones pusilánimes. Las encuestas indican que las mayorías quieren continuar la dirección que impuso el actual gobierno, especialmente en materia de seguridad democrática, pero en otros aspectos se requieren grandes ajustes e ideas frescas. La gran pregunta es si la presencia de Uribe tras bambalinas impedirá una competencia libre y abierta.

En alguna medida, todo dependerá de la respuesta del propio Presidente. La personalidad avasalladora, el férreo carácter político y la convicción profunda de que el país necesita continuar sus estrategias -así como la evidente desconfianza que siente hacia los otros candidatos- se convertirán en tentaciones permanentes de influir en la batalla electoral y ayudarles a sus dos alfiles más cercanos, Juan Manuel Santos y Andrés Felipe Arias. Si la candidatura del Presidente generaba inquietudes sobre el equilibrio de las garantías para los representantes de la oposición, su deseo de ayudarles a sus discípulos con el pretexto de que la no continuidad de sus ideas provocaría una hecatombe también abre grandes interrogantes.

Conocido el temperamento político del Presidente, no resulta difícil prever que le costará trabajo asumir un papel discreto y prudente durante la campaña. Y sin embargo, su comportamiento en los próximos días será fundamental para que el fallo de la Corte se pueda asimilar en forma tranquila y civilizada. Para nadie es un secreto que la mayoría de los electores quería votar por Uribe, y que ese fantasma va a afectar a los demás aspirantes pues tendrán que luchar contra la idea de que al candidato de sus preferencias no le permitieron participar en la contienda. Un manejo imprudente de esta realidad podría afectar la legitimidad misma de quien asuma la Presidencia el 7 de agosto.

Uribe, además, ha personificado durante sus dos mandatos la derechización del país. Ya cuesta recordar que en elecciones anteriores a las de 2002 los candidatos luchaban por ganar la credibilidad del electorado sobre sus posibilidades de lograr acuerdos con la guerrilla. Desde que asumió Uribe, el mandato de los gobernantes ya no es firmar la paz sino ganar la guerra. Luego de la catástrofe del Caguán, el actual Presidente puso el tema de seguridad en el tope de las prioridades y contagió a la mayoría de sus gobernados con el discurso de mano dura. La actitud firme hacia las Farc posiblemente habría sido adoptada por cualquier mandatario después del fracaso de la negociación en el gobierno de Andrés Pastrana. Pero Uribe fue más lejos: asumió posiciones doctrinarias conservadoras en el manejo de la autoridad y el orden, en pro empresarial de la economía, en la alineación sin matices a Estados Unidos y a la controvertida agenda de George W. Bush, en la penalización de la dosis personal, y en la subordinación tácita del Estado a la religión, entre otros.

Se podría discutir si el gobierno de Álvaro Uribe interpretó un conservatismo latente y no expresado de la opinión pública, o si lideró su puesta en vigencia, o si la derechización del país obedece más a la violencia de las Farc. Pero lo que es un hecho es que la campaña presidencial se librará en el centro-derecha del campo, y que no será muy popular para los candidatos presentar opciones muy audaces ni muy de izquierda. La continuidad que quiere el electorado está, por el momento, muy ligada a la persona y al estilo de Álvaro Uribe. Lo paradójico es que varios de los grandes desafíos del país requieren políticas cuyos postulados están en el liberalismo o en el centro-izquierda como la lucha contra la pobreza y desigualdad, el desempleo o la problemática de la tierra. Para no hablar de temas que no tienen tinte ideológico y que han sido el gran talón de Aquiles del gobierno de Uribe como la infraestructura o la lucha contra la corrupción y la politiquería. El desafío para los candidatos de la oposición es formular nuevas propuestas que vayan a los problemas de fondo sin proyectar la imagen de que profanaran el legado uribista.

La otra gran pregunta tiene que ver con el sistema de partidos políticos. El abanico actual -la U, Cambio Radical, Polo Democrático, Partido Conservador y liberalismo como actores principales- es el resultado del tsunami que le introdujo a la política el triunfo arrasador de Uribe como candidato independiente en 2002. ¿Se mantendrá el mismo esquema en el futuro? Las señales son por ahora ambiguas: mientras el éxito de Sergio Fajardo en las encuestas fortalece la tesis de que los colombianos quieren figuras carismáticas y atractivas más que proyectos partidistas, en el otro lado de la moneda el Partido Conservador ha adquirido un inusitado dinamismo y en el liberalismo hay señales de que su clase política se podría reunificar, en el mediano plazo, al no existir la división que produjo Uribe en los últimos años. Finalmente, nadie sabe qué pasará con la coalición uribista sin la perspectiva de que su gran jefe ya no va a estar.

Uribismo sin Uribe

Finalmente, el propio presidente Álvaro Uribe tiene la sartén por el mango en lo que se refiere a la definición del futuro político de Colombia. Las últimas semanas han sido las más difíciles de su presidencia. La avalancha de críticas contra la reforma a la salud, la detención de su primo y senador Mario Uribe y la caída del referendo han constituido una penosa cadena de malas noticias. Algunas encuestas concluían que si el referendo se hubiera realizado su aprobación no estaba asegurada y que si Uribe hubiera podido ser candidato eventualmente habría tenido que ir a una segunda vuelta. ¿Cómo actuará ahora el Presidente para superar el momento difícil y hacer viable su innegable intención de asegurar la vigencia de sus proyectos? ¿Qué estará dispuesto a hacer para darle vida al uribismo sin Uribe?

Las respuestas serán relevantes durante la campaña, pero también después del 7 de agosto. ¿Dejará espacios a su sucesor o utilizará su popularidad para montarle una especie de espada de Damocles? Así como Uribe ha sido un presidente que rompió paradigmas de la política e innovó el estilo de gobernar, seguramente será un ex presidente muy distinto a sus antecesores. A sus 58 años tiene tiempo, vitalidad y popularidad para mantenerse activo e influir en la vida pública. Nunca ha dejado de ser un luchador y nunca dejará de serlo. Su adicción al poder y su vocación política obligan a descartar que será un "mueble viejo", como definía Alfonso López Michelsen la función de los ex mandatarios. Y mucho menos será un Belisario Betancur, que se recluyó en la cultura y la poesía desde que salió de la Casa de Nariño en 1986. El propio Uribe ha dicho que le servirá al país "desde cualquier posición y hasta el último día" y sus amigos más cercanos no descartan que busque algún cargo de elección. Ya la Corte Constitucional descartó la posibilidad de que vuelva a la Presidencia, así que tendrá que ser una elección local o regional.

La gran pregunta ahora es qué será del uribismo sin Uribe. ¿Serán leales todos sus candidatos? ¿Sacrificarán su propia identidad a favor de su ex jefe? ¿Seguirán a su líder una vez deje la Presidencia? Nadie puede saberlo. Lo cierto es que así como Uribe cambió en Colombia la forma de llegar al poder también puede cambiar la forma de dejarlo.

[Fuente: Revista Semana, Bogotá, 02mar10]

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