Informe Final - Comisión de la Verdad, Perú
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Tomo I
Tomo II
Tomo III


Sección segunda: Los actores del conflicto

Capítulo 2: Los actores políticos e institucionales

2.1. Acción Popular
2.2. PAP
2.3. Fujimori
2.4. Partidos de Izquierda
2.5. Poder Legislativo
2.6. Poder Judicial

Capítulo 3: Las organizaciones sociales

3.1. Movimiento de Derechos Humanos
3.2. Sindicatos, Gremios, Organizaciones de Mujeres
3.3. Iglesia Católica e Iglesias Evangélicas
3.4. Medios de Comunicación
3.5. Sistema educativo y Magisterio
3.6. Las Universidades



Tomo IV
Tomo V
Tomo VI
Tomo VII
Tomo VIII
Tomo IX

Conclusiones


 

Tomo III
PRIMERA PARTE: EL PROCESO, LOS HECHOS, LAS VÍCTIMAS
Sección segunda: Los actores del conflicto
Capítulo 3: Las organizaciones sociales

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CAPÍTULO 3
LAS ORGANIZACIONES SOCIALES

3.1. EL MOVIMIENTO DE DERECHOS HUMANOS Y EL CONFLICTO ARMADO INTERNO

La Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) reconoce que los organismos de la sociedad civil que asumieron la defensa de los derechos humanos durante el conflicto armado interno expresaron, desde su inicio, un rechazo absoluto a la violencia sin importar su origen o justificación. Asimismo, la CVR ha observado que el enfoque crítico de la realidad social que sostuvieron a lo largo del período de análisis estos organismos, no se limitó únicamente a la defensa de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos; sino que se apoyaba en una visión integral de los derechos humanos, que incluso incluía un análisis del sistema económico del país, el cual se tradujo en un esfuerzo por comprender las tensiones que operaban detrás de la violencia.

El movimiento de derechos humanos explicaba el surgimiento de la subversión armada como consecuencia de graves injusticias de carácter estructural presentes en el país. No obstante, lejos de justificar este proceder violento, reconocía, a su vez, el derecho del Estado y del régimen democrático a defenderse por medios legales de la agresión de los grupos subversivos. Sin embargo, la aceptación del deber estatal de guardar el orden interno no implicaba complacencia ante estrategias contrasubversivas que no respetaran el orden legal establecido por el mismo Estado.

Así, los movimientos de derechos humanos denunciaron tempranamente que las estrategias contrasubversivas empleadas por el Estado incluían tácticas violatorias de los derechos elementales de la población. Esta postura les otorgaba independencia para juzgar la actuación de los contendientes; pero, al mismo tiempo, los exponía a los ataques de los actores armados del conflicto. De ese modo, mientras los integrantes de los grupos subversivos los calificaban como defensores del viejo Estado, algunos funcionarios estatales los tildaban de defensores de los actos terroristas.

Los organismos adoptaron una postura ortodoxa en términos del derecho internacional de los derechos humanos: su enfoque jurídico que exigía al Estado el respeto al Derecho Internacional de los Derechos Humanos y, por lo tanto, consideraban sólo al Estado como instancia responsable de violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, establecieron una innovación respecto a movimientos de derechos humanos en otras regiones cuando decidieron utilizar también el Derecho Internacional Humanitario -aplicable a conflictos armados no internacionales- como base jurídica, lo que les permitió denunciar los crímenes cometidos por los grupos subversivos.

Dada la tensión entre la defensa del orden democrático constitucional y la denuncia de las violaciones de los derechos elementales de la persona, las acciones que emprendieron los defensores de derechos humanos no se concretaron en la demanda de soluciones definitivas a los problemas políticos, legales y morales inherentes al conflicto armado interno. Sin embargo, la CVR reconoce también que esas mismas demandas contribuyeron a canalizar la solidaridad con las víctimas de la violencia, a frenar las prácticas violatorias de los derechos humanos y a evitar que se perpetúe la impunidad frente a tales actos. En ese sentido, el propósito de la CVR en este capítulo es realizar un balance de la coherencia existente entre la postura ética y jurídica del movimiento de derechos humanos y las acciones concretas que emprendió durante el período 1980-2000.

Por otro lado, no cabe a la CVR juzgar a estos organismos de la sociedad civil por su efectividad en detener o aminorar el conflicto, puesto que no se trata aquí de discutir sobre procesos que estaban fuera de su alcance. Se trata, más bien, de evaluar su entereza moral para mantenerse leales al mandato que se habían impuesto. Del mismo modo, la CVR no puede dispersar su evaluación en la multitud de organizaciones que conformaban el movimiento de derechos humanos en la época del conflicto armado interno, sino que debe detenerse fundamentalmente en aquéllas que hallaron expresión institucional en la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, que fue el principal foro para la adopción de decisiones del movimiento y su órgano representativo más importante.

3.1.1. Responsabilidades de los organismos de la sociedad civil durante el conflicto armado interno

Al evaluar la práctica del movimiento de defensa de los derechos humanos frente al conflicto, es necesario precisar algunas diferencias entre la actuación de un sector de la sociedad civil y las instituciones estatales. Las instituciones del Estado actúan en el ejercicio de funciones para las que están legalmente autorizadas. Debido a que actúan como agentes de la voluntad ciudadana y responden a sus requerimientos, las instituciones estatales tienen que rendir cuentas ante ella o, dicho de otra forma, asumen la responsabilidad política de sus actos. Por el contrario, los grupos de la sociedad civil, en ejercicio de las libertades constitucionalmente establecidas, asumen tareas de interés público en forma voluntaria porque consideran que éstas deberían estar incluidas en el debate ciudadano o entre las áreas de atención estatal. En dicho ejercicio, responden únicamente ante la asamblea de sus asociados y no asumen responsabilidades políticas ante la nación, pues sus tareas no derivan de mandato electoral o de nombramientos oficiales; sin embargo, sí tienen responsabilidad moral por sus actos.

A partir de este carácter particular, se derivan dos consecuencias fundamentales para evaluar la actuación de las agrupaciones voluntarias. En primer lugar, estas asociaciones, al no ejercer ninguno de los atributos del gobierno ni aspirar a ejercerlos, establecen sus propios límites y adoptan, en general, tareas tales como la formación de opinión, el apoyo a la gestión de recursos materiales y la promoción del ejercicio efectivo de derechos dentro de un marco de propuestas que puede aspirar a reformar los poderes legalmente establecidos pero no a usurparlos. Esto es así porque, en segundo lugar, las organizaciones de la sociedad civil asumen como requisito previo para su existencia o como ideal normativo fundamental las libertades propias de un Estado democráticamente constituido. La actuación de la sociedad civil no puede ser libre si el Estado no acepta la validez de la opinión ciudadana como base de su legitimidad.

Una asociación civil que acepte realizar funciones auxiliares bajo un Estado autoritario sin defender los derechos civiles se convierte en un organismo paraestatal. En el otro extremo del espectro, una asociación que busque subvertir un régimen democrático buscando reemplazarlo por un orden distinto, por más que funcione abiertamente, es un organismo político interesado en la toma del poder y no debe confundirse con la sociedad civil. |1| Por esta razón, las organizaciones de derechos humanos que funcionan bajo un régimen constitucional que invoca la soberanía del pueblo tienen el deber de actuar independientemente del Estado; pero, a la vez, deben ser leales a los principios democráticos cuyo cumplimiento exigen. No es posible –en buena fe– exigirle al Estado defender los derechos de las personas y, al mismo tiempo, considerar que ese Estado debe ser destruido violentamente.

Estas consideraciones son centrales para evaluar la forma en que los organismos defensores de los derechos humanos en el Perú actuaron frente a dos retos distintos: por un lado, la violencia subversiva que buscaba destruir el Estado de derecho como parte del orden social existente y, por otro, la progresiva pérdida de las instituciones democráticas que, a partir del golpe de Estado del 5 de abril de 1992, tomó la forma de un régimen autoritario y corrupto. En efecto, las organizaciones defensoras de los derechos humanos se habían impuesto a sí mismas el deber de velar por el respeto de libertades que eran violentadas por agentes del Estado y que se justificaban en nombre de la defensa del mismo régimen democrático al que el movimiento de derechos humanos debía lealtad.

3.1.2. Relevancia de los organismos de la sociedad civil defensores de los derechos humanos durante el conflicto armado interno

Desde muy temprano en el conflicto armado interno, distintas instituciones y personas que decidieron actuar en defensa de los derechos humanos, protegiendo a los ciudadanos de posibles abusos perpetrados por el Estado, establecieron relaciones mutuas que, en 1985, llevaron a la creación de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. A lo largo de su historia, la Coordinadora –mediante sus organismos de base– se convirtió en un eficaz instrumento para que las víctimas de la violencia pudiesen encontrar acogida y apoyo legal. Al mismo tiempo, su rigurosidad y seriedad la convirtieron en una obligada referencia ética dentro del escenario político nacional. De este modo, la Coordinadora –y el movimiento que representaba– pudo proyectar su influencia más allá del período marcado por las acciones armadas y, ante el endurecimiento del régimen autoritario encabezado por Alberto Fujimori Fujimori, participó decididamente en la recuperación de la democracia.

Las permanentes demandas del movimiento de derechos humanos por una conducción de la lucha contrasubversiva que respetase los derechos elementales de las personas y, luego, sus críticas a la cada vez más evidente arbitrariedad del régimen fujimorista lo convirtieron en el blanco de los ataques de sectores intolerantes de los sucesivos gobiernos, las fuerzas del orden, la opinión pública y los grupos subversivos armados en general. Desde el Estado, fueron permanentes la indiferencia ante las denuncias presentadas, la trivialización de los casos urgentes y la satanización de la causa de los derechos humanos, a la que se calificaba como presunta defensa del terrorismo. Los grupos subversivos también atacaron a los organismos defensores de los derechos humanos. Así, el Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso (PCP-SL) intentó manipularlos y cometió repetidos ataques contra éstos, a quienes consideraban defensores del viejo Estado.

Pese a la satanización sufrida, la acción del movimiento de derechos humanos tuvo repercusiones sobre las políticas gubernamentales, pues los actores institucionales intentaron reducir los costos políticos asociados a violaciones de los derechos elementales. El Estado trató de evitar la grave erosión a su legitimidad que significaban los escándalos generados por las masacres y desapariciones, lo que no podía resolverse únicamente con su ocultamiento, sino con cambios en su estrategia contrasubversiva. No ocurrió lo mismo con el PCP-SL, puesto que este tuvo una actitud consistentemente hostil ante la filosofía de los derechos humanos y el Derecho Internacional, a los que consideraba instrumentos de dominación de clase que podían manipularse con fines pragmáticos y que, por lo tanto, no debían aceptarse.

3.1.3. Identidad y unidad del movimiento de derechos humanos en el Perú

El movimiento de derechos humanos en el Perú tiene sus antecedentes en la representación legal de detenidos durante la movilización ciudadana de fines de los años 70 contra el régimen militar, así como en las actividades de solidaridad con sus familiares. Aquellos iniciales comités de derechos humanos se formaron, en muchos casos, con el apoyo institucional de la Iglesia Católica –que creó, en 1977, una Oficina de Derechos Humanos dentro de la Comisión Episcopal de Acción Social (CEAS)– y acompañaron a los frentes regionales que se constituyeron en aquellos años de lucha antidictatorial.

Aquellos grupos fueron un espacio de encuentro entre distintos sectores: religiosos comprometidos con los sectores populares, activistas sindicales con una formación de izquierda, juristas, intelectuales y –en general– personas y grupos comprometidos con ideales democráticos. Esto ocurrió a escala regional y nacional. Un ejemplo de confluencia regional son los comités de derechos humanos que se formaron en Cuzco y Puno en 1980 y que contaron con participación de gremios sindicales, grupos de iglesia y líderes de opinión. En el ámbito nacional, ya en 1979 diversas instituciones formaron la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CONADEH) como un primer esfuerzo de confluencia que, aunque no se mantuvo, dio origen tiempo después a la Comisión de Derechos Humanos (COMISEDH), una organización reconocida en el campo de la defensa de los derechos humanos.

Aunque los integrantes de lo que más tarde sería el movimiento de derechos humanos provenían de vertientes tan distintas, prevalecieron el discurso y las ideas de los sectores más progresistas de la Iglesia Católica, que habían asumido el mensaje reformador del Concilio Vaticano II y de las conferencias episcopales de Medellín y Puebla (véase capítulo sobre la Iglesia Católica durante el conflicto armado interno). Este discurso era afín a las demandas populares que se habían expresado en la lucha contra la dictadura militar, en particular con la defensa de derechos sociales y económicos básicos, lo que establecía nexos con el discurso de izquierda que también cuestionaba el régimen militar y el ordenamiento económico de la sociedad. Sin embargo, esta cercanía no se traducía en apoyo a los planes y estrategias que levantaban la mayoría de los grupos de izquierda, que consideraban inevitable el uso de la violencia armada para instaurar un nuevo orden social.

El rechazo de principio a la violencia por parte de los primeros grupos que darían lugar al movimiento de derechos humanos fue un punto de inflexión ideológico que se dio antes del inicio del conflicto armado interno, por lo que –a diferencia de lo ocurrido en otras partes de América Latina– los grupos de derechos humanos peruanos no surgieron ligados a propuestas políticas partidarias. Sin embargo, la temprana diferenciación con los partidos de izquierda tampoco se tradujo en la subordinación del movimiento a la estructura orgánica de la Iglesia Católica en la forma de una gran vicaría como ocurriría en otros países. La actitud conservadora de autoridades eclesiásticas en las zonas donde el conflicto se desarrolló más rápidamente hacía difícil, cuando no imposible, el trabajo legal a favor de los derechos humanos en aquellos lugares. La subordinación a las tensiones dentro de la Iglesia Católica hubiera reducido al movimiento a la ineficacia absoluta en amplias zonas del país y, en última instancia, le hubiera restado independencia.

Sin embargo, la naturaleza de sus orígenes marcó el carácter posterior del movimiento de derechos humanos. Su matriz religiosa se expresó en un rechazo radical a la violencia sin importar su origen o justificación, actitud que mantuvieron consistentemente a lo largo todo el conflicto armado. Su origen antidictatorial, cercano a las izquierdas, se manifestó en una visión integral de los derechos humanos, no limitada a los derechos civiles y políticos, y en una permanente mirada crítica sobre el sistema económico. Su formación en un contexto de movilización popular le permitió desarrollar una importante cultura organizativa que valoraba la democracia en la toma de decisiones y la unidad del movimiento.

El movimiento de derechos humanos nació en un contexto ideológico complejo, que pretendía aportar respuestas a las urgencias del presente pero, a la vez, cuestionar la raíz estructural de los problemas y que rechazaba las actitudes violentas pero buscaba vías para ejecutar las demandas de reforma social integral. Así, por ejemplo, el Comité de Derechos Humanos de Puno, ya en 1984, definía su labor como «la transformación integral de la sociedad. No contempla sólo denuncias. Defender los derechos humanos no significa unilateralidad para sentar denuncias, [o] protestar airadamente ante la violencia recurrente. Derechos humanos es cambiar la sociedad y advenir a otra, diferente en calidad y contenido humano. Por lo pronto, argumentar por la defensa de la economía, [en contra de] la violencia estructural de la sociedad peruana». |2|

El enfoque crítico de la realidad social, el rechazo de la violencia por más que se proclamase revolucionaria y una cultura organizativa que privilegiaba el consenso fueron esenciales para la consolidación del movimiento en la Coordinadora. Ello también influyó en la toma de decisiones fundamentales que llevaron al movimiento a realizar un fino balance de las tensiones derivadas de un país que iniciaba un proceso de violencia de origen político.

Al mismo tiempo, la Coordinadora nació reflejando debilidades estructurales de la sociedad civil en el Perú: la diferencia en el acceso a recursos materiales entre los grupos de la capital y los de provincias, dificultades para alcanzar el mismo nivel de formación profesional y la diferencia en el riesgo asumido entre quienes defendían los derechos humanos ante las instancias centrales del Estado y quienes actuaban directamente en los escenarios del conflicto. Por ello, si bien la capacidad de la Coordinadora para liderar al conjunto del movimiento se veía favorecida por la homogeneidad de ideas y capacidades entre muchos de los integrantes de las organizaciones provenientes de Lima, se vio limitada al mismo tiempo por la poca representación que poseían otros sectores sociales. Así, por ejemplo, no existía «representación dentro del liderazgo de los campesinos que son quienes dan cuenta del grueso de las víctimas de las violaciones contra los derechos humanos» |3|.

Éstas son debilidades estructurales cuya responsabilidad sólo le podría ser imputada al movimiento de derechos humanos si no hubiera hecho claros esfuerzos por construir una estructura más representativa. En efecto, puede afirmarse que el movimiento actuó en la medida de sus posibilidades para corregir esta debilidad: en 1999, dos tercios de las organizaciones integrantes de la Coordinadora eran provincianas y su representación en las instancias directivas se hizo mayor. |4| Este hecho da cuenta de la multiplicación de organizaciones defensoras de los derechos humanos a en provincias a lo largo del conflicto; pero también revela la aparición de nuevas temáticas y enfoques en un movimiento que debió adaptarse a las demandas de una sociedad cuyos problemas son mucho más amplios que los directamente derivados de los atropellos cometidos contra la población civil durante el conflicto armado interno.

3.1.4. Defensa de los derechos humanos en un contexto de conflicto

Como se dijo anteriormente, las organizaciones de derechos humanos surgieron en un contexto de urgencia y de fuerte tensión política debido a la intensificación del conflicto armado interno. Así, por ejemplo, en 1983 y 1984, respectivamente, después de la entrada de las Fuerzas Armadas (FFAA) a Ayacucho, se crearon en Lima la Asociación Pro Derechos Humanos y el Instituto de Defensa Legal. Asimismo, los Comités de Derechos Humanos de Pasco y Huacho se formaron en 1985 y 1986 como respuesta a la expansión de la violencia de origen político en esas zonas.

El impulso subyacente a la formación de estas organizaciones era estrictamente ético y humanitario. Las restricciones impuestas a la prensa para acceder a las zonas de emergencia, el desplazamiento creciente de poblaciones afectadas hacia las ciudades y la organización inicial de los familiares de los desaparecidos hacían patente la necesidad de apoyo a cientos de personas que no encontraban respuesta a sus demandas en ninguna institución estatal.

Desde el primer momento, se hizo claro que el Estado enfrentaba el reto subversivo con tácticas violatorias de los derechos elementales de la población. Numerosos casos conocidos públicamente que involucraban a las Fuerzas Policiales (FFPP) en violaciones de los derechos humanos fueron llevados al Poder Judicial. Por otro lado, era imposible ignorar que las acciones contrasubversivas realizadas por las FFAA atentaban contra los derechos humanos cuando cientos de campesinos y campesinas hacían todos los días largas colas frente a cuarteles y comisarías preguntando por el paradero de algún familiar detenido y cuando se multiplicaba la aparición de restos humanos de personas, algunas de las cuales habían sido previamente detenidas por militares. Algunos casos de patente atrocidad, como la ejecución extrajudicial de miembros del PCP-SL heridos en el hospital de Huamanga, perpetrado por integrantes de las FFPP en marzo de 1982, eran inocultables y llamaban la atención sobre la magnitud de la catástrofe que se empezaba a vivir. La única respuesta razonable a la crisis era exigirle al Estado que se hiciera responsable de sus acciones y que respondiese consecuentemente a las exigencias de las víctimas en lugar de escudarse detrás de negativas o justificaciones.

La postura del movimiento de derechos humanos no sólo era éticamente correcta, sino jurídicamente sólida. El Estado, legítimamente constituido como expresión de la soberanía popular, justifica su existencia en el deber de respetar los derechos de sus ciudadanos, por los que debe responder ante ellos y ante los otros Estados que conforman la comunidad internacional. En una situación de conflicto armado interno, es al soberano legítimo al que se le exige respetar y defender a los ciudadanos. Ello no se le reclama al bando subversivo, que –por definición– busca usurpar la soberanía existente. Ésta era, además, la postura oficialmente aprobada por el gobierno, que no le reconocía al movimiento subversivo más carácter que el meramente delincuencial y que, consiguientemente, no aceptaba la aplicabilidad del Derecho Internacional Humanitario para regular las acciones de los participantes en las hostilidades, independientemente de su carácter estatal o no.

Sin embargo, el enfoque que señala al Estado como única instancia a la que se le podía exigir el cumplimiento de deberes no opacaba la creciente preocupación sobre las persistentes denuncias de crímenes cometidos por el grupo subversivo principal. Era difícil reconocer en toda su magnitud lo que ocurría, debido al bloqueo informativo que existía sobre las zonas de emergencia y a que los reportes sobre crímenes perpetrados por el PCP-SL provenían todos de fuentes oficiales, cuya imparcialidad era dudosa. Sin embargo, actos de barbarie como la masacre de Lucanamarca en abril de 1983 hicieron evidente el carácter brutal de un grupo que, aunque afirmaba luchar contra las injusticias del orden social, atacaba con saña a los más pobres.

En el Primer Encuentro Nacional de Organismos de Derechos Humanos, celebrado en Lima casi dos años después del ingreso de las FFAA a la zona de emergencia, la distancia del movimiento con respecto al PCP-SL era muy clara:

Debemos señalar que una grave responsabilidad en esta espiral de la violencia le corresponde a organizaciones como Sendero Luminoso, que mediante actos de terror, atentados y asesinatos de autoridades locales, de civiles y de miembros de las Fuerzas Policiales, pretende supuestamente construir la justicia en el país. Junto con nuestra enérgica condena a este comportamiento, señalamos que estos actos deberían y deben ser sancionados exclusivamente de acuerdo con las leyes de la República. |5|

En aquel encuentro, del que surgiría la Coordinadora, la condena al PCP-SL y el llamado al Estado a combatirlo marcaron una radical ruptura con los organismos como la Asociación de Abogados Democráticos, creado por el grupo subversivo para encargarse de la defensa legal de sus militantes encarcelados. Del mismo modo que los integrantes de la Coordinadora establecieron una clara distancia con el PCP-SL, el grupo subversivo expresó con claridad su posición frente a ella, a la que pasó a considerar como defensora del orden estatal existente y representante de una ideología hostil a la suya.

La postura adoptada por la Coordinadora trazaba un muy delicado punto de equilibrio en un país que se polarizaba como consecuencia de la violencia de origen político. La Coordinadora aceptaba el derecho del Estado y del régimen democrático a defenderse por medios legales de las pretensiones de legitimidad del movimiento subversivo. Con ello, la Coordinadora descartaba cualquier posible neutralidad ante las partes en conflicto. Al mismo tiempo, sin embargo, reconocía la existencia de graves injusticias estructurales en el país como marco que permitía comprender la aparición y desarrollo de la subversión armada.

Contrariamente al prejuicio que se tenía sobre los organismos de defensores derechos humanos cuyos integrantes provenían de agrupaciones ubicadas a la izquierda del espectro político, éstos planteaban un rechazo de principio a la violencia independientemente de su motivación: «[...] no existe razón política, ideológica, de estado o de grupo que justifique asesinar o maltratar a un ser humano [...] la defensa y promoción de los derechos humanos está intrínsecamente vinculada a la democracia». |6| Este rechazo a la violencia es aun más notable si se considera que la comunidad internacional de derechos humanos todavía tenía muy presentes las experiencias de los movimientos de liberación nacional en países coloniales, la lucha contra el apartheid en Sudáfrica y las insurgencias guerrilleras en Centroamérica, todos los cuales eran casos que habían gozado de amplios niveles de legitimidad internacional.

La diferencia entre dichos casos, que los defensores de derechos humanos peruanos captaron, consistía en que los movimientos africanos luchaban por la independencia nacional contra potencias ocupantes o contra minorías antidemocráticas y que las insurgencias centroamericanas se habían alzado contra regímenes dictatoriales. El Perú, por el contrario, era un país que acababa de cerrar una experiencia dictatorial y cuyo proceso de transición hacia la democracia había contado con la participación de agrupaciones de casi todo el espectro.

Por otro lado, la aceptación del deber estatal de salvaguardar el orden interno no implicaba complacencia ante cualquier tipo de estrategia contrasubversiva. Así, pues, era inadmisible el empleo de tácticas que no respetaran el orden legal establecido por el propio Estado. Esta otorgaba a las organizaciones de derechos humanos independencia para juzgar la actuación de los contendientes; pero, a la vez, las exponía a los ataques de los actores armados. Mientras los integrantes del PCP-SL las calificaban como defensoras del viejo Estado, algunos funcionarios estatales las acusaban de defender actos terroristas. Esta suerte de satanización del movimiento de derechos humanos se mantuvo constante a lo largo de todo el período que se viene analizando.

A partir de su postura fundamental de condena general a la guerra como forma de intervención política y de condena específica a la subversión en el Perú, los organismos agrupados en la Coordinadora adoptaron medidas adicionales que, aunque apuntalaron el criterio de mantener su independencia, generaron una renovada hostilidad de parte de los sectores involucrados directamente en el conflicto. Debía decidirse así qué hacer con respecto a los crímenes cometidos por el PCP-SL y debía decidirse también cómo actuar en los casos de militantes subversivos capturados por el Estado.

El movimiento de derechos humanos actuaba en los primeros años bajo la percepción de que, aunque el PCP-SL había cometido crímenes gravísimos como los de Lucanamarca, correspondía al Estado la mayor responsabilidad por el costo en vidas humanas del conflicto. Además, el Derecho Internacional de los Derechos Humanos no contemplaba aún con claridad la posibilidad de que grupos no estatales recibieran la exigencia de respetar los derechos humanos, puesto que se trataba de un marco jurídico que había surgido precisamente para poner límites al poder del Estado. Sin embargo, conforme avanzaba el conflicto armado interno, se hacía más claro que había que cerrar la brecha entre el cuerpo jurídico aplicable y una realidad donde el grupo subversivo incurría en cada vez mayores y más atroces violaciones de los derechos fundamentales de las personas.

El enfoque jurídico que decidió adoptar el movimiento de derechos humanos consistió en exigir al Estado el respeto al Derecho Internacional de los Derechos Humanos y demandar tanto al Estado como a los grupos subversivos armados el respeto al Derecho Internacional Humanitario en los aspectos aplicables a conflictos armados no internacionales, es decir, al menos el respeto al artículo 3, común a los cuatro Convenios de Ginebra de 1948. Así, en su tercer Encuentro Nacional, realizado en Lima en 1989, la Coordinadora añadía, a su «absoluta condena a las acciones de Sendero Luminoso», una explícita exigencia: «En las zonas de enfrentamiento, exigimos la aplicación de las reglas del Derecho Internacional Humanitario». |7|

Esta decisión era una importante novedad en el movimiento internacional de derechos humanos, que se había enfocado, por razones jurídicas y por las características de los conflictos existentes, en las violaciones cometidas por los Estados. Solamente en 1992, debido a las denuncias del movimiento de derechos humanos peruano, una organización emblemática como Amnistía Internacional empezó a documentar los abusos cometidos por grupos armados no estatales. |8|

La invocación al Derecho Internacional Humanitario hubiera permitido al movimiento de derechos humanos exigir no sólo al Estado, sino también al PCP-SL y al Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) –que actuaba desde 1984– que cambiasen sus estrategias. Sin embargo, esta decisión tropezaba con una serie de obstáculos y particularidades de la realidad peruana. Tal como ha ocurrido en otros países que enfrentaron conflictos armados internos, el Estado se negó a considerar que el enfrentamiento con los grupos subversivos era algo más que una mera lucha contra la delincuencia; pues temía, erróneamente, que admitir la existencia de un conflicto armado significase el reconocimiento del poder de beligerancia de los grupos subversivos, lo que los fortalecería internacionalmente.

A ello hay que agregarle que el conflicto armado interno era caótico y no todos los grupos involucrados aceptaban las reglas del Derecho Internacional Humanitario. De hecho, sólo el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) había proclamado su aceptación de los Convenios de Ginebra y usaba distintivos militares en sus acciones armadas rurales; pero era evidente que el MRTA era un grupo subversivo pequeño en comparación con el PCP-SL. En cuanto a los responsables de la mayor parte de las violaciones a los derechos de la población civil no combatiente, el Estado, como se ha dicho, rechazaba el reconocimiento de una situación de conflicto interno y el PCP-SL –aunque reclamaba estar librando una guerra y exigía el reconocimiento del carácter de prisioneros de guerra para sus militantes recluidos en prisión– mostraba un claro desprecio por el Derecho Internacional. En la práctica, salvo el MRTA, los actores principales del conflicto armado interno estaban inmersos en el objetivo de producir una derrota militar absoluta del enemigo, con lo cual cancelaban cualquier esfuerzo por humanizar la situación.

Por último, ambos bandos consideraban tácitamente que el Derecho Internacional Humanitario ataba sus manos en un contexto de guerra no convencional. Dentro de la lógica de las FFAA, era difícil enfrentar respetando la ley a enemigos que se confundían con la población civil y que, en su lógica, eran delincuentes irrecuperables (véase capítulo sobre las Fuerzas Armadas). Por su parte, para el PCP-SL era impensable renunciar a la ventaja táctica que significaba esconderse entre la población no combatiente, aunque eso pusiera en riesgo a civiles inocentes que quedaban reducidos a la posición de escudos humanos. De hecho, la actuación del Comité Internacional de la Cruz Roja, guardián del Derecho Internacional Humanitario, estaba severamente restringida en las zonas en conflicto y era un organismo bajo sospecha para grupos paramilitares. |9| La Coordinadora, por lo tanto, adoptó un punto de vista jurídico que, aunque ortodoxo en su respeto al orden legal internacional e innovador en el seno del movimiento internacional de derechos humanos, era difícilmente aplicable por las dificultades de documentar los crímenes cometidos por el PCP-SL. Asimismo, no existe evidencia de que la Coordinadora haya buscado interlocución con la dirigencia de los grupos subversivos para tratar de persuadirlos de cambiar el curso de sus acciones. Por cierto, es dudoso que un intento de diálogo hubiese tenido efecto en un grupo cuya concepción ideológica aceptaba la necesidad de altísimas pérdidas humanas no solamente como costo del conflicto sino incluso como un elemento deseable para afirmar su causa:

La reacción aplica, a través de sus fuerzas armadas y represivas en general, el querer barrernos y desaparecernos. Y, ¿por qué razón? Porque nosotros queremos lo mismo para ellos: barrerlos y desaparecerlos como clase [...] Y, en consecuencia, se nos plantea el problema de la cuota; la cuestión de que, para aniquilar al enemigo y preservar las propias fuerzas y más aún desarrollarlas, hay que pagar un costo de guerra, un costo de sangre, la necesidad del sacrificio de una parte para el triunfo de la guerra popular (subrayado adicional). |10|

De hecho, el PCP-SL –hasta la captura de su líder Abimael Guzmán Reinoso– no reconoció jamás la posibilidad de ningún tipo de diálogo con alguna institución identificada con el orden social existente y sustituían cualquier preocupación jurídica por el uso instrumental y pragmático de los mismos mecanismos legales del Estado que decían despreciar.

Otra decisión importante que adoptó la Coordinadora fue limitar la capacidad de sus asociados para ejercer la defensa legal de personas acusadas por terrorismo. En efecto, los abogados de derechos humanos aplicaron la política de buscar la libertad solamente de las personas detenidas que no tuvieran ningún vínculo con la subversión armada. Esta política buscaba distinguir a los organismos de derechos humanos de los aparatos de defensa legal generados por los grupos subversivos y era consecuente con la postura que señalaba que el Estado tenía el derecho de reprimir legal y eficazmente a tales grupos. Sin embargo, esta política reconocía que, en las circunstancias estrictamente ligadas a la detención de personas, no era posible establecer ese tipo de distinciones, dados los riesgos que corría la vida de las personas capturadas: «[... ] en situaciones en las que estaba de por medio el derecho a la vida o a la integridad física –desapariciones, tortura, violaciones, etc.– no se hacía obviamente ningún tipo de distinción entre inocentes y culpables, como tampoco se la hacía cuando se buscaba el respeto a estándares mínimos tanto en lo referente a la legislación antiterrorista como a las condiciones carcelarias». |11|

La medida señalada se basaba en el aprendizaje obtenido por algunas de las organizaciones agrupadas en la Coordinadora a partir de tempranas experiencias defendiendo a personas acusadas por terrorismo. En 1981, Edmundo Cox Beuzeville fue arrestado bajo la acusación de pertenecer al PCP-SL y fue sometido a torturas que tuvieron como efecto la fractura de un brazo. El público escándalo causado al conocerse de la tortura y la actividad de los abogados de CEAS culminó en su libertad. Sin embargo, al comprobarse después que, en realidad, Cox Beuzeville sí pertenecía al grupo dirigente del PCP-SL, se cuestionó la credibilidad de la lucha contra los métodos ilegales de tratamiento de prisioneros.

Es innegable que los defensores de derechos humanos tenían el deber de proteger de la tortura a los detenidos. De hecho, continuaron haciéndolo incluso luego de la adopción de la política de defender personas sin vínculos con la subversión; pero es también cierto que el caso Cox Beuzeville hizo evidente que el PCP-SL no vacilaría en intentar manipular el sistema legal y a los organismos de derechos humanos de la misma forma en que utilizaba a las poblaciones civiles. Ello desprestigió la causa de los derechos humanos. Por esta razón, las organizaciones participantes en la Coordinadora mantuvieron como seña de identidad su permanente defensa de personas inocentes que el sistema judicial procesaba en altas cantidades debido a la inadecuación del marco legal contrasubversivo hasta 1992 y debido a su excesiva severidad luego del golpe de Estado de Alberto Fujimori Fujimori (véase el capítulo referido al sistema judicial).

Ninguna de las decisiones clave adoptadas por la Coordinadora permitió soluciones completas a los problemas políticos, legales y morales generados a causa del conflicto armado interno, debido a la compleja situación en la que se hallaba inserta. Por un lado, era imposible, en términos éticos, exigirle al Estado que respetase los derechos humanos y no guardar lealtad al orden democrático constitucional amenazado por la subversión. Esta conclusión había marcado la definitiva ruptura de las organizaciones de derechos humanos con las organizaciones de fachada del PCP-SL. Al mismo tiempo, sin embargo, la lealtad a la democracia no podía justificar las atrocidades que cometían las fuerzas estatales. La Coordinadora defendió y se reafirmó en esta postura aunque ello conllevaba el riesgo de convertirse en sospechoso de subversión ante una opinión pública exasperada por la provocación de los grupos subversivos mediante la sistemática realización de actos terroristas. Por otro lado, existía un riesgo en el que la Coordinadora debía evitar caer: la defensa de la superioridad del derecho sobre la arbitrariedad no podía conducir a la postura políticamente ingenua de dejar que la causa de los derechos humanos fuese manipulada por el PCP-SL.

Independientemente de su clara condena al PCP-SL, los activistas de los organismos defensores de los derechos humanos eran atacados por agentes estatales en distintos lugares del país. Entre 1989 y 1990, varios defensores de los derechos humanos pagaron con la vida o con su integridad física su compromiso. Así ocurrió con Coqui Huamaní, asesinado en Cerro de Pasco en 1989; Ángel Escobar, desaparecido en Huancavelica en 1990; y Augusto Zúñiga, mutilado por un atentado dinamitero en 1990 en Lima. Mientras esto ocurría, el PCP-SL calificaba a los organismos de derechos humanos como parte de una supuesta táctica imperialista que combinaba la represión ilegal con un respeto a las formas democráticas. En sus documentos, calificaban esto como una estrategia de «usar las dos manos». |12| Además de estos ataques a la ideología de los movimientos de derechos humanos, el PCP-SL asesinaba a dirigentes populares reconocidos por su trayectoria de defensores de los derechos sociales de la población como el líder de los obreros textiles Enrique Castilla, el dirigente campesino Porfirio Suni y las dirigentes barriales Pascuala Rosado y María Elena Moyano.

Es evidente para la CVR que las organizaciones de derechos humanos elaboraron balances de la situación guiados por una postura de principios y por un cuidadoso análisis jurídico que les permitió resistir las fuertes tendencias a la polarización existentes en el país, así como rechazar la lógica maniquea que pretendían imponer los actores del conflicto. Esa resistencia a la polarización le permitió a la Coordinadora ganar la confianza de las organizaciones de víctimas –incluyendo algunas víctimas del terrorismo– |13| y un reconocimiento de su rigurosidad que la acompañaría una vez atenuado el conflicto.

Sin embargo, es cierto que el hecho de no haber documentado rigurosamente los casos atribuibles al PCP-SL facilitó la existencia de una corriente de opinión pública que achacaba a los organismos de derechos humanos un supuesto desinterés por la suerte de las víctimas de los grupos subversivos. La Coordinadora, en efecto, se pronunció repetidamente condenando las acciones de los grupos subversivos, |14| pero su enfoque principal continuó siendo el de la interpelación al Estado, cuyo orden reconocía. Esta característica de su trabajo le valió innumerables ataques de líderes de opinión y funcionarios gubernamentales que la presentaban como insuficientemente crítica frente a la acción subversiva.

En realidad, dado el carácter irreconciliable con el que tanto el PCP-SL como el Estado veían el conflicto armado interno, la única salida a los dilemas de la defensa de los derechos humanos era lograr el fin del enfrentamiento: «Si en Colombia o en El Salvador o en Guatemala, en determinado momento, el debate pudiera haber sido humanizar la guerra desde los derechos humanos, en nuestro caso fue acabar con la guerra [...], no había posibilidad de conciliar, no había posibilidad de pensar que Sendero [Luminoso] era el FMLN o que eran los sandinistas. Ese esquema no existía». |15|

Esta convicción condujo al movimiento de derechos humanos a empeñarse en el movimiento pacifista que empezó a cobrar fuerza desde mediados de los años 80. En efecto, fue la Coordinadora la que llamó a la primera gran movilización ciudadana por el fin del conflicto en noviembre de 1985 |16| y, del mismo modo, la Coordinadora apoyó todo esfuerzo ciudadano por la paz. Un ejemplo notable de ello fue la campaña «Perú, vida y paz», lanzada por diversos grupos de la sociedad civil y apoyada por todos los sectores políticos en 1989.

La campaña «Perú, Vida y Paz» fue una iniciativa surgida de la coordinación de diversas instituciones de la sociedad civil y líderes de opinión, en mayo de 1989, para promover el diálogo nacional sobre el problema de la violencia. Alcanzó un alto nivel de convocatoria cuando, en noviembre de 1989, decidió desafiar un «paro armado» convocado por Sendero Luminoso. Con este fin, una multitudinaria manifestación fue convocada por el candidato de la alianza electoral Izquierda Unida, Henry Pease García, y secundada por el candidato del Frente Democrático, Mario Vargas Llosa. Decenas de miles de personas se manifestaron en el centro de Lima y otras ciudades del país en una movilización en que partidos de todo el espectro político, organizaciones sociales de todo tipo y líderes de opinión de las más diversas tendencias confluyeron para denunciar, tanto la violencia armada como las injusticias sociales que constituían su trasfondo. El lema de la marcha «¡No matarás, ni con hambre ni con balas!» mostraba que era posible lograr un consenso básico entre muy diversos sectores sociales y políticos a favor de una perspectiva integral de derechos humanos y de la paz, y es importante rescatarla porque deja ver que el movimiento de derechos humanos no fue la única iniciativa que desde la sociedad civil llevó a cabo una labor de concientización de la población afectada por la violencia.

3.1.5. Impacto del movimiento de derechos humanos en los actores directos del conflicto

Las permanentes denuncias del movimiento de derechos humanos significaban para el Estado el grave riesgo de perder legitimidad ante la población. Al mismo tiempo, conforme avanzaba el conflicto, se pudo constatar que la crisis de legitimidad en la que incurría un Estado violador de los derechos humanos podía acarrearle graves consecuencias en la escena internacional.

Ningún funcionario público peruano podía alegar ante el mundo que desconocía lo que ocurría en las zonas de emergencia, porque los organismos de derechos humanos se aseguraron de hacer llegar sus denuncias a los organismos internacionales casi desde iniciado el conflicto armado interno: ya en 1983, Amnistía Internacional entregó al gobierno del presidente Fernando Belaunde Terry un informe sobre desapariciones forzadas y, en 1984, los abogados de derechos humanos llevaron sus demandas al Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de Naciones Unidas, que empezó a emitir informes que el Estado se empeñaba en ignorar, al costo de empeorar su imagen. |17|

La actitud de ignorar o acallar las denuncias, sin embargo, sólo podía tener el efecto de producir una acumulación masiva de problemas que deberían enfrentarse tarde o temprano En el caso del Perú, los gobiernos de Fernando Belaunde Terry y Alan García Pérez se enfrentaron progresivamente a denuncias cada vez más consistentes y mejor presentadas por los organismos de derechos humanos. Sin embargo, el momento crítico llegaría durante el gobierno de Alberto Fujimori Fujimori, que vio gravemente afectadas las relaciones bilaterales del Perú con los Estados Unidos debido a los crímenes cometidos por agentes del Estado.

En efecto, el gobierno de Estados Unidos, interesado en fortalecer la lucha antinarcóticos en la zona cocalera del Perú, estaba dispuesto a apoyar económica y militarmente a las fuerzas armadas peruanas; pero tropezaba en su intención con legislación doméstica que le impedía facilitar ayuda militar a países cuya ejecutoria en materia de derechos humanos era deficiente. En 1991, cuando se debatía en Washington D.C. la conveniencia o no de brindar ayuda al Perú, la Coordinadora dirigió una comunicación al embajador estadounidense estableciendo inequívocamente que en el Perú las violaciones de los derechos humanos no se debían a excesos aislados, sino a « [...]un patrón de conducta sistemáticamente empleado por las fuerzas de seguridad, cuyo Comandante en Jefe es, constitucionalmente, el Presidente de la República». |18| Esto motivó que el gobierno de Estados Unidos restringiese su ayuda económica al Perú al cumplimiento de una serie de verificaciones de la conducta de las fuerzas estatales.

Los condicionamientos a la ayuda económica fueron un duro golpe para el gobierno de Alberto Fujimori Fujimori, que intentaba por todos los medios cerrar la brecha que el gobierno de Alan García Pérez había dejado entre el país y los organismos financieros internacionales. Su reacción fue culpar a los grupos de derechos humanos de una supuesta intención de afectar la imagen del Perú y, por ende, su recuperación económica, |19| lo que debió ser respondido una y otra vez por la Coordinadora con posturas de principio: «No podemos dejar de decir que en el Perú sí se violan sistemáticamente los derechos humanos. La responsabilidad de que ello ocurra es del gobierno que no ha hecho nada serio y consistente por cambiar esta situación, y no de los que – con preocupación por lo que hoy ocurre en nuestro país– denunciamos esta realidad». |20|

Pese a su dura reacción contra los organismos de derechos humanos, el gobierno de Fujimori Fujimori se vio obligado a hacer concesiones, una de las cuales fue la revisión de los efectos generados por la draconiana legislación contrasubversiva que había llevado muchos inocentes a la cárcel. Esto no hubiera ocurrido si el gobierno no hubiera constatado la efectividad de las denuncias que organismos internacionales aliados a la Coordinadora |21| habían llevado a los líderes políticos estadounidenses y al sistema interamericano de protección de los derechos humanos.

A lo largo del conflicto, el Estado mostró una preocupación por la opinión internacional que, lamentablemente, no mostró en igual proporción por la opinión de sus propios ciudadanos. Ciertos crímenes, cuya atrocidad ocasionó que se convirtieran en causas célebres –la matanza de presos acusados de terrorismo en los penales de Lima en 1986, la masacre de Cayara en 1988 y las actividades del comando paramilitar autodenominado «Rodrigo Franco»–, motivaron la creación de comisiones investigadoras parlamentarias que inevitablemente naufragaban; porque los miembros de la mayoría parlamentaria se encargaban de desvirtuar aquellas conclusiones que conducían a la responsabilidad del Estado. El caso de la masacre de Cayara fue un claro ejemplo de encubrimiento de lo ocurrido (véase capítulo sobre la masacre de Cayara). El fiscal encargado del caso, doctor Carlos Escobar, fue sometido a todo tipo de presiones y amenazas, que sólo culminaron con su refugio en el exterior; asimismo, numerosos testigos fueron intimidados o asesinados; las fosas con restos humanos fueron violentadas; una investigación interna del Ejército exculpó a las fuerzas del orden; |22| y, por último, una comisión investigadora parlamentaria emitió un informe en mayoría que llegaba a conclusiones similares sin haber escuchar los testimonios de los familiares de las víctimas. |23|

Es justo reconocer que hubo excepciones al generalizado patrón de impunidad lamentablemente presente en aquellos años. El asesinato en las inmediaciones del hospital de Huamanga de militantes del PCP-SL heridos y hospitalizados, en marzo de 1982; la matanza de Socos, en noviembre de 1983,y el asesinato del dirigente campesino Jesús Oropeza en julio de 1984 fueron llevados al fuero común, donde se dictó sentencia contra los responsables directos. Otra importante excepción fue la reacción gubernamental ante la masacre de Accomarca, cometida en agosto de 1985 por una patrulla militar al mando del subteniente EP Telmo Hurtado Hurtado (véase capítulos sobre estos casos en la sección de casos ilustrativos). En aquella ocasión, el presidente Alan García Pérez, que recientemente había jurado el cargo, destituyó a los altos mandos militares directamente relacionados con el manejo de la lucha contrasubversiva. |24| Sin embargo, a pesar de que una investigación congresal recomendó que se siguiera un proceso en el fuero común contra los perpetradores, en marzo de 1986, la Corte Suprema, ante una contienda de competencia entablada por la justicia militar, decidió pasar el caso a un tribunal militar, el cual dictó una pena benigna al responsable inmediato. De hecho, los primeros meses del gobierno de Alan García Pérez mostraron una intención de revisar los aspectos más controversiales de una lucha contrasubversiva que se libraba sin respeto por los derechos humanos (véase capítulo sobre el gobierno del Partido Aprista Peruano). |25| Sin embargo, la impunidad en que quedaría la masacre de Accomarca y la masacre ocurrida en los establecimientos penales de Lima en junio de 1986 marcó un cese de la revisión de los peores crímenes cometidos en la lucha contra el terrorismo.

Sin embargo, la actitud del Estado fue, en general, la de negar públicamente las facetas que pudieran incriminarlo con acciones violatorias del derecho cometidas por las fuerzas de seguridad y, en cualquier caso, buscar estrategias de impunidad para los perpetradores. Esto sería llevado a su más clara expresión con las leyes de amnistía emitidas en 1995 por el gobierno Alberto Fujimori Fujimori.

Al mismo tiempo, la CVR ha determinado que las FFAA produjeron, durante la segunda mitad de la década del ochenta, una revisión de su estrategia contrasubversiva (véase capítulo sobre las Fuerzas Armadas en la sección correspondiente). Aunque las nuevas tácticas mantenían serios elementos de peligro para la población civil no involucrada en el conflicto, es cierto que la reconsideración buscaba, entre otros objetivos, reducir los costos en opinión pública de violaciones indiscriminadas contra la población reemplazando las tácticas utilizadas en los primeros años del conflicto por acciones basadas en el análisis de inteligencia.

Sin embargo, si esto ocurría del lado del Estado, sometido a presiones de opinión pública internacional y nacional, el PCP-SL no tenía ningún interés en legitimar sus acciones en función de estándares internacionales de derechos humanos. A diferencia del MRTA, el PCP-SL no se había comprometido a respetar el Derecho Internacional Humanitario; y, a diferencia de las fuerzas estatales, no se interesaba en siquiera responder a las repetidas condenas de los organismos de derechos humanos.

Por el contrario, puesto que la dirección del PCP-SL consideraba una ley histórica ineluctable que se cometieran atrocidades en la lucha revolucionaria, no tomó medidas efectivas para evitar las sevicias cometidas por sus militantes y no admitió –salvo en raras ocasiones– responsabilidad por crímenes que justificaron por razones políticas o bien cuya importancia redujeron, llamándolos meros excesos de sus subordinados. Así, el líder máximo del PCP-SL, Abimael Guzmán Reinoso, reivindicó la masacre de Lucanamarca en los más fríos términos:

Pueden cometerse excesos, el problema es llegar hasta un punto y no pasarlo porque si lo sobrepasas te desvías [... ] Si a las masas les vamos a dar un conjunto de restricciones, exigencias y prohibiciones, en el fondo no queremos que las aguas se desborden; y lo que necesitábamos era que las aguas se desbordaran, que el huayco entrara, seguros de que cuando entra arrasa, pero luego vuelve a su cauce. Reitero, esto está explicado por Lenin perfectamente; y así es cómo entendemos ese exceso. Pero, insisto, ahí lo principal fue hacerles entender que éramos un hueso duro de roer, y que estábamos dispuestos a todo, a todo. |26|

A pesar de que el PCP-SL reclamó a lo largo del conflicto y después de él que llevaba a cabo una guerra, que sus militantes eran combatientes y que sus integrantes presos eran prisioneros de guerra, nunca se comprometió a aceptar las normas mínimas del derecho internacional humanitario. Sin temor a equivocación, la CVR puede afirmar que el PCP-SL pretendió hacer un uso oportunista de las leyes de la guerra y del derecho internacional de los derechos humanos, cuya validez era negaba y entendida como ideología burguesa, pero cuyo respeto le exigía al Estado:

[...] no nos adscribimos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tampoco a la de Costa Rica; pero sí utilizamos sus dispositivos legales para desenmascarar y denunciar al Viejo Estado peruano [...] Para nosotros, los derechos humanos son contradictorios con los derechos del pueblo porque nos basamos en el hombre como producto social, no en el hombre abstracto con derechos innatos. Los «derechos humanos» no son sino los derechos del hombre de la burguesía. |27|

Esta postura de negación del valor fundamental de los derechos humanos y su utilización como mero instrumento de propaganda partía de la convicción ideológica, profundamente arraigada en el pensamiento Gonzalo, de que los derechos fundamentales a la vida y la libertad eran separables de los derechos sociales y económicos de salud, vivienda y trabajo digno, englobando aquellos bajo el membrete de derechos burgueses y estos bajo el blasón de derechos del pueblo.

Frente a la violencia revolucionaria, para el PCP-SL, los derechos individuales fundamentales debían ceder el paso ante el «supremo derecho a conquistar el poder» |28|, por lo que no vacilaron en justificar la cuota de sangre que su militancia, las fuerzas estatales y la población civil debían pagar para el avance de su movimiento; en efecto, era deseable para esta ideología terrorista provocar concientemente acciones violatorias de los derechos humanos por parte del Estado para desatar la presunta respuesta revolucionaria de la población.

Hay que inducir al genocidio al APRA, ese es el acuerdo de la IV Plenaria, eso es aparte de forzarle la mano al APRA, y eso no es propiciar la muerte porque es la reacción la que la lleva todos los días en una constante guerra civil como dijo Marx [...] Por lo demás, ya lo dijo Marx, un partido se desarrolla engendrando una poderosa contrarrevolución. |29|

De este modo, aunque el PCP-SL apoyó la constitución de organismos formalmente defensores de los derechos humanos como la Asociación de Abogados Democráticos. Estos, en realidad, se reducían a la defensa legal de los militantes capturados y no eran más que apéndices funcionales a la estrategia armada. El PCP-SL creó también Socorro Popular. Sus tareas iniciales fueron el apoyo material y moral a las familias de los militantes capturados o muertos. Luego, se agregaron una labor de formación ideológica y captación de nuevos integrantes y las responsabilidades militares. Esto mostró que el llamado pensamiento Gonzalo nunca tuvo un genuino interés humanitario en la suerte corrida por sus propios militantes o sus familiares. En particular, es evidente que, al no reivindicar claramente sus acciones armadas ni la identidad de sus militantes muertos hasta el presente, el PCP-SL decidió concientemente dejar en la ignorancia y en la duda tanto a las familias de sus militantes como a las de sus víctimas. Esta línea de acción coadyuvó a la cruel incertidumbre que muchos han sufrido por largo tiempo acerca de lo realmente ocurrido con sus familiares. El oportunismo del PCP-SL con respecto al Derecho Internacional se evidenció también luego de la captura de su líder máximo, Abimael Guzmán Reinoso, y de su pedido –en 1993– de iniciar conversaciones que condujeran a un acuerdo de paz entre el PCP-SL y el Estado. Sólo entonces los dirigentes del PCP-SL, empeñados en justificar ante su militancia el radical cambio de estrategia que adoptaron, empezaron a hacer mención de una supuesta intención de respetar los Convenios de Ginebra, no como principio, sino como parte de un intento táctico de ampliar las alianzas políticas que intentaban formar: «[...] es cuestión de la alianza con la burguesía media en forma mucho más amplia y hasta con parte de la grande, diferenciando los grupos en cada facción según los imperialismos que apoyan; estos demandaban, a su vez, cambios en las formas de lucha, ajustarnos más estrictamente a las normas internacionales de la guerra, a las Convenciones de Ginebra, especialmente al artículo tercero común». |30|

En cuanto a otros actores del conflicto –el MRTA o los Comités de Autodefensa–, no hay evidencia que permita determinar cuál fue el impacto que la tarea de denuncia y protección realizada por los organismos de derechos humanos tuvo en sus orientaciones. El MRTA, como se ha dicho, alegaba respetar los estándares internacionales referidas a los conflictos armados. Sin embargo, algunas de sus tácticas, en particular el uso de coches cargados de explosivos que estallaban en zonas civiles y el secuestro de personas con el fin de obtener dinero para sus actividades, entraban en abierta contradicción con los principios que decían respetar, lo que fue señalado repetidamente por los organismos defensores de los derechos humanos en el ámbito nacional e internacional. |31| Por otro lado, En cuanto los organismos de derechos humanos se opusieron a la entrega de armas a los Comités de Autodefensa y a su subordinación a las FFAA; pues veían en esta estrategia un grave riesgo de violaciones de los derechos humanos, dada la posibilidad de agudizar conflictos locales preexistentes y dada la ausencia de estructuras organizativas centralizadas con mandos responsables. La presión de los organismos de derechos humanos no parece haber tenido un impacto directo en la práctica de los Comités de Autodefensa: dada su subordinación a las fuerzas armadas, puede presumirse que éstos siguieron sus orientaciones y cambios estratégicos.

3.1.6 El movimiento de derechos humanos ante el autoritarismo

No es posible culminar este balance sin mencionar la labor realizada por el movimiento de derechos humanos en un contexto parcialmente externo al conflicto armado interno pero que también implicó el atropello y la violación de derechos fundamentales de la población y el intento de legalizar la práctica de la impunidad: el régimen autoritario impuesto por Alberto Fujimori Fujimori.

El gobierno autoritario encabezado por Alberto Fujimori Fujimori y sus aliados, Vladimiro Montesinos Torres y el general EP Nicolás Hermoza Ríos, hizo de la lucha contrasubversiva uno de sus principales mecanismos de legitimación. Ya fuese que las fuerzas del orden diesen duros golpes a las organizaciones subversivas o que éstas llevasen a cabo intensas campañas de terror, el régimen fujimorista convertía las noticias sobre el retroceso de los grupos subversivos en una forma de legitimarse. Así, las capturas de líderes del PCP-SL y el MRTA se presentaron como una confirmación de la supuesta efectividad del régimen. Cuando, por el contrario, los grupos subversivos daban señales de actividad, el régimen utilizó los hechos como una forma de demostrar que era insustituible como garantía de defensa contra la subversión.

En los hechos, la persistencia de pequeños focos subversivos en distintas zonas del país resultaba ser un instrumento eficaz para que el gobierno mantuviera presente la sensación de inseguridad ciudadana que podía manipularse por medio de las campañas psicosociales del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN.) A esto hay que agregar que funcionarios estatales del más alto nivel, empezando con el propio Vladimiro Montesinos Torres, desarrollaron intensas negociaciones con los dirigentes subversivos capturados con el fin de explotar la capitulación ideológica de Abimael Guzmán Reinoso y desmoralizar a sus seguidores en libertad. Sin embargo, aunque esta política buscaba demostrar a los miembros del PCP-SL libres que su lucha había sido definitivamente derrotada y que no tenía sentido continuarla, el Estado concientemente ocultó sus contactos con Guzmán Reinoso con propósito de mantener una imagen de supuesta inflexibilidad frente a los dirigentes terroristas capturados.

De este modo, se creó un perverso mecanismo que manipulaba los temores de la ciudadanía y limitaba el debate nacional sobre las consecuencias del conflicto armado interno. Por un lado, el gobierno cultivaba una engañosa imagen de inflexibilidad que motivaba a todos los sectores políticos –incluyendo a buena parte de la oposición democrática– a cultivar una imagen de dureza frente al PCP-SL y al MRTA y convertía en un efectivo tabú político la discusión sobre temas tales como el desarme de los grupos remanentes del PCP-SL y las condiciones carcelarias de sus militantes presos. Por otro lado, en la realidad, el gobierno aumentaba las atenciones a los máximos líderes presos del PCP-SL y presionaba a los líderes del MRTA para obtener declaraciones similares. |32| Esa posibilidad de plantear un juego amoral con los miedos de la población es una de las grandes secuelas psicológicas que el conflicto armado ha dejado en la población y permite que, en distintos momentos, el temor al resurgimiento de la violencia sea una herramienta política de manipulación colectiva.

Sin embargo, la sensación de victoria contra la subversión que el propio gobierno necesitaba cultivar permitió que algunos temas poco considerados en el debate político nacional emergieran y fuesen aceptados por la opinión pública a pesar de la voluntad de ocultarlos. Así, los sonados casos de la masacre de Barrios Altos y de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle «La Cantuta» y otros actos de barbarie como el descuartizamiento de la agente del SIN Mariela Barreto y la tortura de la agente Leonor La Rosa, al demostrar la existencia dentro del Estado de un aparato especializado en el terror –el Grupo Colina– recibieron gran atención de la prensa y generaron un sentimiento de repulsa ciudadana.

Una diferencia entre los casos mencionados y otros ocurridos en la década anterior es que, debido a los descontentos causados por la evidente manipulación y politización que el régimen autoritario realizaba en el seno de las FFAA y de la Policía Nacional del Perú, sectores cada vez más amplios de la oficialidad transformaron su rechazo a las prácticas criminales del fujimorismo en denuncia pública. En efecto, mediante filtraciones a la prensa, grupos clandestinos de oficiales resistentes como León Dormido o COMACA documentaron detalladamente casos de violaciones de los derechos humanos cometidas por el régimen. Estos casos tuvieron un considerable impacto en la opinión pública y su defensa fue recogida por los partidos de oposición.

La más contundente denuncia de los crímenes del régimen ocurrió el 5 de mayo de 1993 cuando el general del ejército EP Rodolfo Robles Espinoza denunció públicamente que la masacre de Barrios Altos y las desapariciones de Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle «La Cantuta» habían sido cometidos por una estructura criminal al interior del Estado, dependiente directamente del general EP Nicolás Hermoza Ríos y de Vladimiro Montesinos. Torres. Aquella denuncia le valió a Robles Espinoza el exilio, atentados personales y ataques contra su honra. El gobierno optó por ignorarla e intentó descalificar al denunciante y sus motivos; pero la convergencia de cada vez mayores indicios sobre la existencia del Grupo Colina devino en una creciente indignación contra la política de impunidad del régimen. El movimiento de derechos humanos organizó diversas campañas de concientización ciudadana sobre los crímenes ocurridos y se encargó de asegurar que, pese a la negación de justicia en el plano nacional, los casos llegarían al sistema interamericano de derechos humanos.

Luego de su victoria electoral de 1995, el régimen fujimorista creyó tener las mejores condiciones para legalizar la impunidad de facto de la que disfrutaban los perpetradores estatales de graves violaciones de los derechos humanos. La ley 26479, aprobada por la mayoría del Congreso Constituyente Democrático el 14 de junio de 1995, y la ley 26492, aprobada el 28 de junio para impedir que los jueces inaplicasen la primera, prohibían incluso la investigación jurisdiccional de delitos que no hubiesen sido anteriormente conocidos o denunciados. Estas leyes fueron condenadas duramente por la Coordinadora |33| y motivaron una de las primeras movilizaciones masivas de la juventud universitaria contra el gobierno de Alberto Fujimori Fujimori. El rechazo cada vez más amplio de la ciudadanía a las prácticas violatorias de los derechos humanos fue, desde entonces, un factor efectivo en la agenda nacional. Los grupos políticos de oposición encontraron en la temática de derechos humanos un elemento de gran efectividad para el aislamiento del régimen y la lucha contra la impunidad se convirtió –al menos durante el declive del fujimorismo– en una demanda común.

En efecto, era fácil detectar que la sensación de debilidad y aislamiento que las violaciones de derechos humanos generaban al gobierno autoritario, causándole graves problemas en la opinión pública, en la relación con instancias intergubernamentales, y con el gobierno de los Estados Unidos de América. Como se ha visto, ante la imposibilidad de facilitar la ayuda antidrogas sin reformas concretas de parte del país receptor, Estados Unidos influyó para que se hicieran algunos esfuerzos de mejora en la situación de los derechos humanos y el gobierno debió concederlas, como la Comisión Ad Hoc a favor de los inocentes en prisión |34|.

No es posible saber si el efecto de la lucha por los derechos humanos fue un real convencimiento de la clase política nacional y de la opinión pública sobre el valor esencial de la dignidad humana. Lo cierto es que, en general, la difusión de información sobre las violaciones cometidas se convirtió, durante todo el período bajo investigación de la CVR, en un elemento de deterioro para la legitimidad de los partidos de gobierno. De hecho, el Partido Aprista Peruano (PAP) llegó al gobierno en 1985 con un discurso crítico de la política contrasubversiva llevada a cabo por el gobierno de Acción Popular (AP) y Cambio 90 –similarmente– sucedió al gobierno aprista, armado también de un discurso crítico de las violaciones cometidas durante el gobierno de Alan García Pérez. Queda por determinar aún, como se mencionó, si la legitimidad lograda por la lucha contra la impunidad durante el régimen autoritario encabezado por Alberto Fujimori Fujimori realmente constituye una oportunidad para producir en la población y la clase política nacional una cabal toma de conciencia de la necesidad de valores humanistas y democráticos.

Al mismo tiempo que el tema de los derechos humanos desgastaba la legitimidad interna del gobierno de Alberto Fujimori Fujimori, decenas de casos presentados ante el sistema interamericano de derechos humanos fueron pasando las distintas etapas conducentes a su procesamiento. Ello causó grave preocupación entre la opinión pública, para la cual el aislamiento internacional del país se convertía en un riesgo real. En efecto, el gobierno fujimorista perdió el control de la auténtica avalancha de declaraciones de admisibilidad de parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Así, se fueron sucediendo las sentencias de excepciones preliminares, de competencia, de fondo, de reparaciones y de cumplimiento de casos tales como Neira Alegría, Loayza Tamayo, Castillo Páez, Castillo Petruzzi, Ivcher Bronstein, Corte Constitucional, Cesti Hurtado, Durand y Ugarte, y Cantoral Benavides. |35| Si bien algunos de los casos que debió enfrentar el fujimorismo constituían una herencia del gobierno anterior, la mayoría respondía a abusos cometidos directamente por el régimen golpista instalado en 1992. En general, estos casos eran resultado de la aplicación de la legislación antiterrorista, pero también eran resultado de otro tipo de abusos no ligados directamente a la lucha contrasubversiva.

La actitud del gobierno frente a esta situación fue poner todo posible obstáculo al avance de los procesos y, cuando ese tipo de medidas mostró su ineficacia, intentó una ilegal renuncia unilateral a la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, lo cual sólo agravó más su situación. En efecto, el enfrentamiento con las instancias internacionales dio como resultado un insalvable problema de credibilidad que debilitó la posición del fujimorismo en la Organización de Estados Americanos (OEA) durante la crisis creada por el fraudulento proceso electoral del año 2000.

La Coordinadora Nacional jugó un rol clave durante este proceso. Desde su clara condena al golpe de Estado de 1992, pasando por su intervención en el crucial tema de los condicionamientos para la ayuda económica estadounidense y su defensa de casos ante cortes internacionales, contribuyó a la derrota del régimen autoritario y a la recuperación de la democracia.

En efecto, cuando la comunidad internacional efectivamente intervino en el año 2000, la Coordinadora se había convertido en un interlocutor obligado y en una instancia de vigilancia sobre los distintos intentos de diálogo que se llevaron a cabo durante la coyuntura final del régimen fujimorista.

3.1.7. Conclusiones

1. La CVR, al examinar la actuación de los organismos de derechos humanos a lo largo del conflicto armado interno, concluye que –gracias a su permanente esfuerzo en medio de condiciones sumamente adversas y riesgosas– su contribución para atenuar las consecuencias de los aspectos más graves de la violencia de origen político y para recuperar la democracia fue esencial. Asimismo, la CVR reconoce que la práctica del movimiento de derechos humanos, organizado desde 1985 alrededor de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, contribuyó a frenar y cambiar las estrategias contrasubversivas más violentas empleadas por el Estado y, en algunos casos, como en el de las personas inocentes condenadas por el delito de terrorismo, logró paliar algunos de los más crueles efectos de la violación al debido proceso. Además, la presión ejercida por los defensores de derechos humanos en el país y en el extranjero fue un factor que influyó en sucesivas decisiones gubernamentales de crear instancias estatales de monitoreo de las garantías ciudadanas en el país.

2. Del mismo modo, la CVR ha constatado que el movimiento de derechos humanos contribuyó a que la opinión ciudadana rechazara las estrategias estatales que pretendían dejar en el olvido graves crímenes y evitó así que se legalizara la impunidad de los perpetradores. De este modo, dio pasos importantes para que el país se solidarizase con las víctimas del conflicto armado interno y afirmase valores que permitieron luego la recuperación de la democracia, gravemente dañada en el curso del proceso de violencia de origen político.

3. El movimiento de derechos humanos, aún cuando surgió bajo parámetros jurídicos tradicionales, que centraban su atención única o principalmente en el Estado, con el tiempo amplió este enfoque jurídico comprendiendo en su visión crítica a Sendero Luminoso y el MRTA, sin embargo, hubo una baja documentación de los casos de crímenes cometidos por estos grupos.

4. La práctica del movimiento de derechos humanos, nunca estuvo reñida con la lealtad al estado de derecho y al orden constitucional democrático; puesto que la Coordinadora consistentemente condenó la violencia subversiva y los crímenes cometidos por el PCP-SL y el MRTA.

5. Finalmente, la CVR enfatiza que los aportes dejados por la lucha contra la impunidad llevada a cabo por los organismos de derechos humanos deben ser institucionalizados y celosamente protegidos por el régimen democrático. En particular, cabe mencionar los aportes jurídicos que afirman la nulidad de amnistías generales para perpetradores de graves violaciones de los derechos humanos; el derecho inalienable de las víctimas a la verdad, a la justicia y a reparaciones adecuadas; y el deber del Estado de prevenir la repetición de lo ocurrido por medio de reformas eficaces en los organismos de seguridad.

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Notas:

1. De acuerdo con esta consideración, los sindicatos oficiales creados bajo control del partido único en los sistemas totalitarios de Europa del Este no podrían haber sido considerados organismos de la sociedad civil en la situación previa a 1989. Del mismo modo, los organismos de apoyo a la acción terrorista de grupos nacionalistas que actúan en Europa occidental no pueden ser considerados organismos de la sociedad civil sino meramente integrantes de una estructura criminal.

2. CODEH-Puno. Hojas Escritas, vol. 1, n.° 1, 1984, p. 3.

3. Youngers, Coletta. En busca de la verdad y la justicia: la historia de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú. Lima: manuscrito, 2002. Capítulo 2.

4. Ibid. Capítulo 8.

5. Declaración del Primer Encuentro Nacional de Derechos Humanos «Nos pronunciamos por la vida y la paz con justicia social». Lima, 20 de enero de 1985.

6. Ibid.

7. Comité Ejecutivo Nacional de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. «Manifiesto a los peruanos». Lima, 31 de agosto de 1989.

8. Youngers, Coletta. op. cit. Capítulo 4.

9. En febrero de 1990, las oficinas del Comité fueron blanco de un ataque dinamitero. Simultáneamente, se efectuó un ataque contra la Comisión Andina de Juristas. Pocas semanas antes, se había realizado un ataque similar contra la sede peruana de Amnistía Internacional.

10. Arce Borja, Luis. «Entrevista con el presidente Gonzalo». Lima, julio de 1988.

11. De la Jara, Ernesto. «Reporte sobre derechos humanos en el Perú. 1980-2003». Manuscrito. p. 56.

12. «Sobre las dos colinas». Documento de estudio para el balance de la III Campaña. 1991.

13. La Asociación de Familiares de Víctimas del terrorismo (AFAVIT) fue miembro de la Coordinadora entre 1995 y 1999.

14. Así, entre 1989 y 1996, la Coordinadora emitió 22 pronunciamientos públicos contra distintos actos del PCP-SL y del MRTA. Entre otros, pueden citarse: «Ante los sucesos de Uchiza», 31 de marzo de 1989; «Pronunciamiento frente al asesinato del general EP (R) Enrique López Albújar Trint», 10 de enero de 1990; «El pueblo construye, Sendero destruye», febrero de 1992; «Pronunciamiento ante el atentado contra Canal 2 de televisión», 5 de junio de 1992; «Nota de prensa contra el atentado de la calle Tarata», 17 de julio de 1992; «Solidaridad nacional ente masacre senderista en Huayao», 16 de octubre de 1992; «Nota de prensa rechazando el asesinato del empresario David Ballón Vera», 26 de febrero de 1993; «Condena cobarde ataque terrorista en Satipo», 20 de agosto de 1993; «El drama del pueblo asháninka», 27 de septiembre de 1994; «Repudia cobarde asesinato de Pascuala Rosado, dirigente de Huaycán», 6 de marzo de 1996; y «Expresa a la opinión pública su rechazo a la toma de rehenes de la embajada del Japón», 31 de diciembre de 1996.

15. Entrevista de Jo Marie Burt con Carlos Basombrío realizada el 8 de agosto, 2000. Citada en Youngers, Coletta. op. cit.

16. Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. «Por la vida y por la paz. Convocatoria a la marcha nacional del 14 de noviembre». 3 de noviembre de 1985.

17. El ex ministro del Interior durante el gobierno de Acción Popular (AP), ingeniero Luis Percovich Roca, sostiene: «No recuerdo yo, en los treinta meses que ejercí la cartera del Interior y la Presidencia del Consejo de Ministros, que en una sola sesión del Consejo de Ministros o que en una sola sesión del Consejo Nacional se hubiera presentado una denuncia de violación de los derechos humanos. Si los responsables de presentar estas denuncias y estos informes los ocultaron, deberán ser investigados y sancionados». Asimismo, añade que «la denuncia de Amnistía Internacional [sobre las desapariciones forzadas] era falsa». (Sesión de Balance y Reflexión. Partido Acción Popular. 11 de junio de 2003.)

18. Citado en Youngers, Coletta. Ibid.

19. En una fecha tan tardía como 1999, el ministro de Justicia del régimen fujimorista, Alberto Bustamante, sostenía que las ONG de derechos humanos estaban « [...] dedicadas a tiempo completo al desprestigio del gobierno peruano en el extranjero» (Gestión, 8 de octubre de 1999).

20. «Ayuda económica y derechos humanos». Pronunciamiento del Comité Ejecutivo de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos. Lima, 23 de febrero de 1993.

21. Entre los organismos que documentaron en los Estados Unidos abusos cometidos en el Perú, se encuentran Washington Office for Latin America (WOLA), el Centro para la Justicia Internacional (CEJIL) y la división «Americas» de Human Rights Watch, conocida como «Americas Watch».

22. Ejército Peruano. Comandancia General Segunda Región Militar. Consideraciones más importantes del Informe de Investigación N." 07 K1/SRM/20.04. 31 de mayo de 1988 / Jaime Salinas Sedó, general de brigada EP.

23. Senado de la República del Perú. Comisión de los sucesos ocurridos en Cayara, Erusco y otros lugares del departamento de Ayacucho. Informe en mayoría / Carlos Enrique Melgar López; Esteban Ampuero Oyarce; Ruperto Figueroa Mendoza; Alfredo Santa María Calderón. Lima, 9 de mayo de 1989.

24. Fueron destituidos el general EP Wilfredo Mori Orzo, jefe político-militar de la zona de emergencia; el general EP Sinesio Jarama, jefe de la Segunda Región Militar; y el almirante AP Enrico Praeli, jefe del Comando Conjunto de las FFAA.

25. El ex presidente de la República, Alan García Pérez, sostiene, en efecto, que « [...] recién llegado a la Presidencia, recibía yo unos informes cada mañana y al leerlos veía que una patrulla había encontrado dos «terroristas comunistas» huyendo y habían sido abatidos. Mi primera preocupación fue qué arma se capturó, qué circunstancia concreta de que hubieran sido «terroristas comunistas», como se usaba entonces decir» (Sesión de Balance y Reflexión. Partido Aprista Peruano. 12 de junio de 2003).

26. Arce Borja, Luis. op. cit.

27. «Sobre las dos colinas». Documento de estudio para el balance de la III Campaña. 1991.

28. Ibid.

29. «¡Rematar el gran salto con sello de oro!». Reunión nacional de dirigentes y cuadros. 23 de marzo - 9 de abril de 1986.

30. «¡Asumir y combatir por la nueva gran decisión y definición!». Comité Central del PCP-SL. Movimiento Popular Perú - Francia. 1993. pp. 83-84.

31. Véase, por ejemplo, Tribunal Permanente de los Pueblos. Contra la impunidad en América Latina. Sesión peruana. Lima 5-6-7 de julio de 1990.

32. El dirigente del MRTA Víctor Polay Campos sostiene que Vladimiro Montesinos Torres le propuso mejores condiciones carcelarias a cambio de pronunciamientos de apoyo al gobierno: «Al negarme a este pedido, Montesinos [Torres] me dijo que mi familia podría ya comprarme un cajón en la funeraria Merino. En los siguientes años, las presiones continuaron junto con dádivas u ofrecimientos para mejorar nuestra condición carcelaria a condición de que hiciéramos declaraciones públicas en contra del doctor Alan García Pérez o en contra del embajador Javier Pérez de Cuellar». (Sesión de Balance y Reflexión. Grabación de líderes subversivos presos. 10 de junio de 2003).

33. Véanse los pronunciamientos públicos «Inaceptable amnistía», del 14 de junio de 1995, y «Respaldamos a la jueza Saquicuray y a la fiscal Magallanes por la independencia demostrada en el caso de Barrios Altos», del 20 de junio de 1995. Ambos fueron emitidos luego de que la jueza Antonia Saquicuray declarase inaplicable la ley 26479 para el caso Barrios Altos con el apoyo de la fiscal Ana Cecilia Magallanes.

34. Creada por Ley 26655 del 17 de agosto de 1996. La Comisión, al cabo de la revisión de expedientes, recomendó una serie de liberaciones, que culminaron en el indulto de 502 ciudadanos injustamente acusados de terrorismo.

35. Véanse, por ejemplo, las siguientes sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos: Neira Alegría, sentencia del 19 de enero de 1995; Loayza Tamayo, sentencia del 17 de septiembre de 1997; Castillo Páez, sentencia del 3 de noviembre de 1997; Castillo Petruzzi y otros, sentencia del 30 de mayo de 1999; Ivcher Bronstein, sentencia de competencia del 24 de septiembre de 1999; Corte Constitucional, sentencia de competencia del 24 de septiembre de 1999; Cesti Hurtado, sentencia del 29 de septiembre de 1999; Durand y Ugarte, sentencia del 16 de agosto de 2000; y Cantoral Benavides, sentencia del 18 de agosto de 2000.