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15jul11


Occidente en Afganistán: la confirmación de un fracaso


El reciente anuncio del presidente estadounidense, Barack Obama, secundado ya por numerosos estados occidentales, de poner en marcha una retirada progresiva de sus tropas en Afganistán representa el reconocimiento de un enorme fracaso. Casi diez años después del inicio de la invasión, europeos y norteamericanos van a dejar tras de sí a lo largo de los próximos dos años un país azotado por los conflictos armados, la corrupción, la fragmentación del territorio en cantones dominados por una pléyade de señores de la guerra semifeudales y la mancha ominosa de un mar de plantaciones de opio. Un registro que, de aplicar los criterios de calificación tan habituales hoy en nuestra economía global en crisis, deberíamos tachar de ruinoso y, por ende, merecedor de un plan de rescate.

Obama, y con él sus principales aliados occidentales, ha esgrimido la muerte de Osama ben Laden a principios del mes de mayo pasado como justificante de esta salida gradual. Desaparecido ya el responsable principal de los atentados suicidas de 2001 que dieron lugar a la ocupación, y desarbolada en teoría su organización terrorista, ya no tiene sentido prolongar la presencia militar en Afganistán. Además, la delicada situación de la economía mundial y la falta de fondos que asola en mayor o menor medida a todos los países desarrollados, en especial a los propios Estados Unidos -una superpotencia en franco declive-, exige una contención en el gasto derivado de este tipo de operaciones a gran escala, más aún en un contexto preelectoral.

La opinión pública estadounidense y europea no ve necesidad, según las encuestas, de mantener una guerra de baja intensidad sin resultados tangibles y con visos de perpetuarse sin rentar beneficios inmediatos. Una guerra, en definitiva, que todos dan por perdida a pesar de la implicación de 48 estados y el envío de más de 130.000 soldados al país.

La pregunta es, pues, evidente: ¿de qué han servido todos estos años de ocupación, o misión de paz, como solían decir algunos gobiernos, entre ellos el nuestro? ¿Para qué los cerca de 2.600 soldados caídos en el campo de batalla, de ellos más de 1.600 estadounidenses y 33 españoles, y los miles de millones de dólares invertidos en la empresa de "pacificar, democratizar y desarrollar" uno de los estados más atrasados del planeta? ¿Qué servicio se ha prestado a la tarea de estabilizar la región de Asia Central, y de paso Oriente Próximo, con una misión que ha contribuido a tensar al máximo el clima de conflicto permanente en que vive sumido el mundo islámico? La respuesta solo puede dejar un regusto amargo en todos, en quienes apoyaron la operación militar y la ocupación por considerarlas necesarias y justas y en quienes las rechazaron precisamente por lo contrario.

Por supuesto que no faltan las voces que afirman que la tarea no puede terminar aquí y que se hace preciso mantener la misión, si bien cambiando el enfoque y la estrategia. El problema es que no se sabe qué enfoque resulta adecuado ni qué estrategia es la más conveniente. Porque la gran tara de esta guerra, dada por perdida por muchos mandos militares occidentales, reside en la evidencia de que jamás se pudo o se quiso comprender la verdadera naturaleza del conflicto afgano. En el plano estrictamente militar, la baza fuerte de este gran proyecto de la "comunidad internacional", el rendimiento ha sido deplorable. Como consuelo menor, el general David Petraeus, Comandante de las Fuerzas Interinas de Asistencia a la Seguridad (ISAF), afirmaba recientemente que los ataques de la insurgencia se habían reducido en un 3-5% en junio de 2011. No especificaba que los mismos, como ha corroborado el reciente asesinato de Ahmed Vali Karzai, hermanastro del presidente afgano Hamid Karzai, han crecido cualitativamente.

Las operaciones suicidas y de comandos de los talibanes, cada vez más selectivas, alcanzan ya los santuarios y plazas fuertes de la Policía y el Ejército afganos y las tropas extranjeras, y han afianzado la impresión de que su capacidad operativa no conoce límites. Un balance aproximado de 300 bajas en las fuerzas internacionales durante los primeros seis meses y medio de 2011, camino de superar los 711 de 2010, el más luctuoso hasta el momento, no permite planteamientos halagüeños.

Así las cosas, la apuesta de la diplomacia occidental para Afganistán pasa por potenciar al máximo las habilidades del Ejército Nacional Afgano (ENA), cuyo contingente se ha duplicado en los últimos años hasta llegar a los 170.000 efectivos y centrar los esfuerzos en su financiación y entrenamiento. El Congreso de Estados Unidos, por poner un ejemplo, ha presupuestado ya 12.800 millones de dólares para 2012. A tal efecto, los ejércitos implicados están reorientando los objetivos de los remanentes que hayan de permanecer en el territorio para formar a quienes deberán hacerse cargo de la lucha contra los talibanes.

Pero, una vez más, las perspectivas son desalentadoras: por mucho que se aumenten los salarios y se refuerce el equipamiento de este ejército nacional sigue sin saberse a ciencia cierta si éste será capaz de triunfar, a partir de 2014, donde las superpotencias fracasaron con contumaz insistencia. Por lo pronto, los mandos militares internacionales no ocultan su preocupación por las infiltraciones de elementos talibanes en las fuerzas armadas – o la captación de soldados y oficiales de supuesta lealtad al gobierno- y los desmanes de la policía, considerada en un principio como sustento de aquéllas pero repudiada por la población afgana por su desprecio a la ley y su codicia desaforada.

Pero, en lugar de invertir en infraestructuras y servicios sociales, en crear una sociedad civil estable y de talante abierto y plural, la prioridad es armar y entrenar a los servicios de seguridad, hasta el punto de convertirlos en el único empleador solvente del estado y la empresa privada.

El santuario de la corrupción, la desgobernanza y las drogas

No es de extrañar la desazón de millones de ciudadanos occidentales ante el curso de los acontecimientos en Afganistán y, también, Iraq, la otra gran aventura militar de la década. En especial la de los contribuyentes estadounidenses, los más implicados en el asunto. Obama cifraba, en el discurso de junio en el que anunció la retirada gradual de las tropas hasta 2014, la inversión en las ocupaciones de ambos países en más de un billón de dólares. La Brown University elevaba la cifra a 3,2 billones de dólares, tras computar los gastos directos e indirectos, sin descartar la posibilidad de que el total rondase los cuatro billones.

Lo peor de todo es que una porción no desdeñable, que alcanzaría varias decenas de miles de millones de dólares según algunas fuentes, se ha "perdido". Esto es, se ha desvanecido en la bruma de los conductos oficiales y oficiosos de la ayuda externa y los recovecos del caos afgano. Un dinero, en definitiva, que ha ido a parar, lo mismo que otras ayudas procedentes de donantes internacionales, a la oligarquía dirigente afgana y una pléyade de intermediarios extranjeros de toda laya y condición, consagrando así la lógica de la corrupción y la venalidad vigente en Afganistán. No en vano, el país ocupaba en 2010 el segundo lugar en la lista de los países más corruptos del planeta del Corruption Perception Index, junto con Myanmar y por delante de… Iraq.

El primer país, por cierto, es Somalia, otro de los estados fallidos crónicos donde las ayudas internacionales, lejos de solucionar nada, han contribuido a crear un microclima de putrefacción en las esferas dirigentes. A partir de encuestas y consultas realizadas en la calle, la United Nations Office on Drugs and Crime, publicaba en enero de 2010, un informe en el que se estimaba que los afganos habían pagado en 2009 un equivalente aproximado a 2.500 millones de dólares en sobornos y gratificaciones a funcionarios y fuerzas de seguridad, una cantidad cercana al 23% del Producto Interior Bruto.

Se trata, por descontado, de estimaciones subjetivas y un tanto aleatorias -es muy complicado hacer un cálculo exacto de este tipo de transacciones "invisibles"- pero ilustra, cuanto menos, la percepción de los afganos de que para hacer cualquier gestión hay que realizar pagos extra. Obama cifraba, en el discurso de junio en el que anunció la retirada gradual, la inversión en las ocupaciones de Iraq y Afganistán en más de un billón de dólares. La Brown University elevaba la cifra a 3,2 billones de dólares

Una de las consecuencias de la corrupción desbordada es una organización política exclusivista y monopolizada. Las últimas elecciones presidenciales de 2009, ganadas por el presidente Hamid Karzai -en el poder desde 2004-, fueron tachadas por los observadores internacionales de fraudulentas; sin embargo, Karzai rechazó las imputaciones y acusó a occidente de desconocer la realidad afgana.

El tono de sus palabras, desafiantes en algún momento, tenían su razón de ser: Occidente, al igual que en Iraq con Nuri al-Maliki, no tenía repuesto y, a pesar de la negligencia y venalidad del Gobierno y el parlamento, sólo podía considerar a Karzai un mal menor. Un mal menor, en todo caso, de relativa incidencia, ya que el Gobierno de Kabul apenas controla de forma efectiva una porción reducida del país. El resto, permanece en manos de los talibanes, los señores del la guerra afines al ejecutivo pero, en la práctica, autónomos o se halla sumido en una guerra de desgaste sin dominadores claros.

La necesidad de alimentar a las clases dirigentes y las milicias de los líderes militares regionales explica, por otra parte, el repunte de la producción y comercio del opio. Hoy por hoy, la droga, junto con el flujo de la financiación externa, es el único recurso económico de Afganistán. Uno de los justificantes secundarios de la invasión fue, precisamente, acabar o reducir el cultivo de la adormidera pero, hete aquí, que en 2011 Afganistán ha reforzado, con holgura, su primacía al frente de la ominosa lista de países productores.

La propaganda occidental ha achacado la mayor parte de este repunte a las actividades de los talibanes, deseosos de autofinanciación, en especial desde su contraofensiva continuada iniciada en 2006; sin embargo, esta imputación, que no deja de ser cierta en parte, esconde paradojas tales como que en algunas regiones del norte, lejos del empuje talibán, como en Badajstán, el cultivo del opio se ha intensificado. Y lo mismo cabe decir de otros puntos sensibles del país.

Aliado de EEUU y señor de los talibán

Más aún, el ya citado y recientemente asesinado hermanastro de Hamid Karzai, había sido acusado en numerosas ocasiones de proteger y fomentar las plantaciones de droga y su distribución al exterior. Con este dinero, lo mismo que otros señores de la guerra en el norte y el sur, financiaba sus propias milicias y contribuía, a su manera, a sustentar la ocupación estadounidense -o, al menos, a no hacer nada contra ella: los poco menos de tres mil millones de dólares anuales que reporta el narcotráfico bien lo justifican-. Por esta razón, a pesar de todo, se obviaban sus manejos sucios. Lo más llamativo del asunto: Ahmad Vali Karzai era presidente del Consejo Provincial de Kandahar… uno de los bastiones de los talibanes en el sur del país.

En conclusión: un panorama desolador. Esperemos que como mal menor sirva para convencer a muchos de que este tipo de empresas, planteadas de este modo, no sirven para remediar los males de la población a quien se dice querer ayudar. Los afganos, igual que los iraquíes, siguen sin agua corriente, electricidad, educación, asistencia sanitaria y vivienda digna. Ni siquiera la mujer o las minorías étnicas, más allá de algunos reductos urbanos, goza de derechos razonables a pesar de algunos análisis optimistas infundados.

Pero eso son paparruchadas: como el pretexto de la filantropía no se lo cree casi nadie, ni siquiera sus más mediáticos predicadores, digámosles que este tipo de empresas, planteadas de esta manera, tampoco sirven a los grandes objetivos geoestratégicos y globales. Ni hay más estabilidad en la región ni se ha derrotado al llamado terrorismo internacional, que se ha mundializado todavía más. Si se escuchan con atención los mensajes del Pentágono y la Secretaría de Estado de EE.UU., parece que el verdadero hombre enfermo de Asia es, ahora, Pakistán, cuyo sistema político ha acabado pagando la factura afgana, la infiltración del islamismo radical en su territorio y las incursiones de los aviones sin piloto estadounidenses que han causado numerosas bajas civiles -como antes en Afganistán, lo que explica la animadversión de cada vez más afganos a la ocupación-.

Tantos errores y excesos se han cometido en la zona, en especial por parte de Estados Unidos, que no ha leído bien la historia afgana de los estrepitosos fracasos de los imperios británico y soviético, que al final corremos el peligro de que la campaña en pro de la modernización en Afganistán derive en una guerra civil despiadada. Suele pasar cuando, entre otras cosas, dedicamos miles de millones de dólares a financiar gobiernos corruptos y servicios de seguridad arbitrarios en vez de invertir en infraestructuras y necesidades básicas.

[Fuente: Por Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita, El Confidencial, Madrid, 15jul11. Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita es Profesor de Estudios Árabes e Islámicos, Universidad Autónoma de Madrid]

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